Hay quienes compran libros por moda, por
las carátulas o por el simple goce de leer. Tengo un primo que cumple con lo
anterior y un poco más.
A ver, el hombre es un lector consumado -todo
hay que decirlo-. Me agrada visitarlo, o encontrarlo en un café y disfrutar de
su sapiencia. Se trata de un versado no sólo en obras literarias sino en el
celofán que las envuelve, es decir, flashes, tintineos de copas y la crème de la crème alrededor. El “contexto”,
como diría algún crítico enarcando las cejas.
De modo que entre un macchiato y un cigarrillo suelta el último chisme del mundillo en
cuestión. Mientras pide la cuenta y se acomoda la bufanda para irnos, en un
chasquido torpedea la mala leche que infecta a escritores, academia, canon y vedettes. Y así. Me gusta escucharlo, la
paso bien entre el comentario genial sobre los cuentos de Monzó, pongo por
caso, y uno que otro escupitajo hecho bilis contra, según afirma, los rastrojos
del ambiente literario en nuestros días. Fuego de artificio con mira
telescópica.
Pero decía arriba que mi primo compra
libros por varias razones, y la principal, la que más llama mi atención,
obedece a cierta costumbre tan extraña como alucinante. Mi primo lee novelas,
relatos e incluso poemas porque se sabe personaje en todos ellos. Jura que es
capaz de albergar esas piezas tan ajenas
a su mundo y circunstancias y está convencido de que encarna el espíritu de cuanto
sin su intervención apenas pasaría de la hoja impresa, la imaginación sin más o
el puro intelecto transformado en arte.
Con cada obra que despacha vive de
inmediato la trama que el autor perpetra. Lleno de sorpresa, uno a uno reconozco
qué montaje lleva a cabo, cuál idiosincrasia va comiéndole hasta las entrañas. El
otro día tuve ante mí a Aureliano Buendía, tal cual, vivo y entero como
diciendo mírame, asómbrate, diviértete pedazo de imbécil, y yo lelo miraba, me
asombraba y también me divertía en medio del prodigio a un palmo de mis frías narices.
Ha pasado con Tiresias, el ciego augur de la Odisea, ocurrió con Oliveira, de Rayuela, y vi al escritor Nathan Glass, de Paul Auster en su Brooklyn follies, hacer y deshacer
mientras me acercaba hasta la barra para pedir cerveza en un bar del centro en
Quito. Por si fuera poco, reí a mandíbula batiente con las ocurrencias de
infinitos personajes de Nazoa.
Mi primo dice que lee libros, los mastica y
saborea porque cada uno de sus días es la magnífica alucinación de quien los inventó: un
escritor al otro lado del espejo capaz de imaginarlo muy campante haciendo siempre
esto que hace. Entonces fíjate -nunca jugaría con algo así- basta observarlo
dos minutos para comprender, para corroborar perplejo cómo se materializa el
ser que de golpe gana forma, identidad, carnadura y lugar en este mundo. Aquiles,
La Maga, Jean Valjean, pónle el nombre que te dé la gana. Ahora que lo pienso es
raro, pero lo anterior ocurre nada más en el plano literario, jamás vi metamorfosis
parecida desde el cine, el teatro o series de t.v. Qué se le va a hacer.
La otra vez le di uno de mis libros con la
intención de averiguar qué iba a ocurrir. Ya en la mesa del café pues nada, no
sucedió nada y lo peor fue que empecé a notar cómo de pronto se materializaba Samuel
Riba, personaje novelesco de Enrique Vila-Matas que resultó el colmo del
desprecio, de la humillación en el mero centro del ego literario. Callé,
permanecí absorto en un silencio que casi se podía tocar y antes de apurar el
último sorbo del americano grité, con toda la furia pertinente, que semejante
individuo, un tipo como Riba, no le iba en lo absoluto, no le calzaba para
nada, no le lucía de ningún modo posible. Es más, Riba era un fiasco, un
fracaso tan rotundo como deplorable. Me llamó envidioso, falso, embustero, saco
de mediocridad y otras lindezas. Arrojó un billete sobre la mesa y se largó.
Volví a verlo hace poco, nos abrazamos como
si nada y habló de un par de libros que en esos días releía con devoción.
Entonces, poco a poco fue ganando nitidez el monstruo, una sombra al comienzo,
especie de Frankenstein con retazos de Medea y el Satanás de Milton. Dejé las
cosas como estaban y salí en volandas. Todavía hoy no he vuelto a saber de él.
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