Una biblioteca es un lugar de muchedumbres
e implica la sociedad secreta menos acompañada de este mundo. Toda biblioteca
mantiene para siempre una conexión especial con quien la posee donde los
guiños, las miradas cómplices y los encuentros, furtivos o no, están a un palmo
de distancia.
Los personajes de una biblioteca van y
vienen, deambulan por ella como les da la gana, y si afinas el oído y abres
bien los ojos puedes escuchar y ver el universo que llevan consigo. Allí, en esa
biblioteca que vas poco a poco construyendo durante años -durante la vida, para
ser exacto- entran de cabeza tus manías, frustraciones, deseos más íntimos o
verdades entrañables, es decir, se transforma en el lugar por el que pulula a
sus anchas tu alter ego, ese otro yo
que cuando menos lo esperas te mira de frente, te increpa, te patea el hígado y
termina por dar un portazo y largarse a beber cervezas con los amigotes.
Tengo un montón de libros en Venezuela,
bellamente ordenados y dispuestos -bellamente para mí, claro- y durante años me llamó la atención cierta
pregunta en torno a ellos lanzada a quemarropa por despistados de la peor
calaña: y usted, ¿los ha leído todos?
Es una pregunta con poco fundamento, más
allá del impulso que obliga a arrojarla en medio de una tremenda ingenuidad.
Cualquier biblioteca está compuesta por ejemplares leídos y por otros dejados a
medio leer -aquello de que no todo libraco es para ti nunca fue más oportuno y
cierto-, y lo más emocionante, por títulos que esperas engullir con prontitud.
De algún extraño modo eres un duende que proyecta el destino de tu biblioteca,
sus zonas gordas y áreas flacas, su estatura y fisonomía, de manera que ahí
perviven juntos y además revueltos nombres, solapas, autores, aventuras,
búsquedas, encuentros o desencuentros, símbolos, cálices que sólo tú degustas,
secretos por develar, fantasmas, ensoñaciones, cuyos desenlaces vas de a poco
esculpiendo sin saberlo. “¿Los ha leído todos?”, suena a cementerio. Es una
alusión simplona que deja entrever paredes forradas de libros cuyo único punto
de fuga es leerlos y luego enterrarlos. Nada más triste. Nada más alejado del
espíritu de una biblioteca.
Los hay hermosos, bien editados. Aunque
viejos o de segunda mano, te das cuenta del gusto con que fueron creados,
amasados, inventados. Los libros son almas pero también cuerpos, no cabe duda.
A veces los contemplo a cierta distancia, como quien disfruta de un atardecer,
y me doy cuenta de que en mis anaqueles hay también muchos fotocopiados, con
plásticos y resortes a modo de lomos. Cuánta fealdad, cuánta pérdida de belleza
en función del pragmatismo de un momento -los necesito y no los consigo,
desaparecieron de todos los catálogos, brillan por su ausencia hasta en las
librerías de viejo-. Sin embargo, tienen su razón de ser y en alarde de
grandeza entregan su cuota de existencia con nobleza, gallardía, humildad, en
aquel rincón poco vistoso de las tablas. Una biblioteca culmina siendo ese
espacio que contemplas, tocas y respiras a partir del yo interior que dice sí
o dice no, que yace feliz cuando se sabe instalado en medio de portadas, papeles,
humo de tabaco, lápices, polvo, cuadros, música que se cuela entre las páginas
en medio de un silencio que resuena por donde asomes las orejas.
Desde que vivo en la hermosa Quito me he
desprendido de mil y un objetos bastante fieles a mi vida antes de llegar aquí.
Y no pasa nada: es cosa de vivir y aceptar las reglas de juego. Te desprendes
de lo material como te quitas la camisa al final del día y se acabó. Pero los
libros, mi biblioteca, es un lugar que a estas alturas va siendo casi
imaginario, siempre incrustado en mis nostalgias a pesar de los pesares, en mi
necesidad de tenerla al alcance de la mano para impregnarme de su clima, de su ethos, de sus resonancias. “Sin la literatura la
ciudad, cualquier ciudad”, escribe Abilio Estévez, “no pasa de ser un conjunto
de barrios, de calles, de esquinas, de casas, de jardines. Es la literatura,
insisto, la que eleva una ciudad de ser una suma de edificios y de personas que
viven en ellos, a ser lo que se conoce verdaderamente por una ciudad”. Asimismo
es la literatura, con todas sus implicaciones y verdades, aquella que
transformas en el sound track de tu
existencia, la que da pie y cabeza, razón y sentido a eso que llega a
convertirse nada menos que en tu biblioteca. Y cuánta falta me hace.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario