Permíteme llover sobre mojado pero hay que
repetirlo en alta voz: la dictadura venezolana ha sido cruel, asesina, ladrona
y violadora de absolutamente todos los Derechos Humanos. Su abyección sobrepasó
cualquier parámetro, al punto de que hoy el mundo libre la condena sin matices.
Quienes se autodenominan neutrales y quienes, vergüenza a un lado, apoyan a
estas alturas las monstruosidades de Maduro, forman parte de un delirante
cuerpo colegiado seccionado en dos fétidas porciones: nostálgicos del
comunismo, del Padrecito Stalin, de la Guerra Fría por una parte, y víctimas
esperanzadas de ideologías colectivistas e
interesados en negocios pingües que arrojaron millones en su momento, por
la otra. Pura y dura real politik
revolucionaria. Y hasta ahí.
Jamás imaginaron mis compatriotas que las
fiebres chavistas acabarían voladas en pedazos. La experiencia ha sido larga,
cruenta y ojalá que aleccionadora. Se vivió el horror del socialismo del siglo
XXI -siempre en minúsculas, por Dios- y quedaron nada más cenizas, dolores, restos
humeantes. Probablemente las cicatrices no desaparezcan nunca, acaso como
triste evidencia de lo que no debió ocurrir un solo instante. Es necesario,
dicen, aprender por cuenta propia, digerir el abc de esos valores que es
preciso mantener en tanto naciones libres y percatarse de que existen demonios
cuyo sueño es mejor no perturbar. A propósito de Venezuela algunos lo
advirtieron hace más de veinte años -pienso en Carlos Alberto Montaner o en
Mario Vargas Llosa- pero ya sabemos adónde fueron a parar tales monsergas. Ha
tocado recoger los vidrios rotos.
La diáspora, la desesperanza, el hambre o
la enfermedad, los crímenes del gobierno, siempre estando ahí como animales que acechan y despedazan, no
hundieron el puñal en lo que somos. ¿Y qué somos?, no voy a caer aquí en la
pretensión de definir lo indefinible, pero tengo para mí que el país, como un
todo más o menos unitario, lleva en sus adentros lo que necesita para sacudirse
el polvo, lavarse la sangre y recuperarse de los golpes para reinventar la
realidad, cosa que va siendo urgente. Urgente y posible. Venezuela requiere
inventar otra vez el piso sobre el que hacer tienda y proseguir.
Nada nuevo bajo el sol, o sea, nada que no
hayan hecho otros igualmente humillados. La Europa de postguerra, los países
del cono Sur latinoamericano, Sudáfrica luego del apartheid y Venezuela, sí,
esta Venezuela que supo patearle el culo a Gómez, a Pérez Jiménez, hasta meterse
de cabeza en el mundo civilizado, en el universo de la libertad, solo para
hablar del siglo XX. Nada nuevo bajo el sol, pero con la impronta de lo que en
el fondo rehacer entre tú, él, aquél y yo. Entre nosotros. Tal es el sino que nos
define, uno que será abrazado, o no, con manos, entrañas e intelecto.
Siempre se ha dicho que este país es capaz
de reír incluso a costa de sus más descarnadas tragedias, esto es, reírse de sí
mismo, lo cual es una bendición. El chavismo hecho gobierno ha sido justo eso,
una tragedia de dimensiones quizás no del todo concebidas aún. No hay que
olvidarlo: reímos y esa risa es medicina para el alma, para el cuerpo, para las
migajas en que pretendieron convertirnos. La risa, el humor inteligente -tautología
que de todas formas es imperativo pronunciar- son un carburante que jamás falló
y ahora tampoco será la excepción. Cuando Maduro esté pudriéndose en la
cárcel, cuando un demente llamado Diosdado sea apenas roncha purulenta en la memoria, cuando Saab,
los Rodríguez, Varela o El Aissami constituyan verrugas en la historia,
echaremos la vista atrás para observar lo que la locura y el crimen son capaces
de materializar pero, asimismo, respiraremos desde la reconstrucción, desde el
país que vayamos soñando, forjando, instituyendo, y desde la sonrisa que
alimenta el alma a partir de los escombros.
Falta poco, falta muy poco para que se haga
la luz, para la calma, para emprender hasta lograr lo que creamos merecer. Será
duro y será lento, pero será. A nada menos podemos anhelar según el paraíso que
llevamos dentro.
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