En la Universidad Católica del Ecuador,
donde trabajo, me siento en el café de Filosofía. Disfruto visitarlo porque se
puede leer en paz, el mocaccino vale
la pena y los jardines alrededor son un placer. Llevo par de libros, entre
ellos “Charlas con Troylo”, de
Antonio Gala, que abro en la página noventa y seis. Pido un americano y agua
mineral. Mientras, pipa encendida y toda la disposición de echarme en brazos de eso que llaman
placer: el de leer, saborear, contemplar.
Una señora pasa a mi lado y noto que me
observa. Apenas levanto la mano, a manera de saludo en plan de respuesta a su
curiosidad, y continúo haciendo lo que hago. Antonio Gala se desgaja en un
artículo que es delicia pura: “Sexo y figura”, en el que escribe: “aquí los
dirigentes, por tradición secular, se reputan, en la obligación de redimir
nuestras almas del infierno y nuestras inteligencias del error… ¿Por qué creerá
nadie que Dios le ha señalado con su dedo para misiones salvadoras?” Es una
pregunta que desde hace mil años ha reverberado también en mis entrañas. ¿Por
qué tanto imbécil termina suponiéndose especial y único? ¿A qué se debe tamaña
autosuficiencia, antes y después, a propósito de cualquier cosa?
Su voz interrumpe como martillazo y al alzar
la vista puedo verla ahí, de pie frente a mi mesa. Es la mujer que hace dos
minutos pasó por aquí y saludé con gesto apenas perceptible. Da los buenos días
y dispara a quemarropa: ¿puedo hacerle una fotografía sentado como está, con su
pipa y su lectura? Me quedé de piedra. Ni que fuera yo El Puma, Camilo Sesto o
Julio Iglesias.
-Buenas, hola. La verdad, de modelo
tengo lo que de trapecista -respondo-.
-No importa en lo absoluto -dice
ella-.
Al final accedo, con ganas de que me dejen
solo, y por fin el click, el rostro satisfecho, las gracias porque ¿sabe?,
guardo imágenes de viejecitos con pipa, con su aura de misterio, pero ninguna,
créame, ninguna así como ésta, alguien fumando y leyendo a dos pasos de donde
me encuentro, alguien con ella como usted ahora y blablablá.
Entonces me pongo a pensar y recuerdo que
también yo me relaciono con semejante objeto, con el humo, las volutas y el
perfume del tabaco rubio, y aunque no persigo imágenes de ancianos en acción
llevo conmigo la memoria de mi padre que era un hombre pegado a una pipa y sus
aromas. Qué más da, desde aquí puedo comprenderla. Quizás esa mujer cabe
también en una historia parecida, de manera que así mantiene vivas sus
evocaciones hasta gozar colgando en las paredes escenas que le llegan a lo
hondo. Me encojo de hombros, doy una chupada y sigo en mis trece con Gala.
Somos lo que somos porque regalamos un
certero puntapié al olvido. Escribió cierta vez Ortega y Gasset que “el hombre
es un animal que lleva dentro historia, que lleva dentro toda la historia … Si
alguien mágicamente extirpase de cualquiera de nosotros todo ese pasado humano,
resurgiría en él de modo automático el semigorila inicial del que partimos”. Al
fin y al cabo construimos una realidad cercana a los fantasmas que nos
dulcifican, con el agravante de no tener seguridades sobre el resultado.
Buscamos, hurgamos en plazas, bares, parques o cafés, y al anochecer nos vamos
a la cama con la convicción de acaso haber encontrado alguna pieza extra,
ladrillo adicional de nuestro particular rompecabezas.
Lo cierto es que somos animales mucho más
entregados a la remembranza y la morriña de lo que imaginamos. Tanto es así que
hasta el futuro se perfila como esa memoria que seremos. Mientras, continúo en
lo mío: leo, sigo aquí sentado, y el humo de mi pipa cuela otra vez la silueta
de mi viejo. Magnífico por donde lo mires. Qué maravilla que así sea.
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