Jejeje, y se equivocan, por supuesto. Juro
y rejuro que este mundo posee menos compartimentos estancos de los que te
imaginas. Lo uno y lo otro viven abrazados, besuqueándose a plena luz del día y
allá tú si esperas la noche, sus embrujos, sus mitos o sus sombras para darte
de bruces con lo inesperado.
En lo que a mí respecta -como diría un señor
muy serio y para remate rascándose las barbas y enarcando mucho las cejas- soy
la abstención completa en tales menesteres. Traducido a mi lengua: conmigo no
cuenten para eso. A diario lo más raro del universo cabe entero por la hendija
de lo cotidiano, de modo que olvídate de lo demás: a mediodía, a cualquier hora
de la tarde o mientras disfrutas del café luego del almuerzo ahí está, la caja
de Pandora libera sus aromas, suelta sus demonios, entra de cabeza -por puerta
principal o por ventanas- a la sala y se acomoda sin vergüenza en el sofá
frente a la tele. Dime tú qué le vamos a hacer.
De niño tenía la seguridad de que la vida era
un gigantesco plató de filmación. Cuanto hacías o dejabas de hacer siempre iba
a parar al lente de una Sony, manejado con habilidad por el Fellini de turno,
así que vivir consistía en sumergirse hasta las narices en una película sin fin.
Después me dio por pensar que en la calle todo automóvil implicaba la versión
menos humana de ciertos personajes conocidos. Mirar de frente al Ford Fairlane
78 impresionaba por el parecido con el tío Francisco. El parachoques, los
focos, la cara del Fiat Superfiorino del 80 expresaba el vivo retrato del primo
Edgar, y así.
Más adelante, quizás a los once o doce años,
gocé encontrando a mis actrices favoritas. No me lo creerás pero en la calle
Miranda de Upata, justo a media cuadra de la plaza, topé de frente con Ursula
Andress. En cierto punto del mercado, por la esquina de la Ayacucho, noté que
caminaba hacia mí nada menos que Uschi Digard, con sus piernas de infarto, culpable
de sueños eróticos a diario. Y sólo para darles otro ejemplo, en plena
adolescencia me divertí hasta lo indecible sentado en algún banco y mirando los
zapatos de algunos caminantes. Imaginaba el rostro de la joven, del chiquillo andando
con su madre o de ese anciano que lucía bastón, anteojos y mocasines brillantes
y de trenzas. Al cerrar los ojos y soñar fisonomías, y luego abrirlos, tenía
enfrente la cara que daba por exacta mi elección. Créeme que todavía hoy
experimento asuntos similares pero no, qué va, olvídate de que los cuente aquí.
Hay escritores, pongo por caso, que se
dicen hacedores de historias sobrenaturales. Bien por ellos. A mí me parece un
disparate semejante afirmación, sobre todo cuando la rutina, esa señora
desdentada tan llena de bostezos para tantos, en verdad acaba por obsequiarte
una patada en la nariz. Leía el otro día
a Juan José Millás y como liebre saltó a la palma de mi mano una frase que fue
bala en el centro de la diana: “existen autores que buscan la puerta de lo
fantástico. Yo busco la puerta de la realidad”. Entonces dije hay que ver, mira
a este individuo que anda por ahí con muchísimo en común contigo, y qué bueno y
qué divertido sería convidarlo a un café, a una cerveza o lo que sea, mientras
enciendes tu tabaco y charlan de lo que les dé la gana.
Aquí, sentado en esta mesa que da al fondo
de una terraza adornada con calefactores llamativos y macetas de flores
apiñadas, distingo a un hombre embutido en sobretodo negro. Lleva lentes, hojea
el periódico, usa bufanda gris y observo un libro -no alcanzo a leer cuál- a un
lado de su taza. Juan José Millás goza tanto de la tarde como yo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario