Vivo en Quito desde hace tres años y hoy
cabe de lleno en mis entrañas. Llegar a una ciudad supone un movimiento
originado en varios flancos, por lo que llegar a una ciudad implica hacerlo
desde la alegría, la obligación, el dolor o la esperanza. En mi caso, todo ello
perfiló razones válidas para hacer el equipaje.
Es verdad que la nostalgia crea nido
incluso antes de que el viaje cobre carnadura. Somos animales nostálgicos
porque el centro de nuestra condición en gran medida pasa por la necesidad de
evocación, punta de lanza a la hora de labrar identidad, mantener afectos y darle
un manotazo a esa señora que llamamos desmemoria.
Llegué a la mitad del mundo un veintinueve
de septiembre del año dos mil dieciséis. Camila y Daniel andaban de mi mano.
Ana Luisa, mi esposa, arribaría un mes después. Veinticinco días atrás la Pontificia Universidad Católica del Ecuador me daba luz
verde para recoger los trapos: había obtenido una plaza como profesor luego de
presentarme a concurso gracias al mundo virtual y aquí estaba, plantado en
tierra extraña un día antes de mi cita con las autoridades de la Facultad. Eran
las ocho de la noche.
La incertidumbre siempre hace de las suyas,
por lo que fue casi imposible descansar. Al amanecer me acerqué a la ventana y
un océano de edificios, entre neblina y llovizna sin fin, se extendía como si
nada. Ya en la calle el viento helado, unas montañas elegantes, ese ir y venir
de la gente ignorándome en su día a día me hicieron sentir bien. Poco a poco
comprobaba la nueva realidad. Era un extranjero, debía arreglar papeles, decodificar
el entramado en el que estaba y, en fin, acomodarme lo mejor posible al nuevo
espacio.
Una ciudad -esa que puedas llamar tuya-, o
cuando menos la idea que de ella me he forjado, pasa por asemejarse al lugar
que reviste de algún modo tus expectativas. Si éstas se ven mínimamente
incluidas, respiras tranquilo, vislumbras futuros más amables, descubres en ese
mismo instante guiños que calan en tu espíritu. La ciudad de Quito, una geografía
desconocida horas antes, implicó amor a primera vista. Como en las películas
cursis, como esas puestas en escena que ipso
facto te dibujan una sonrisa de desdén. Poner pie en ella y comenzar a
recorrerla supuso sin embargo aceptación inmediata. Estuve seguro, no me
preguntes por qué, de que las cosas estaban en su sitio. Pude haber jurado que
todo marcharía de lo mejor.
Siempre deseé regresar a la Mérida de mis
tiempos universitarios, especie de Ítaca que me ha llevado -y me lleva todavía-
más de los veinte años que Odiseo necesitó para volver. Ahí fui feliz, quise
quedarme, hallé a una mujer, aprendí a conocerme un poco más y dejé amigos que
hasta el sol de hoy han dicho hola buenas, pasa adelante, cuando he tocado a sus puertas. La literatura, el cine, la
farra a punta de música y cerveza, baile, decepciones y anhelos de cualquier pelaje rondaron al alcance de la
mano. Alirio Pérez Lo Presti, Mariano Nava, José Rodríguez, Lis Torres, Lubio
Cardoso, María Fuentes, Jesús Alberto López, Juan Sebastián Rodríguez, gente
que sabía trocar pedazos del minutero en amistad pura y dura aún forman parte
de mis posesiones más profundas.
Así, en Quito, los pasos iniciales se
convirtieron en regreso a los orígenes, ámbito en el que aprendí a ver en la
ciudad una extensión de la casa, del nicho infantil o adolescente cargado de
fútbol, patineta, novias furtivas y sueños tramados para cuando asomara la
adultez. Quito trajo de inmediato remembranzas que llevaban rato hundidas en el
pozo de lo tantas veces ansiado y tantas
veces confinado al pasado, hecho extraño
que en buena hora vino a aparecer, ya con la amenaza de concreción
inesperada, sorpresiva, fabulosa. Justo cuando el desarraigo toca el portón sin
solicitar permiso, dos ciudades se abrazan en casi idéntico horizonte.
Durante tres años la experiencia no ha
variado un ápice. Semejante diálogo fructífero, tan sencillo y mágico como
evocar o soñar continúa vivo. Una ciudad y otra juegan al gato y al ratón,
buscándose, hallándose en rincones escondidos, desencontrándose después y
volviendo a hurgarse mutuamente, de modo que la nostalgia, asunto de lo más
curioso, envuelve con su aliento traducido en país y en época ya ida -de aulas
universitarias, habitaciones baratas, vida estudiantil, mochilas y cuadernos- y
deja a su vez la estela de sosiego tan necesario en momentos lejos del lugar
amado.
Entonces aquí, justo ahora, Venezuela cabe
en una acera, un café o el libro de turno que llevo bajo el brazo. Más de una
vez, sentado en cualquier terraza con el marrón enfrente, novela a mano, agua
mineral y tabaco, los atardeceres bien podrían ser alguno en Margarita, Upata o
Puerto Ordaz. El dolor y los crímenes que ha soportado mi país tienen la
particularidad de inmiscuirse hasta en lo que suponía más refractario a ellos: cuando
Heinrich Böll o Thomas Mann se desmigajan entre los dedos a las cinco en punto de
la tarde, pienso, rememoro, me hundo hasta lo indecible en una Venezuela que,
ultrajada durante veinte años de inquina, insiste en continuar de pie, erguida,
entre heridas abiertas y cicatrices supurantes.
Pero decía arriba que desde el primero de
mis días en Quito la complicidad apareció como fantasma en las esquinas, en los
buses, en la universidad, en el frío de una ciudad donde he hallado amistad,
trabajo, refugio, motivos para hacer de los recuerdos el amasijo de afectos que
son también terapia, puesta al día en función de lo que he sido y soy. Y es una
verdad monda y lironda. Nunca como en estas horas me doy cuenta de que ha sido
bueno andar tantos kilómetros para corroborar que estés donde estés y pase lo
que pase, la maleta que llevas contigo termina por increparte cuando te miras
al espejo y ahí apareces, ahí te ves de cuerpo entero: perteneces a un lugar,
cargas tus memorias y tus muertos y el mundo te alberga sin que dejes de anhelar aquel espacio donde una vez todo comenzó. Es una verdad y es un
alivio compartirlo. Tres años después lo confirmo a plenitud.
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