En un debate televisado Felipe Mujica,
político venido a menos en las lides de Venezuela, llama homosexual al escritor
Gustavo Tovar Arroyo, quien lo interpela a raíz de sus últimas actuaciones
frente a la corporación criminal encabezada por Maduro.
No encuentra el señor Mujica otro modo de
descalificar a su oponente que a través del subterfugio ad hominem. Como el político en cuestión se ve desnudo, sin argumentos
para continuar la defensa de lo que cree justo -su punto de vista a propósito
de la discusión que sostiene- entonces escupe la mesa y saca las pistolas.
En el largo recorrido del Homo sapiens y antes del Siglo de las
Luces lo normal, lo aceptado por la mayoría, lo que no ameritaba diatribas
mayores era justo cuanto ha llevado a cabo Mujica: excluir, discriminar,
pretender invisibilizar, aplastar al otro en función de razones espurias, es
decir, erigir el abuso, justificar la práctica de hacer lo que me venga en gana
porque soy más fuerte, más rico, más blanco, más poderoso que tú.
En proyección histórica, apenas desde hace
un puñado de años el bicho humano se percató de su error. El otro, ese tú que
tienes enfrente y que resulta imprescindible para construir un nosotros, hace las
veces de palanca impulsora cuyo punto de fuga es la convivencia, armonía, equilibrio
y, en fin, procura de lo que llamamos civilización. Ideas reñidas con lo que
hemos logrado hasta hoy en materia de Derechos Humanos, reconocimiento de la
alteridad e individualidad -soy maricón, ateo, madrilista, de los Yankees,
comunista o liberal porque me sale de los cojones- es innegable que existen
todavía a lo largo y ancho del vasto mundo. No obstante, el horizonte se
perfila claro: en la modernidad tu vida privada es básicamente eso, tu jodida
vida privada, de manera que si no perjudicas a terceros ni violas ley alguna,
transitas por ella según tu real entender y proceder. Y punto, y se acabó. Los
mujiquitas de cualquier pelaje bien pueden largarse a hacer puñetas al
infierno.
Gustavo Tovar Arroyo, un caballero cuyas
inclinaciones artísticas, gastronómicas, sexuales o lo que sea deben importarle
un rábano a nadie, expuso sus ideas en el debate y éstas le cayeron como patada
en la ingle a don Felipe. Peor para él. Con toda razón el primero se limitó a
llamarlo bruto, además de imbécil -yo
habría escogido epítetos menos agradables-, encima de dejarlo en cueros cuando
de intercambio de opiniones se trata. Que en trajines intelectuales te pateen
el culo en buena lid no debería dar pie para que emerja, de golpe y porrazo, el
perfecto bellaco que llevas por dentro. Menuda reacción. Vaya estólida
demostración acabó haciendo este individuo.
Con sus luces y sombras siempre me he
sentido afortunado por vivir en la época que vivo. Comulgo con los valores
occidentales -escoger la orientación sexual que te salga de la entrepierna es
uno de ellos-, los cuales han costado sangre, sudor y lágrimas, y los defiendo
y los promuevo a pesar de Felipe Mujica y sus entrañas cavernarias. Paso la
página. Son tiempos, éstos, que reclaman más y mejores batallas. He dicho.
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