Llego al café como llego a la almohada.
Desde mis años universitarios he apreciado en su justa medida la bondad de uno
de éstos a la orilla de la calle, por la razón simple de que ahí bulle el
fermento con que se tejen esperanzas, anhelos, intrigas, amores o traiciones.
Un café en medio del camino es para mí la trinchera necesaria, sea en la paz
como en la guerra.
Es la mejor escuela para aprender algunas
cosas. A pensar, por ejemplo. A contemplar, a estar con uno mismo, sumo y sigo.
No hay valeriana, lexotanil, relajante por vía oral o intravenosa que se le
parezca. Una mesa de café al aire libre hace de diván y de terapia. Yo, lo que
soy yo, enciendo mi tabaco, pido un marrón humeante, lo acompaño con agua
mineral y descubro de seguidas que la felicidad tiene lomo de gato, es
acariciable, cabe a la perfección bajo la mano.
En el café miro pasar la vida no sin
sorpresas de cualquier pelaje. Juro por todos los dioses que en ellos he notado
lo que ni antes ni después llegó a cruzarse por mis ojos, de modo que un café
es caldo de cultivo para vislumbrar con creces nuestra condición de bichos raros,
de predecibles y aburridos, de sutiles y exquisitos, de sublimes o
hijos de la gran puta que podemos llegar a ser sin que nos tiemble un pelo del cogote.
Hago una pausa para dar dos o tres chupadas
al Balmoral que se consume entre el índice y el medio. Recuerdo que aquí, en el
café al que suelo acudir a leer y escribir, descubrí un rayo de luz colándose
por ciertas hendijas de las nubes y me petrificó su belleza. He venido una y
mil veces, exactamente a las seis y cincuenta de la tarde, por el azul
eléctrico que despide el cielo guayanés. Espero ansioso los violetas, rosados, verdeazules de ciertos atardeceres
que son irrepetibles. Percibo con alegría, entre bocanadas, las siluetas
oscuras de los árboles en las aceras, recortados contra la luz del sol en el
poniente.
Llego, tomo asiento, Miguel, el camarero,
se acerca con la indumentaria y los enseres de costumbre. La taza de café en su
punto, el vaso de agua estando donde debe estar, las buenas tardes
desplazándose con gracia en su viaje desde los pulmones hacia afuera. Observo a
un mendigo alimentando a las palomas. Migajas de pan en una mano, algunas bolsas
viejas en la otra, un morral colgado a sus espaldas. El hombre, entre los
sesenta o los setenta, disfruta lo que hace, juega como niño sin importarle el
barullo alrededor. Creo que no todo está perdido, pienso mientras me engancho
en el asunto y acompaño hasta el final la escena que protagoniza. Entonces extiende con suavidad el brazo, da de
comer en el pico a una de ellas. Rápido, agilísimo, la atrapa, la lleva a la
bolsa, termina su faena.
Lo veo irse en medio del
atardecer que ofrece un fondo sepia desgastado. Se aleja, apenas es ya un punto
en el paisaje. Caen las últimas cenizas del tabaco.
1 comentario:
Me encanta leerlo, por cierto ¿dónde queda ese café? me enganchó esa descripción de violetas, rosados y verdeazules de nuestra bella Guayana.
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