No cabe duda de que progresamos moralmente.
La civilización consiste, entre otras cosas, en percatarnos de que hay valores por
los cuales precisamos entregarlo todo.
Nos damos cuenta de que existen formas de vivir que enarbolan pulsiones
capaces de enaltecer la humanidad. Hoy en día muy pocos osarían defender la
esclavitud sin que les temblara un pelo del cuero cabelludo ni la autocracia
como mejor forma de gobierno por encima de esa dama a veces tan esquiva que los
griegos llamaron democracia. Esto únicamente que por darles dos ejemplos.
Lo que pretendo decir es que en los tiempos
actuales, por más hijo de puta que sea el bicho humano, gozamos de mayor
libertad, de mayor igualdad que cuando Aristóteles, Bentham o Locke nos iluminaron
con sus reflexiones acerca de la moral. Y por si acaso, no nos engañemos: lo
anterior, aparte de cierto, no equivale al quebradizo axioma de que en el
presente seamos mejores personas, pongo por caso, que quienes nos antecedieron
en la Grecia Clásica, en el Medioevo o el Renacimiento. Perdónenme pero qué va. Así, por mucho que el progreso moral haya
dicho hola buenas, aquí estoy, más de uno se las arregla para sacarle la
lengua, retorcer el asunto y, si los dejamos, ponerle una jaula a la libertad,
un kalashnikov en la sien a la igualdad frente a la ley y dinamita sin complejos a lo que huela
a democracia.
¿Ejemplo para ilustrar el punto?, la
satrapía de Venezuela, por no ir más lejos y porque me toca los cojones ya que
vivo afuera pero soy uno más de ese país. Chávez, Maduro, Cabello, El Aisami, los hermanitos Rodríguez,
William Saab y el resto de los criminales que han demolido, a base de muerte y
latrocinio, cuanto hasta hace poco fue tierra próspera y de sueños, están ahí
para corroborarlo. Todos se creyeron, se juraron beatos, portadores de un ideal
cogido por los pelos que es el famoso hombre
nuevo. Un ideal harto manoseado por la izquierda carnívora latinoamericana -Montaner dixit- abstracto e interesado, que
deambula a sus anchas como gato sobre tejado gracias al blablablá de semejante
corporación ideológica. La izquierda borbónica, según el buen Petkoff, que ni
olvida ni aprende.
Supone ésta, y cómo iba a ser de otra
manera, valores inamovibles -jamás especifica cuáles salvo el consabido
estribillo de lugares comunes- que de plano otorgan superioridad moral
traducida en epicentro del progresismo que bajará el Paraíso a la Tierra. Sobre
esta farsa, cuyos resultados aseguran el desastre, la izquierda en cuestión se
ofrece almidonada y perfumada,
bellamente empaquetada en las vitrinas del mundo y el mundo -occidental
para mayor escándalo- cae rendido ante
las luces de bengala. El fuego de artificio que estos vendedores de humo
esgrime sirve como trampa mortal que, de acertar y llevarlos al poder,
culminará en el triste final de los platos reventados cuando menos, y cuando
más en la tragedia que padece el pueblo venezolano.
Por supuesto que el progreso moral es
característico de la civilización y es una conquista que da cuenta de la vida,
de la convivencia pacífica en la diversidad, de la igualdad frente a la
legalidad, de la democracia y de los Derechos Humanos. Pero lo otro también existe,
es decir, la contraparte de la moral y el civismo, esa que muestra los
colmillos apenas parpadeamos. El carnicero Maduro, Padrino López o Pedro
Carreño son el ejemplo más cercano en pleno corazón de América. Creo que no
llegarán a buen puerto.
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