Como les he contado antes, me gusta
sentarme en los cafés a contemplar, a ver pasar la vida. En ellos pienso,
escribo, leo, y a lo largo de los años terminé siendo fiel a algunos pocos.
En Upata, Puerto Ordaz o Caracas hice de
cuatro o cinco ese lugar al que llegas,
tomas asiento, enciendes tu tabaco y las cosas empiezan a perfilarse de otro
modo. En París hubo uno, Terrasse 17, donde acudía todas las noches a leer en
una mesa con dibujos surrealistas de lo más llamativos. En Quito tengo unos
cuantos que no cambio por nada a estas alturas.
Pero ninguno como el café de Jaramillo, en
la entrañable Mérida. Viví los años universitarios en esa ciudad, que también
fue un hogar -no cualquiera merece el sustantivo-. En la avenida 4, en pleno
centro y a media cuadra de la plaza, el café de Jaramillo apenas se distinguía.
Mínimo, sin aviso que lo identificara, sólo si mirabas hacia adentro por la
única puerta de entrada y de salida te percatabas del asunto. Café de tres
metros por cuatro, par de mesas, barra humilde e iluminación precaria.
Ahí, en el pasillo formado entre aquella
barra y la pared de fondo hallabas de pie a Jaramillo. Hombre de mundo afincado
en una Mérida que lo atrapó por su belleza, conversador, cascarrabias, lanzaba
improperios cada diez minutos a fiscales de tránsito que hacían sonar sus pitos
desde la vereda. En uno de sus extremos,
sobre la barra, la máquina para el café daba cuenta del espacio como una
extraña nave sideral. Era una Gaggia viejísima que en aquellos tiempos debió
tener más de cuarenta años y vomitaba sin pudor el peor café sobre la faz de la
Tierra. Pero qué importaba eso, el café de Jaramillo era mágico por donde lo
vieras y al poner tus zapatos en él accedías a otra dimensión. Todo ayudaba en
un escenario de película: el aroma del grano molido, la estampa literaria del
dueño -como salido de un cuento de Cortázar-, los afiches, cuadros, avisos
publicitarios en las paredes y la Gaggia, rodeada de un vapor que jamás se
disipaba. En fin.
Cada tarde acabé yendo a ese lugar
fantasmagórico por el sencillo placer de conversar con aquel hombre y verlo
metamorfosearse en mil individuos diferentes. Gentleman cuando los interlocutores daban para ello, viejo de muy
malas pulgas si quienes pedían una Pepsi eran colegiales alborotadores, galán
piropero en medio de señoras de buen ver, y así. El café intragable del monstruo
sobre la barra apenas era un mal menor porque Jaramillo pasó a ser la parada
necesaria a las cinco de la tarde. En sus mesas polvorientas escuché,
presencié, tuve frente a mis narices el teatro de lo más genuino multiplicado
por cien.
A un lado el Santa Rosa, amplio y cómodo,
entraba de lleno en el imaginario de lo que entendemos por el típico establecimiento
de un café venezolano. Muchas veces, mientras pasaba frente a él, vi a Ednodio
Quintero íngrimo y solo, con su taza y su cigarro y su rostro hundido en
pensamientos quizás soñando un cuento. Si caminabas algunos metros hacia la
plaza y atravesabas la calle, te dabas de bruces con el Rodos, éste sí, café
pomposo con terraza y pretensiones que para entonces poco llamaban mi atención.
Cuando terminé los estudios dejé Mérida y
por cuestiones académicas regresé ocho años después. Llegué a un congreso en el
Instituto de Investigaciones Literarias de la Universidad de Los Andes, espacio
al que aparte de lo profesional me unían afectos muy profundos. La ciudad que
me había marcado desde mil horizontes continuaba ahí, cálida y hermosa, lista
para saborearla como lo había hecho tanto tiempo atrás. Vagué por la avenida 4,
busqué con ansias el café de Jaramillo como si nunca me hubiera ido, como si
aún el estudiante que fui, mochila al hombro, se dirigiera una tarde cualquiera
a ese recinto novelesco. El Rodos lucía igual, el Santa Rosa permanecía en su
sitio y el café de Jaramillo, cerrado ahora, dejaba ver un anuncio comercial
sobre el marco de la puerta. Era una tienda de pantaletas, sostenes, perfumes
baratos y bisutería. Estuve contemplando un rato, volvieron los recuerdos, entonces
seguí mi camino. Había acabado un mito.
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