Conocí a Arturo Úslar Pietri en la Upata de
mi infancia. Era yo un imberbe de diez u once años y algunos viernes me daba
por ver Valores humanos, espacio de
televisión conducido por él y que, vaya uno a saber por cuáles razones, me entretenía,
me llamaba la atención y, en fin, me fascinaba.
Mi madre, celosa como nadie a propósito de
la hora en que debía irme a la cama, consentía romper la regla de las nueve y
treinta de la noche porque se trataba de “un programa como ése”. Lo cierto es
que el nombre de ese señor tan serio -jamás lo vi sonreír-, con lentes, medio
tartamudo en ocasiones, se fue haciendo
común, lo mismo que aquella cosa tan extraña, aquel giro tan alejado de lo conocido
cuando saludaba a los televidentes: “amigos invisibles…”.
El saludo de don Úslar me hizo fruncir el
ceño. Todas las semanas, hasta la última, se dirigió así a quienes lo veíamos.
Yo le daba mil vueltas al asunto, intrigado, confundido, y te cuento que me
obligó a pensar. Recuerdo con nitidez la primera vez que escuché semejante lenguarada.
Levanté las orejas como perro alerta, aguijoneado por el golpe seco de una
frase tan cogida por los pelos, y opté por llevarla a la mesa de disecciones. El
único objetivo fue despanzurrarla. “Amigos invisibles…”.
Entonces descubrí estupefacto que las
palabras no eran diosas inviolables ni señoras tan serias e iracundas -ay de ti
si escribías halgodón, prinsesa o ervívoro en los deberes de la escuela-. Tuve
la impresión de que el lenguaje era materia moldeable, que podía ser un aliado
si sabías tratarlo, si le plantabas cara y te imponías, tal como pasaba con los
guapetones del salón de clases -que asustaban mostrando los colmillos hasta que
te armabas de valor, no expresabas miedo, los enfrentabas y ya, listo, el
cambio era de ciento ochenta grados -. Fue Úslar Pietri el primero en enseñarme a leer de otra manera.
Valores humanos se transformó en un
espacio para la aventura. El maestro se quedaba ahí, sentado, hipnotizándome
con sus palabras y yo acostado en mi habitación oía mientras soñaba, mientras
me sentía protagonista de esas historias parecidas a las de los suplementos que
compraba en el quiosco de la esquina. Qué duda cabe, Úslar era un
prestidigitador de lo oral, especie de moderno Homero cantando las hazañas -o torpezas-
de la humanidad. No olvido un episodio en el que habló de guerras. Se refirió
con pelos y señales a la posibilidad de que una tercera guerra mundial
ocurriese. Dio detalles, especuló acerca de la vileza, del mal trocado en ejércitos
enfrentados y armas nucleares, conocí un
vocablo nuevo: armagedón, pintó el cuadro terrible de las consecuencias al
respecto y, por último, se detuvo frente al día después, la nada que
significaría el fin de esto que llamamos vida. Confieso que el terror me
engulló por completo. Un frío helado me recorrió hasta las uñas. Me fue
imposible dormir, no tuve paz en muchos días sólo por imaginar el acabóse, el
hecho tristísimo de no ver de nuevo a mis padres, a mi familia, a mis amigos.
Pasaron semanas hasta que por fin, ya ni recuerdo cómo, volví poco a poco a ser
lo que era, a acariciar la normalidad.
Claro, Valores
humanos era una novela de aventuras y era también, a veces, un cuento de
terror. Pasado un tiempo esa novela y ese cuento los hallé otra vez en su
columna Pizarrón, los domingos en el
diario El Nacional. A partir de ahí el
periódico me acompañó siempre. Todavía hoy, cada vez que me entrego a la tarea frecuente
de leerlo me asalta la imagen del escritor cuyas historias me cogían por el
pescuezo así luchara en contra, así intentara develar a base de neuronas el
misterio de su embrujo, así me propusiera no caer en la trampa.
Luego, transcurridos otros años, di con sus
ensayos de más largo aliento. Los leí todos con el mismo afán aventurero y no
me defraudaron. Siempre he creído que el Úslar Pietri ensayista ha sido el gran
traductor, el anatomista de la realidad venezolana, esa que contemplamos en la
superficie, en el día a día pero que no vislumbramos en sus profundos vínculos
con algo más, con el tiempo y la historia que hemos construido y los seres que le
dan perfil. Ahí encontré el espejo que devuelve maltrecha la mirada, que golpea
a fondo con la misma curiosidad e incertidumbre con que es interrogado. Los
ensayos de Úslar son respuestas que se trocan en preguntas y luego otra vez en
respuestas y así, en una espiral ascendente que produce vértigos, espasmos,
vómitos y la necesidad de reflexión a como dé lugar. Su obra te pone a pensar y
se acabó, te obliga a darle vueltas a esta realidad que es la Venezuela del
presente, siempre a la luz del trajinar que antes y ahora protagonizamos. Sólo
en su trabajo de ficción lo sentí ajeno, otro, un hombre diferente al que hacía
rato creía que conocía.
Habrá que volver al Úslar pensador. Por
desgracia no ha sido valorado con el suficiente celo que sus razonamientos ameritan.
A pesar de que fue celebrado como el gran intelectual venezolano -quizás el
último de una estirpe conformada por Mariano Picón Salas, Mario Briceño
Iragorry y algunos otros-, tengo casi la certeza de que tamaña celebración ha
sido más fuego de artificio que conocimiento verdadero. A Úslar hay que sacarlo
de las catacumbas, quitarle el almidón, desplancharlo, ya que muchos se dieron
a la tarea de engominarlo, de petrificarlo. Sacudirle el aire de estatua, esas que
envejecen olvidadas, cagadas por las palomas. Es preciso leerlo y releerlo,
estudiarlo, interrogarlo, para que al fin y al cabo el diálogo construido suponga
un toma y dame en función de cuanto hemos sido y vamos siendo. Las ideas de
Arturo Úslar Pietri siguen tan vivas como siempre.
El muchacho que lo descubrió en la tele permanece
ahí, con ganas de otros hallazgos cada viernes. El muchacho del que hablo vive
en Maturín, en Güiria o en Tucupita y ojalá dé con él, lo encuentre otra vez, siempre
desde la sorpresa, la curiosidad, la magia y el disfrute.
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