Cerré los ojos, creí, emití un mantra, me
concentré como nunca y lo logré. Había llegado al lugar escogido, un tiempo en
el que apenas sabía de mí mismo y recordaba confortable, protegido, feliz.
Dice la psicología que los humanos son
bichos raros. Entre otros extraños comportamientos, tendemos a idealizar el
pasado y añorarlo como el mejor de los mundos. La perfección, si existe, vive a
sus anchas décadas atrás.
Camino de la mano de mi padre, de vez en
cuando me acaricia los cabellos, se
detiene para encender su pipa, entonces continuamos andando mientras de nuevo
siento cómo emite las palabras, esas erres guturales que me parecían la cosa
más extraña, cómo suelta sus ideas a manera de reclamos o consejos. Charlamos,
caminamos y charlamos. ¿De qué hablamos? No lo veo con claridad pero
seguramente responde a alguna duda, comenta cierta ocurrencia que le
manifiesto: increpa o señala o dice en función de mis ingenuidades. Soy un
niño, seis o siete años, y otra vez el humo del tabaco llega puntual, aparece
de inmediato, como si los minuteros se hubiesen detenido sin aviso.
Cambia el escenario y me encuentro con
ambos, padre y madre bajo un árbol frondoso, tendidos sobre la lona de un
camastro de esos que se usan en los campamentos. Hay brisa y hay sol, que da
calor y que enceguece. Mi madre cuenta una historia oscura que recuerdo a
medias, habla de un primo lejano, y mi padre sonríe quitándole importancia al
asunto para luego verme a la orilla de la playa en Cumaná, recogiendo piedras,
hermosas pero sobre todo extrañas -como
talladas a mano- y voy guardándolas en mi mochila con intención de colocarlas, ya en Upata,
sobre las tablas de mi biblioteca donde adornarán durante años.
Mencioné arriba que cerré los ojos, que
creí, que emití un mantra y que me concentré hasta lograrlo. Viajé en el tiempo
sin máquina, sin física cuántica o como diablos se diga y sin Einstein de por
medio. Qué teorías de la relatividad, qué E=mc al cuadrado ni qué ocho cuartos.
Había viajado al pasado y apenas escapaba de mi asombro. Y no es para que te
rías, para que me mires como a loco de pueblo o eches a un lado con desdén esto
que lees. Viajé al pasado en cuerpo y alma y fui el protagonista de un sueño
albergado desde siempre.
Es verdad que somos bichos raros,
enigmáticos hasta la médula, impredecibles.
Es verdad que de un manotazo enviamos el hoy a los infiernos e
idealizamos las horas que acaban de escurrirse entre los dedos, amenazando reventar
ese espejo que tenemos por lo general enfrente. La nostalgia del pasado, así
es. Somos hombres nostálgicos más que hombres sapiens, hombres ludens,
hombres videns y demás cantinelas parecidas. Saudades
andantes, morriñas de pie a cabeza, qué le vamos a hacer.
He viajado en el tiempo, créelo de una
buena vez, con la buena fortuna de hallar a esta edad cuanto dejé en épocas que
ya no vuelven, que busqué a diario y que sólo pude acariciar gracias a ciertos
vericuetos de la memoria, señora bien trajeada que puede obsequiarte el streptease con más morbo sobre la faz de tus anhelos.
Estuve ahí, regresé a esos días de oro
encarnados en quince minutos de gloria. El pasado es incapaz de repetirse, de
emerger otra vez porque como la vida misma no se construye en borrador, es
decir, vives tu presente, lo engulles y lo
escupes y un instante después vas por otro distinto, hasta el último que
llegará acompañado de tu lápida. Y se acabó. El único viaje, el verdadero, es
el de aquí y ahora. Logré irme años atrás para corroborarlo. Queda evocar, nada menos que la remembranza, regalo de los dioses para voltear y mirar, para hallarte vivo entre
espacios irrecuperables.
1 comentario:
¡Excelente artículo! Te invito a que eches un vistazo a estos regalos vikingos, un saludo
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