Hablar de Venezuela es hablar del cielo y
del infierno. Del primero, porque lo tiene todo para materializar, si se sabe
cómo, el Paraíso. Del segundo, gracias a ejecutorias que encendieron las
calderas del Diablo, es decir, el lado más oscuro del quehacer político
irresponsable.
Hay que ser honestos hasta el dolor. Cierta
izquierda venezolana, a la sazón fósil de los sesenta, alimentó sin pudor el
carácter mesiánico del líder del Socialismo del Siglo XXI, quien sustentado en
el carisma, en la religión laica que promovía y sobre los hombros de
empresarios de cortísima visión política, llegó a Miraflores montado en una ola
de popularidad impresionante. La revolución aparecería en el escenario a través
de los votos y era cuestión de tiempo: la ruina de las instituciones
democráticas, desde la democracia misma, estaba cantada.
El resto es parte de una historia conocida.
La revolución bolivariana -así, en minúsculas- se tragó a sus hijos, fagocitó
las estructuras fundamentales del país, intentó crear un imaginario heroico
cuya narrativa iniciaba y finalizaba en ella
misma, todo aderezado con la retórica estéril de un izquierdismo trasnochado
que, como dijera el buen Petkoff, ni olvida ni aprende, en esencia porque la
capacidad de construir algo bueno, el talante romántico, la trayectoria
violenta como elemento partero de la historia, la aventura guerrillera previa a
la toma del cielo por asalto y, en fin, la narrativa mitológica tan cara a
determinadas hazañas para que puedan ser hazañas, brillaron siempre por su
ausencia.
Saturados de dólares por el crecimiento
astronómico en los precios del oro negro, los hombres de la revolución se
frotaron las manos y chasquearon los dedos. Al primer chasquido expropiaron,
confiscaron, arrebataron. Al segundo fabricaron ilusiones en función de las
apetencias de quienes eran capaces de votar. Aún no era necesario trampear,
desconocer candidaturas, usar las armas de la República como garrote personal.
El dinero iba y venía a manos llenas, entraba en escena como la vedette que se sabe indispensable. Al
tercero tronaron los fusiles. Cuando los platos volaron en pedazos, cuando hubo
que recoger los vidrios rotos, metáfora de una realidad inocultable, se hizo
necesario contener la rabia, el desencanto, el estupor, la sensación de engaño
y resaca instalada en todo un país. Entonces las balas llovieron a mansalva.
A estas horas parece llegar a su fin el
disparate que ha reinado en Venezuela durante dos décadas. Sin embargo, la
desgracia de este pueblo, el hecho de que un puñado de criminales usufructe un
poder que nadie le ha otorgado, trasciende el plano militar y va más allá del
carisma exacerbado de un caudillo felón. Para decirlo de una buena vez: la
izquierda en Venezuela, salvo honrosas excepciones -que las hay-, jugó con
fuego y se quemó. Junto con las locuras del santón mayor, esa izquierda fue
incapaz de mirar el horizonte a un palmo de sus tupidas narices. Generó
crispación, produjo división, polarización extrema, odios de mil pelajes, hasta
resquebrajar las bases de una nación que, con sus defectos y virtudes, había
sido hasta hace poco ejemplo de convivencia ciudadana en la diversidad.
La etapa inmediatamente anterior a la
explosión del desastre fue una marcada por el relumbrón petrolero, es cierto, y
hasta ahí nada nuevo en nuestras sociedades monoproductoras: cuando abundan los
recursos hay fiesta y hay piñata, hasta que el período de vacas flacas cae como
un peñasco para destrozar el espejismo. El ciclo histórico es harto conocido
así que no vale la pena repetirlo aquí. Pero cabe resaltar una y otra vez, para
que no se olvide, el ingrediente clave al momento de los balances. Antes de que
a los gobernantes venezolanos la dinamita les estallara en plena cara, buena
parte de la izquierda carnívora del país -uso aquí la nomenclatura de Carlos
Alberto Montaner- hizo de la suyas. Preguntémonos: ¿por qué llegó la gente en
Venezuela a polarizarse de esa manera? ¿Por qué un sector social, arengado por
irresponsables, se sintió dueño y señor de la verdad, del futuro, de los hilos
que nos acercan a la felicidad o lo contrario?, y finalmente, ¿por qué razones
estos individuos se creyeron nada menos
que en brazos de la razón, de la justicia y de la historia? Es verdad que
quienes gobernaron hasta ahora tienen las manos llenas de sangre. Violaron
sistemáticamente derechos humanos, reprimieron, asesinaron, robaron. Pero
también es evidente que un grueso espectro de esta izquierda, envalentonada, ayudó a destapar las consabidas cañerías del odio y, error
imperdonable, vio para otro lado cuando la bota pisoteaba y los cimientos de la
República crujían anunciando lo que llegaría.
Y hay quienes aún hoy continúan en silencio
frente a lo anterior. Intelectuales y gente de la cultura, por ejemplo, actúan ni más ni menos que como los reaccionarios que siempre criticaron.
A estas alturas no reconocen su error y mucho menos parecieran estar dispuestos
a celebrar el sano y necesario acto de contrición, a erigir su particular mea culpa sustentados en la
rectificación y el encuentro con el país que por cobardía, ceguera o interés
convalidaron en su devastación. Si la Venezuela del presente vive una tragedia que
lacera sus entrañas, recordemos que el infierno estuvo aquí no por simple arte de
magia. Fraguar una revolución, ésta que se empina sobre fundamentalismos de
variada índole y cuya religión encumbra en sus altares a demagogos, populistas, enfermos y delirantes sin
redención, supone siempre la fractura de la democracia. Equivale a desmontarla
de pe a pa, como lo hicieron Chávez y sus adláteres, labor de dinamiteros que
pide a gritos cómplices y enterradores
sin ápice de escrúpulos..
La revolución que la izquierda en su inmensa
mayoría intentó erigir tenía los pies de barro. Y los tenía por el sencillo hecho
de creerse dueña indiscutible del hoy y del mañana. Ya lo decía Karl Popper,
palabras más, palabras menos: la verdad no es única, ni inamovible, ni siempre
la posees sólo tú. La verdad es un constructo que se levanta de a poco, con
tropiezos, equivocaciones, avances y retrocesos. La revolución bolivariana -mantengamos
las minúsculas-, que ni fue revolución ni fue bolivariana, llenó el formulario
de los sinsentidos y desató los demonios con los que es mejor no andarse
acurrucando: violencia, incordio, resentimiento, cosificación del otro.
Maduro, Cabello, William Saab, Padrino López, los hermanos Rodríguez y el resto
de la cofradía asesina seguramente tiene ahora mismo los días contados en el
poder. Su tiempo como eunucos de alma, como mandones de una propiedad llamada
Venezuela se acaba. La cárcel es el horizonte que los abrigará pronto.
Mientras, toca ahora plantarse ante el espejo hecho pedazos y recoger los
trozos, unir, mirar hacia el futuro para comenzar a rehacer la democracia. No
hay otro camino posible.
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