Les he contado muchas veces que me gusta
sentarme en los cafés a ver pasar la vida. Ver pasar la vida supone leer a
placer, escribir lo que venga a cuento o simplemente mirar, contemplar sentado,
tabaco encendido, taza de macciato a
un lado, mientras la gente y lo que te rodea cocina a fuego lento ese teatro
que llamamos vida.
Un joven entra y se presenta. Lleva una
guitarra y un morral a cuestas. Su rostro destila lo que todos somos capaces de
expresar si atravesamos las calles por la libre, a nuestro fuero, con la
nostalgia encima o la alegría inesquivable porque vendrán tiempos mejores.
Entonces, de un bolsillo saca un papel doblado en cuatro y lee un poema, de su
autoría según nos dice, para rematar con canciones de Yordano, Juanes y Sabina.
Doy una chupada y observo. Joven, sí, igual
que miles que trasiegan la geografía universal con la idea de tomar el cielo
por asalto. Y pensar -me digo- que cierta izquierda latinoamericana llegó a
inspirar algo parecido: echar abajo las puertas del Paraíso, fusil en mano y
sueños en ristre, acabando después volada en pedazos, absurda, sin pantalones
frente a caudillos y delirios cuyos flatos Maduro, Ortega o Morales ofrecen respirar
hoy.
Tiene talento. Canta, toca la guitarra con
destreza, se ve que domina lo que hace. Se llama Enrique y viene de Venezuela.
Sonríe con sinceridad, es espontáneo, lo que ayuda sin dudas a que poco a poco
la terraza se fije en él, preste atención, le obsequie aplausos y propinas.
Cuenta, entre canción y canción, cómo fue que llegó al lugar donde nos
encontramos, cómo era la vida que dejó atrás en un abrir y cerrar de ojos.
Habla desde la melancolía, desde la esperanza, desde el recuerdo de su casa, de
sus padres, de sus amigos, de su loro Lucio -a quien confiesa haber empezado a
alimentar cuando aún no tenía plumas-, y de su abuelo Abdel, muerto días atrás
de mengua, de hambre, de la imposibilidad de mínima atención.
A
pesar de los pesares creo que este muchacho vive, crece, me da por suponer que
cuando los criminales estén pudriéndose en la cárcel y Enrique se mire de frente
en los espejos, aparecerá un hombre distinto, de una fibra mejor lograda, más
asentado en su visión del mundo y en el cómo
y por qué un país llamado Venezuela se catapultó a insospechados niveles de
abyección. Un hombre con las manos más
hechas y el aprendizaje más metido entre
las uñas.
En un momento de silencio, cuando termina
su última canción, noto que se dirige a una mesa. Veo a una chica también joven,
vislumbrando quizás otras ventanas y otros amaneceres. Él se planta ante ella,
le extiende la mano y, siempre sonriendo, le obsequia el poema que leyó minutos
antes. Ella también sonríe y en una fracción de segundo -mira la rapidez de
este cabroncete- toma asiento, deja la
guitarra a un lado y conversan vaya uno a saber sobre cuáles reinos, mares o
unicornios. Lo que soy yo, alzo mi taza y brindo por ellos, por su posible
historia, que ojalá sea hermosa y cargada de romance y de aventuras, mientras
enciendo otro tabaco para seguir leyendo a Kundera.
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