La anatomía humana se luce en las piernas
de una mujer. Salir a la calle supone en ocasiones sentarse a contemplar, y
hacerlo es en mi caso darme de frente con la estética femenina traducida en
carne y huesos. Que unas piernas, cruzadas o no, erguidas o no, bronceadas o no, lleven el enigma a cuestas, existan con
la música de fondo que más se parece a una nota de violoncello, a un solo de
trompeta, a una descarga de piano, hace que el hecho simple de observarlas, de
verlas pasar, cobre ribetes casi místicos a la espera del verde en el semáforo.
Basta salir a la calle y morir arrollado
por las piernas de Sheila o de Laura en el mercado, a un paso del parque al que
te diriges con tus hijos, a dos metros de tu turno para usar el cajero de
Banesco, y entonces te das cuenta, la seguridad de que existe el Paraíso te
agarra por el cuello mientras Laura ríe a sus anchas y Sheila continúa su andar
como si nada. La otra vez me senté en un banco de la plaza y columnas
troncocónicas embutidas en sandalias y a veces en zapatos altos me llevaron a la Atenas de Pericles. Las
piernas de una mujer tienen mucho de grecolatinas, la verdad sea dicha, y quien
lo ponga en duda nada más échele un vistazo a las esculturas de Fidias para
comprobarlo. Hay que ver, él pone su firma a diestra y a siniestra.
En esos monumentos griegos que
son las piernas de una mujer en su vaivén está la piel al aire libre, o el
nylon de unas medias que terminan allá arriba, en plenos muslos, o el jean
mágico que todo lo acomoda, cómplice mayor, celestino irremplazable entre
quienes juegan a la tentación en tierras de Afrodita. Sales a la calle, subes
por la avenida tal, doblas a la izquierda, y ya en ese trayecto la pasarela que
es esta ciudad alborotó hormonas y latidos, prescribió colirios, inventó
imágenes devastadoras como un tsunami desde el pulgar hasta la ingle. Entras al
primer café que se atraviesa en tu camino, vas directo a tu atalaya, pides el
marrón, pides agua mineral, pides el periódico del día, entonces lees con
inocencia lo que puedes y al apartar los ojos del papel la película es Fellini,
la escena es Sophia Loren con las piernas al acecho. Sales a la calle y caminas
en un campo minado, sales a la calle y te cubres por completo de peligro. No
hay escapatoria.
Lleno un cuestionario y me preguntan si
tengo interés por cuestiones de avanzada, si comparto ideas o simpatías con
movimientos literarios, ecológicos, políticos o culinarios. Blablablá. Respondo
en una ráfaga que mientras siga en esta calle y vagabundee por la calzada, el
único movimiento que me atrapa es el de las caderas de una dama. Basta la
película que se desarrolla enfrente, disfruto un mundo metido de cabeza en
ella. Suficiente con el erotismo desbocado en una esquina cualquiera.
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