Cuando era un imberbe me daba por creer que
los demás podían adivinar mis pensamientos. Tengo la impresión de que por lo
general otros niños hacen el experimento contrario, se divierten al soñar que
son capaces de saber qué ocurre en la mente de terceros. Yo no, y no me
preguntes por qué. Yo tenía la plena convicción de que cuanto pensaba de
inmediato iba a parar a territorios ajenos. Un ser humano sin la posibilidad de
guardar secretos, sin la íntima certeza de poseer en los recovecos del yo ese
caudal de deseos, de anhelos, de opiniones que siempre albergamos, todo ello
compilado en pensamientos efectivos, palabras mondas y lirondas, lenguaje que
en condiciones normales yace custodiado, encerrado bajo siete llaves, las
llaves de la intimidad. Así me sentía.
De modo que para evitar males mayores
llegué a la conclusión de que no debía pensar. Si el objetivo era salvaguardar
mis cavernas y profundidades, es decir, mis diálogos interiores o las
conversaciones que mantenía conmigo mismo -o sea, garantizar particulares soliloquios-,
el asunto requería ponerme en off, exigía
que el cerebro fuese, en cuestiones de lenguaje, una simple página en blanco.
Mira qué mecanismo de protección inventé.
Entonces me di a la tarea de corretear por la
vida en automático, lo cual implica mantener diálogos de variado pelaje, leer
anuncios en la calle o resolver una ecuación de segundo grado nada más que llevado
por lúdicas acciones de lógica elemental, sin intervención de la peligrosa
lengua, la tétrica sintaxis, capaces, las muy cochinas, de ponerme en evidencia
y de echarme en brazos tanto de amigos como de enemigos. Lo cierto fue que me
empeñé en no pensar para resguardar justo eso, mis pensamientos, al punto de
que acabé acostumbrado a la agradable sensación de no tener que pegar un sujeto
con un predicado ni a realizar el esfuerzo de razonar mediante palabras.
Y así, sin quererlo, sin buscarlo adrede,
por azarosa intuición di en el clavo: pensar con imágenes, asociar A con B para
llegar a C excusando cualquier intromisión del abecedario. No me lo vas a creer
pero sentirse en un mundo aparte, flotar, concebir la realidad a partir de lo
que catalogué después como de “cierta perspectiva plástica”, pictográfica –qué
sé yo-, terminó siendo lo más adictivo de este mundo. Ya adolescente estuve
seguro de que los pintores o escultores meditan o vislumbran de forma parecida,
actúan de idéntica manera, captan el mundo en función de diagramas, dibujos
mentales, potentes planos interiores que para qué demonios las letras y, en
fin, la gramática como la conocemos.
Después, en la adultez –la adultez es una
máquina de destrucción masiva, yo que te lo digo-, las obligaciones cotidianas
y los compromisos propios de la edad malograron ese estado fundamental en que
me arrastraba por la vida, llevándome sin más al agujero negro de los días tal
como los despacho hoy. La eme es la eme, la a es la a, la eme con la a ma y
punto, y se acabó, adiós privacidad y universo interior a salvo de entrometidos
o curiosos.
A mis años, aunque con torpeza, he
aprendido sin embargo a defenderme. Pienso, luego existo, afirmó un iluso hasta
la médula. Qué va: pienso, luego lo sabes todo, digo sin que me tiemble un
músculo del rostro. He tenido mil problemas, me han descubierto en plena urdimbre
de estrategias intelectuales ante una discusión cualquiera, ante un debate
público, ante una sencilla conversa de café. He caído de bruces, despojado de
intimidad y lleno de vergüenza, cuando pasaba
por mi lado alguna dama con piernas, nalgas y tetas en su sitio, y pensaba, y me
decía, y exclamaba para mis adentros las delicias que implicaba, lo hembra y lo
salvaje que sería en plena cruzada. Válgame Dios, nada que hacer, nada que
ocultar en lo más hondo de mis elucubraciones porque antes de terminarlas ella las
había visto, las había leído como quien lee en un libro abierto.
Así vivo, así llevo la existencia en el
presente, pisando como gato en suelo húmedo para medio protegerme e inventando
una u otra estratagema buena como escudo a la hora de pensar frente a
cualquiera. A veces lo logro, a veces no, y en ésas ando. Cosa rara, qué le
vamos a hacer. Cosa sumamente rara.
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