Los sueños, Segismundo, sueños son. Creí
aprender tal sentencia ya de grande, luego de puños y patadas que la vida regala
a borbotones. Es que soy profesor universitario y desde niño quise ser
cantante. No uno como los demás sino alguien distinto, único, capaz de parecerme
a los Beatles pero en buena medida
diferente, con pizca de Mick Jagger pero manteniéndome a distancia, digno de
Sinatra pero sin enredarme en sus zapatos. Así crecí y con ello tuve la certeza
-intuición de imberbe, que ya es bastante- de que lo demás era cuestión de
tiempo, de cargarme de paciencia mientras los minuteros daban la cara al porvenir.
He dicho certeza, sí, de luces parpadeantes, guitarras clásicas o electroacústicas,
decibeles y álbumes con mi rostro impreso ahí, feliz e imperturbable, mirando
al infinito como en pagana anunciación: la de sonidos jamás antes emitidos, la
de músicas que trepan el aire para hechizo de cualquiera.
Camino hacia el liceo y una lata de naranja
hit sirve para marcar el son. Avanzo, mochila al hombro, y el balón de aluminio
que golpeo -juro que es la batería de Ringo Starr- termina aplastada junto a vasos de yogurt, cartones
de leche Indosa y paquetes arrugados de cigarrillos Astor. He querido ser cantante
y la puerta principal del Instituto San Antonio, en la Upata de mi
adolescencia, se transforma en línea que separa de su público al artista listo para salir al
escenario, ávido de acordes, fuegos de
artificio, ritmos a fuerza de cadera y percusión.
Entonces, ciertas realidades aplastan la
nariz. La hora de la verdad cae como una losa y terminar bachillerato supone la
gran prueba de fuego, es decir, tomar de una vez los instrumentos por asalto. Y
los instrumentos, más que de cuerdas o de viento, dijeron aquí estoy yo en
forma de letras, párrafos, signos de
puntuación y hojas impresas. Si la música cabe en una partitura, llegué a la
conclusión de que eso mismo podría ocurrir con la literatura, y también con la
filosofía, asunto que si bien no implica copia fiel de cuanto había soñado, era
sin dudas una aproximación más que decente. Por eso siempre Cortázar me pareció
un fenómeno del rock -qué jazz ni qué ocho cuartos, qué improvisar en torno al
papel en blanco ni qué zarandajas por el estilo-. Cortázar es rock puro y
duro, ácido por donde lo mires. Coge otra vez Las babas del diablo, escucha
bien Continuidad de los parques, pónle atención a Queremos tanto a Glenda y
déjate de tonterías. ¿Úslar Pietri?, pues sin discusión música sacra, ¿Manuel
Puig?, lleva a Morricone en los bolsillos, ¿Severo Sarduy?, bolero de cabo a
rabo y listo, se acabó. Parece mentira pero ahora que lo noto Ednodio Quintero
suelta una especie de joropo entremezclado a ratos con gaita zuliana. Montejo
hace de las suyas con un piano en tempo adagio y presto. Argenis Rodríguez sabe
a vieja Trova, Ángel Gustavo Infante es vallenato cristalino -un Pastor López
dándole pachanga a las historias-. ¿Capisci?,
hay cercanía y hay puntos de contacto, mi estimado. Hay música, filosofía, literatura
y viceversa, todas para una y una para todas así que ánimo compadre, suenan los
timbales como nunca.
De niño quise ser cantante y aunque le
busqué la vuelta a lo que hago, lo que hago terminó siendo distinto. De
niño quise ser cantante y mírame, preparo clases, dicto seminarios, escribo
artículos científicos. Hay que ver, a veces llego a creer que fracasé, que
cargo la derrota sellada en la cara, que soy un fiasco de pe a pa, lo que
genera días de desazón y de tristeza. Pero en otros lances, como ahora, tomo
las cosas con calma, pienso, cuento hasta cien, cierro los ojos y me miro, me
contemplo, después de todo el aula es mi tablado, mi proscenio, un espacio lleno de almas hasta
reventar propinándose codazos en plan apártate porque este concierto lo he
esperado siempre, porque este concierto sí que no lo perderé jamás. Y de
seguidas escucho los aplausos, desde el escritorio alzo la vista y apenas puedo
distinguir la muchedumbre, encandilado por las luces. Ni Van Halen, ni Michael
Jackson, mucho menos Elton John, nadie como yo en el perfomance que desde el
salón B5, segundo piso a la derecha -ahí frente a la fotocopiadora- llevo
adelante sustentado en Kant, Sócrates, Bobbio o Stuart Mill.
He cumplido a mi manera -haces que me
acuerde de My way-. Lo compruebo
gracias al chorro de octanaje que satura mis arterias, que incorpora más
latidos al ritmo normal del corazón, todo a punto con los focos y los
altavoces, el vestuario, los ensayos y, maravilla por donde metas el ojo, esa
puesta en escena cada lunes, miércoles y viernes de cuatro a siete de la noche
aquí en el piso dos. Quién lo hubiera sospechado, los presocráticos en do
mayor, Tomás de Aquino o San Agustín en clave sinfónica, ciertos ilustrados en
coro operístico que para qué te cuento. Es que créeme, es la purísima verdad,
quién lo hubiera imaginado. Los sueños, Segismundo, ¿sueños son?
No hay comentarios.:
Publicar un comentario