Un niño puede darse de bruces con la
maravilla de vivir. Estar consciente de que sus días son en verdad la caja de
resonancia de lo fabuloso. Lo descubrí hace una punta de años y hoy, leyendo a Hustvedt,
lo he recordado a plenitud.
Las comiquitas de la tarde hicieron lo
suyo. Sin embargo lo asocias en el presente con la alegría que te produce el
descubrimiento de algún libro, uno que muerde y no suelta hasta destrozar,
algún pitbull de la literatura que de cuando en cuando ataca sin misericordia.
Entonces eres presa, eres insecto engullido por cierta planta carnívora y sabes
que no existe escapatoria.
Fue en la niñez cuando tuviste conciencia
de vivir y del esplendor que puede llevar consigo. Fue en aquellos tiempos
cuando empezaste a saborear su miel y te decías, asombrado, que la vida era la
mejor ocurrencia de Dios. Aprendiste
-ahora no podrías explicar cómo- a diferenciar lo sencillo de lo recargado, lo
importante para ti de lo insignificante. Te ves subido a una mata de guayaba,
deambulas por sus ramas, te acomodas, te instalas sobre una de ellas, la más
sólida a tu juicio, y comes las frutas, maduras, apetecibles, y sientes después
un golpe de brisa que te acaricia el rostro y te despeina y vuelves a repetirte
que momentos así no tienen desperdicio. Contemplas, conversas contigo mismo, pasan
las horas, hasta que recuerdas el colegio y las tareas pendientes por lo que
corres a tu habitación para acabar tus deberes.
Eres capaz de abrazar la soledad y en
instantes como ese la felicidad entra a borbotones. Te acostumbras a atesorar
circunstancias, te empiezas a dar cuenta de que la alegría puede ser fabricada con
las manos, con los materiales que encuentras a tu paso. Poco a poco vas
otorgando más importancia a todo ello y aún en los días que corren piensas que
ser feliz pasa por sostener en la cuenca de las manos verdades parecidas.
Ahora mismo dejas de escribir, colocas el
lápiz a un lado y ves a un niño observando por la mirilla de un caleidoscopio
que alguien le ha obsequiado. Ese niño eres tú y en ese milisegundo llegas a
comprender que el mundo no es como siempre has creído, que cambia, que lo que
te han vendido como realidad y que supones inamovible puede de pronto estallar
en mil pedazos, transformarse en otra
cosa, en otras formas, como el caleidoscopio que llevas en las manos. Lo que te
alegró al principio termina por entristecerte porque supones que todo es
relativo, piensas que nada es lo que parece, y te dices, desconcertado, que el
día a día guarda entre las muelas mucho de espejismo, bastante de ilusión a
cuestas. Es la primera vez que vislumbras la precariedad de las cosas.
Sueñas. Con el paso del tiempo aprendes a
soñar despierto, no en plan de papanatas -o sí- sino en función de registrar,
de percibir por debajo de la alfombra, es decir, de hallar aristas escondidas que
de buenas a primeras saltan a la vista al enfocar de otra manera. Descubrirlo,
sentirte frente a frente ante este nuevo modo de andarte por ahí hace otra vez
que te alegres, que te sientas como un explorador en plenas calles, en plena
escuela, en plena reunión familiar o en plena charla con los amigotes.
Piensas en aquellos tiempos idos, treinta y
cinco, cuarenta años atrás, y agradeces al niño de ese entonces por la lección
aprendida. Reconoces sus improntas, identificas cómo has llevado sobre las
espaldas cuanto hallaste hace tanto y te dices hay que ver, en el fondo
seguimos siendo bastante parecidos aunque Heráclito tenga razón, aunque jamás
nos sumerjamos dos veces en un mismo río. Y luego sonríes, y enciendes un
tabaco, y coges otra vez el lápiz y sigues escribiendo.
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