Hay quienes pierden la capacidad de
asombro, mala cosa. Si abres bien los ojos te sorprenderás a cada paso, lo que es mucho decir en tiempos
de desencanto, postmodernidad y demás palabrejas rimbombantes.
Un
profesor de la Facultad resulta vivo ejemplo de lo que digo. Es catedrático de
Gramática Española, por lo que se pasa el día viviendo el lenguaje, según afirma,
al punto de que su relación con nuestra parla llega a niveles inexplicables. Te
darás cuenta en un momento. Mientras habla con alguien, el tipo mide a su
interlocutor en estricto sentido académico, cosa aburrida hasta las narices,
digo yo, pero que él goza como niño ante juguete nuevo. Si la gente no tiene
puta idea de su pasmosa habilidad, peor para ella y mejor para él, porque el
profesor vive el lenguaje, repito, y vivirlo implica degustarlo en mente,
cuerpo y alma, lo que no es concha de ajo, como descubrirás en este instante.
Si tú, que eres una mujer guapa, pongamos
por caso, dialogas con él en un café, en el supermercado o en los pasillos de
la universidad, el gramático hace de las suyas desnudándote sin pudor, es
decir, te quita las ropas lingüísticamente, te desabotona la blusa desde un
pluscuamperfecto, te desliza la falda a partir de una esdrújula sin tilde o te
remueve el bikini porque dijiste precioso con ese. El profesor sufre lo que a
su manera le ocurrió al bueno del Quijano: de tanto darle a lo que más le
gustaba terminó víctima de su quehacer favorito. El Quijote, loco por donde lo
mires; el catedrático, preso en un corsé gramatical que para qué te cuento.
Llegó a construir una escala estructural en
función de los errores ortográficos que pronuncias y el streep tease que te monta apenas comienzas a equivocarte. Escucha
tus errores, los coge al vuelo mientras surfeas en vano oraciones y párrafos
hasta que no tienes escapatoria: acabas en pelotas por acumulación de desaciertos.
La oralidad hecha zona de caza, campo de batalla para atrapar meteduras de pata
ortográficas. Menuda habilidad la de este personaje.
Si se te escapa un te, de mandarina o
yerbabuena, qué demonios importa eso, y lo sueltas así, libre de acento según
manda la RAE, júralo que bajará el cierre de tu pantalón. Si el error es de
mayor monta -pides una sopa del dia
seguida de pan cacero y vejetales mixtos con aseitunas negras- vas a quedarte sin esa linda minifalda roja
que llevas a juego con la cartera. Y si continúas dándole con las patas al
idioma, pues terminarás en meros cueros.
Una vez fui a su oficina a pedirle un libro
que le había prestado y lo hallé embelesado. “Los senos de la morena que acababa
de salir”, comentó, “es que no son para menos”. “Cómo te explico… esa mujer
tiene las tetas inversamente proporcionales a haalcol, a bino tinto chileno, a
dextresas inteleptuales para desembolberse en la vida”. No entendí un pepino, me
encogí de hombros y salí.
Pero hoy lo afirmo sin que me tiemble un pelo: el gramático terminó siendo maestro de la desnudez. Si otros lo han
sido porque trabajaron como ángeles (ahí está Goya y su divina Maja, ahí tienes a Herman
Puig fotografiando cuerpos femeninos como Dios los trajo al mundo), el
gramático se transformó en virtuoso de muslos perfectos al son del dequeísmo o
curador de primera línea en el museo lingüístico del erotismo, todo gracias a
la sinrazón morfosintáctica, ortográfica y demás especies de la desabrida
academia en cualquiera de sus manifestaciones. Semejante profesor, que escucha
como si nada aberraciones de la ortografía, logró levantar templos de
sensualidad sustentados en María o en Laura y sus disparates idiomáticos. Quién
lo hubiera dicho, se cuenta y no se cree. Es que te juro algo: yo jamás lo hubiera
sospechado.
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