Un hombre se sabe cargado de defectos y no
lo soporta. Camina por la plaza, entra a un café, pide un expresso mientras hojea el
periódico y repito que no lo soporta.
Por un momento imagina al joven que fue,
dialoga con él, lo interroga a mansalva y se da cuenta de que no es lo que
soñó. “El hombre que soy” -piensa- “no cabe hoy en las entrañas de aquél que
dibujé”. Y tampoco lo soporta.
La chatura de sus días hace contraste,
negro sobre blanco, con la imaginación, con sus calles, semáforos y esquinas.
Vislumbra escenas, proyecta situaciones, crea ámbitos en los que se siente a
sus anchas, partícipe fundamental de mil y una ocurrencias dadoras de sentido,
de momentos no escritos acordes con la trama siempre anclada en sus bolsillos.
Liberarse de ciertos barrotes, eso es. El
hombre que se sabe cargado de defectos no soporta la grisura de sus dientes o
la poca brillantez de su pelaje, esa opacidad que es como la mantequilla: blanda,
untable, capaz de chorrearte por la piel y tú ahí, como si nada, esperando a
Godot que prometió llegar al rato.
La realidad se dedica a aplastar narices y
él a destorcerlas en un movimiento rápido de manos, zas zas, como quien abre la
llave de algún grifo. Desaplasta narices en tanto inventa mundos, porque vivir cargado
de defectos tiene mucho de mueca horripilante y poco de lo que en verdad es en
las entrañas. Hacerse un universo, claro, y meterle adentro otro, y otro y otro. Sus mundos: muñecas rusas que la plastilina de lo cotidiano permite patear en
las machorras bolas, a estas alturas no pequeña cosa.
El hombre que se sabe imbuido de defectos no
puede soportarlo y es por esto que de la nada oprime el botón de universos
paralelos hasta jugar al gato y al ratón consigo mismo. Se sabe cargado de
defectos, mediocre y chapucero, al punto de imaginarse el sueño de otro.
Entonces lo pellizca para que despierte, le hace cosquillas en los pies,
termina por vaciarle un cubo de agua encima. Y nada. Nunca pasa nada.
Un día frente al espejo mira a alguien que
no es él y lo saluda. Ríe, levanta la mano, dice hola buenas. Nota cierto
parecido pero ya se sabe que el mundo es engañoso, poco fiable, y empieza a
conversar. El hombre cargado de defectos, oscuro y sin razón se planta y dice, deja
su impronta frente al otro que responde con una carcajada.
El espejo hecho añicos es una escena más.
Como otras, tantas, tantísimas, que olvida el asunto de inmediato para ocuparse
de cuestiones más urgentes. Fue otro, cuando menos lo intentó, en serio, a
pulso y desde lo más hondo, pero terminó por ser el mismo. Siempre por completo el mismo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario