10/11/2019

Quito, justo ahora


    Vivo en Quito desde hace tres años y hoy cabe de lleno en mis entrañas. Llegar a una ciudad supone un movimiento originado en varios flancos, por lo que llegar a una ciudad implica hacerlo desde la alegría, la obligación, el dolor o la esperanza. En mi caso, todo ello perfiló razones válidas para hacer el equipaje.
    Es verdad que la nostalgia crea nido incluso antes de que el viaje cobre carnadura. Somos animales nostálgicos porque el centro de nuestra condición en gran medida pasa por la necesidad de evocación, punta de lanza a la hora de labrar identidad, mantener afectos y darle un manotazo a esa señora que llamamos desmemoria.
    Llegué a la mitad del mundo un veintinueve de septiembre del año dos mil dieciséis. Camila y Daniel andaban de mi mano. Ana Luisa, mi esposa, arribaría un mes después. Veinticinco días atrás la Pontificia Universidad Católica del Ecuador me daba luz verde para recoger los trapos: había obtenido una plaza como profesor luego de presentarme a concurso gracias al mundo virtual y aquí estaba, plantado en tierra extraña un día antes de mi cita con las autoridades de la Facultad. Eran las ocho de la noche.
    La incertidumbre siempre hace de las suyas, por lo que fue casi imposible descansar. Al amanecer me acerqué a la ventana y un océano de edificios, entre neblina y llovizna sin fin, se extendía como si nada. Ya en la calle el viento helado, unas montañas elegantes, ese ir y venir de la gente ignorándome en su día a día me hicieron sentir bien. Poco a poco comprobaba la nueva realidad. Era un extranjero, debía arreglar papeles, decodificar el entramado en el que estaba y, en fin, acomodarme lo mejor posible al nuevo espacio.
    Una ciudad -esa que puedas llamar tuya-, o cuando menos la idea que de ella me he forjado, pasa por asemejarse al lugar que reviste de algún modo tus expectativas. Si éstas se ven mínimamente incluidas, respiras tranquilo, vislumbras futuros más amables, descubres en ese mismo instante guiños que calan en tu espíritu. La ciudad de Quito, una geografía desconocida horas antes, implicó amor a primera vista. Como en las películas cursis, como esas puestas en escena que ipso facto te dibujan una sonrisa de desdén. Poner pie en ella y comenzar a recorrerla supuso sin embargo aceptación inmediata. Estuve seguro, no me preguntes por qué, de que las cosas estaban en su sitio. Pude haber jurado que todo marcharía de lo mejor.
    Siempre deseé regresar a la Mérida de mis tiempos universitarios, especie de Ítaca que me ha llevado -y me lleva todavía- más de los veinte años que Odiseo necesitó para volver. Ahí fui feliz, quise quedarme, hallé a una mujer, aprendí a conocerme un poco más y dejé amigos que hasta el sol de hoy han dicho hola buenas, pasa adelante, cuando he tocado  a sus puertas. La literatura, el cine, la farra a punta de música y cerveza, baile, decepciones y anhelos de  cualquier pelaje rondaron al alcance de la mano. Alirio Pérez Lo Presti, Mariano Nava, José Rodríguez, Lis Torres, Lubio Cardoso, María Fuentes, Jesús Alberto López, Juan Sebastián Rodríguez, gente que sabía trocar pedazos del minutero en amistad pura y dura aún forman parte de mis posesiones más profundas.
    Así, en Quito, los pasos iniciales se convirtieron en regreso a los orígenes, ámbito en el que aprendí a ver en la ciudad una extensión de la casa, del nicho infantil o adolescente cargado de fútbol, patineta, novias furtivas y sueños tramados para cuando asomara la adultez. Quito trajo de inmediato remembranzas que llevaban rato hundidas en el pozo de lo tantas veces ansiado y  tantas veces confinado al pasado, hecho extraño  que en buena hora vino a aparecer, ya con la amenaza de concreción inesperada, sorpresiva, fabulosa. Justo cuando el desarraigo toca el portón sin solicitar permiso, dos ciudades se abrazan en casi idéntico horizonte.
    Durante tres años la experiencia no ha variado un ápice. Semejante diálogo fructífero, tan sencillo y mágico como evocar o soñar continúa vivo. Una ciudad y otra juegan al gato y al ratón, buscándose, hallándose en rincones escondidos, desencontrándose después y volviendo a hurgarse mutuamente, de modo que la nostalgia, asunto de lo más curioso, envuelve con su aliento traducido en país y en época ya ida -de aulas universitarias, habitaciones baratas, vida estudiantil, mochilas y cuadernos- y deja a su vez la estela de sosiego tan necesario en momentos lejos del lugar amado.
    Entonces aquí, justo ahora, Venezuela cabe en una acera, un café o el libro de turno que llevo bajo el brazo. Más de una vez, sentado en cualquier terraza con el marrón enfrente, novela a mano, agua mineral y tabaco, los atardeceres bien podrían ser alguno en Margarita, Upata o Puerto Ordaz. El dolor y los crímenes que ha soportado mi país tienen la particularidad de inmiscuirse hasta en lo que suponía más refractario a ellos: cuando Heinrich Böll o Thomas Mann se desmigajan entre los dedos a las cinco en punto de la tarde, pienso, rememoro, me hundo hasta lo indecible en una Venezuela que, ultrajada durante veinte años de inquina, insiste en continuar de pie, erguida, entre heridas abiertas y cicatrices supurantes.
    Pero decía arriba que desde el primero de mis días en Quito la complicidad apareció como fantasma en las esquinas, en los buses, en la universidad, en el frío de una ciudad donde he hallado amistad, trabajo, refugio, motivos para hacer de los recuerdos el amasijo de afectos que son también terapia, puesta al día en función de lo que he sido y soy. Y es una verdad monda y lironda. Nunca como en estas horas me doy cuenta de que ha sido bueno andar tantos kilómetros para corroborar que estés donde estés y pase lo que pase, la maleta que llevas contigo termina por increparte cuando te miras al espejo y ahí apareces, ahí te ves de cuerpo entero: perteneces a un lugar, cargas tus memorias y tus muertos y el mundo te alberga sin que dejes de anhelar aquel espacio donde una vez todo comenzó. Es una verdad y es un alivio compartirlo. Tres años después lo confirmo a plenitud.

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