Cualquiera jura que camina por el mundo tal
cual es, así como luce en las esquinas. Qué va.
Siempre me dio por sospechar que no estamos
limpios, que carecemos de esa asepsia según la cual yo soy yo y mis
circunstancias y lo demás al diablo. No estamos limpios, no somos nosotros
mismos en función del contexto al que te debes y no formamos esa unidad
indivisible que te hace individuo, único, entero, hasta el final de la historia
y se acabó.
Basta con pensar que andamos llenos de
bichos. Hay que ver cómo te caminan dentro y pastan de lo más tranquilos por tu
estómago, hígado, riñones y páncreas. Imagínate a un ser microscópico cazando a
otros monstruos en los recovecos de nuestros intestinos, considera los modos de
reproducción que terminan multiplicándolos en ti, sin complejo ni medida, por
las paredes del colon, los entresijos de líquidos y humores y los laberintos de
mucosas, babas o masas gelatinosas.
Por dentro y por fuera están ahí, a sus
anchas. Se lo comenté el otro día a Roberto Buenaño Villafría, mi médico de
cabecera, porque fui a su consulta debido a molestias en la espalda. Aparte del
ungüento y las píldoras recomendó vacaciones, descanso -será cretino este
matasanos-, añadiendo que el asunto no era para tanto, que la naturaleza hace
bien su trabajo, que lo normal es cierta convivencia en paz entre esa fauna que
califico de apestosa y nosotros, cándidos huéspedes que le hacemos la cama.
Habráse visto. La otra vez leí un artículo
bastante ilustrativo en una revista científica mientras esperaba mi turno en el
odontólogo y adivina qué, adivina la historia que contaba con pelos y señales.
Una bacteria pulula en el ambiente y pobre de ti si apunta y eres el blanco. Se
come tu carne, arrasa con tus pellejos, derrite de a poco tu cuerpo peor que el
ácido. Como ves, Roberto Buenaño Villafría sabe de estas cosas lo que yo de
astronáutica, fractales o parapetos cuánticos y por supuesto que no he vuelto a
escucharlo. Hasta aquí llegué con él.
En fin, que mientras escribo todo esto de
seguro un bicho con diez patas y colmillos ponzoñosos hace de las suyas en lo
más profundo de mi duodeno. Entra por un oído, pasa directo a la boca, resbala
por la lengua como si ésta fuera un tobogán y finaliza de cabeza, en caída
libre por el abismo que va a dar al saco estomacal. Pienso en semejante escena
y un frío helado me recorre hasta las uñas. Es imposible controlar los nervios,
espantar el miedo, no vaya a ser que cualquier día bestias así me engullan y las cosas se reviertan: termine
entonces arrojado a sus panzas -en vez de continuar con ellos en la mía-, a sus
caldos, a sus tripas, convertido de seguidas en baba sanguinolenta a medio
digerir, navegando entre enzimas, jugos gástricos y asquerosas sustancias
burbujeantes. No, eso no, eso jamás.
Piénsalo por un momento y dime tú qué tal.
Nosotros los buenos a merced de un ejército de bichos malos dispuestos a
mascarnos de un bocado y después si te he visto no me acuerdo. ¿En qué
quedamos?, los llevamos por dentro, los alimentamos a sus horas, les brindamos
eso que inocentes ecologistas, defensores de la naturaleza, verdes e infinidad
de tontos por el estilo llaman nicho, hábitat, microclima y demás zarandajas
parecidas, ¿y al final qué?, ¿cuál será el último capítulo? Lo que soy yo,
cuenta con que no estoy dispuesto a que me devoren de ese modo. Nunca tuve
complejo de pizza o sensibilidad de sopa de lentejas. Niet. Por eso continúo buscando, preparando el terreno en función
de elemental supervivencia. El doctor Horacio Luzurruaga, figura descollante en
el hospital Sigmund Freud de la ciudad finalmente me ha dado la razón. Ahí
puedo verlo, conmigo, dispuesto a librar los combates necesarios. Por lo
pronto, entre el Valium y pastillas para conciliar el sueño sigo pensando en
estas lides. Saldremos vencedores, lo tengo por seguro, es que cantaremos
victoria de una vez y para siempre.
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