Los recovecos de la mente humana son
laberintos sorprendentes. Que esto sea así implica una maravilla, pues ahí se
fundamenta la inspiración, la creatividad, el fuelle para hacer arte o llegar a
las estrellas.
Y de semejante realidad toma impulso un
hecho que también me asombra: gente incapaz de contrastar ciertas ideas con el
mundo circundante, con lo que se extiende más allá de su epidermis, uno que de
golpe aplasta la nariz y revienta
hígados sin misericordia.
Tengo amigos, conocidos, créeme, personas
refractarias a eso llamado insensatez, que a este kilometraje de sus crímenes
defienden todavía a Chávez, a Maduro, a Cabello, a William Saab y al gobierno
como un todo en nombre de la ideología que llevan incrustada hasta en la bilis.
Ideología, claro, que cobra carnadura en función de un universo fraguado a
través de los años: las peroratas de Fidel Castro, el resentimiento de la
izquierda carnívora latinoamericana, las cancioncitas de la Trova, las
estupideces de los gringos en política exterior durante la Guerra Fría, más
algún tardío romanticismo heredado de las gestas libertadoras. Lo anterior
genera una premisa: gente como Hugo, como Evo, como Nicolás o como Lula son nada
menos que neoindependentistas, los muchachos de la película, los últimos refresquitos
del Sahara, mandamases por obra y gracia del ideario revolucionario que
sembrará el Paraíso en la Tierra y por ello dignos de culto, de corona y de cetro.
Y lo anterior genera además ruda conclusión: como no espabilan los pobres,
soberbio coñazo les espera al caer de esas alturas.
Siempre me he preguntado por qué Neruda
cantó loas a Stalin, por qué Heiddegger murió con el carnet de nazi en los
bolsillos, por qué Michel Foucault o Walter Benjamin se inclinaron ante la hoz y el martillo, por
qué García Márquez defendió como nadie a los hermanitos Castro, por qué Carl
Schmitt, György Lukács y compañía sucumbieron a los cantos del poder despótico,
por qué Pablo Milanés y demás compañeritos de viaje ofrendaron su talento arrodillándoseles
a un dictador. Hace buen tiempo Mark Lilla escribió un libro (Pensadores temerarios, ed. Debate) cuya
fascinante realidad no termina de propiciar las respuestas necesarias, aunque
suponga esfuerzo extraordinario. De cualquier modo, la verdad es que los
pasadizos de la mente humana -la de los de a pie o la de individuos con demostrada
solvencia intelectual- no entrañan necesariamente aciertos, prudencia, cuidados
a propósito de sus quehaceres políticos, arrebatos, cegueras y debilidades frente a los poderosos. En fin, es preferible
que el recelo, la duda, el ceño fruncido estén presentes, de manera que el
alegre obsequio de cheques en blanco a dictadorzuelos e iluminados tan caro a
la feligresía revolucionaria en Latinoamérica, pierda impulso y más temprano
que tarde acabe sus días como maña deleznable que mucho daño, a tantos, llegó a
generar.
Tengo amigos que a estas alturas excusan a
Maduro, dan otra oportunidad a ese bebé de pecho llamado Diosdado, comprenden
el buenismo para nada que surfea en almas como las de El Aissami o Jorge
Rodríguez y, en fin, sueñan, como si de Bambi se tratara, que “la era está
pariendo un corazón”, según letra del no menos alcahueta Silvio. ¿Por qué? ¿Qué
razones profundas se deslizan bajo tales disparates? Me inclino por la evasión
de realidades circundantes, esas que están ahí, golpean duro, directo a las
machorras bolas, pero de algún extraño modo dejan inexplicable espacio para la
esperanza. Mis amigos sienten que el piso se les mueve de los pies, que las
certezas les estallan en la cara, que el lindo panorama trocado en rosadito por
la ideología fue a hacer puñetas lejos. Y no, eso no puede ser verdad. Eso no
puede permitirse.
Las locuras de un Chávez presidente, los crímenes
de Maduro y sus adláteres, los Derechos Humanos como papel mojado, el genocidio
a cuentagotas que sufre un país potencialmente riquísimo, el hambre, la escasez
y la enfermedad como hechos cotidianos son las consecuencias de un hacer desde
el poder devenido en camarilla pútrida, en piltrafa gobernante capaz de lo
impensable sólo para resguardarse otro día más en Miraflores. Un elefante
deambula por la habitación y algunos miran para otro lado. Dan por sentado que no
existe, juran que el mundo, debido al poder de sus anhelos, devendrá en lecho
de rosas.
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