Ahora, mientras viajo, compruebo una vez
más que los libros son como las personas, es decir, bichos cargados de manías, gestos,
costumbres y demás aditamentos de su particular idiosincrasia.
Ayer, mientras caminaba por una callejuela
sembrada de flores y cafés, noté un puesto de libros usados. Me acerqué a
olisquear, por supuesto, y contemplé con asombro cómo la Rayuela de Cortázar estaba ahí, en idéntica edición a la que
reposa sobre el segundo estante justo frente a mi silla de trabajo, en
Venezuela, pero sin el menor vínculo con ella. Para empezar, la Rayuela que he trajinado en casa suele
guiñarme un ojo cada vez que paso cerca de ella por mi biblioteca, cosa que
dejó impasible a este otro tomazo, imperturbable mientras anduve entre
anaqueles y charlaba con el dependiente.
Si Freud hubiese ocupado mejor sus días
psicoanalizando textos en vez de gente, la verdad es que ahora otro sería el
cuento. Entenderíamos mejor la esquizofrenia que puebla el conglomerado
lingüístico hecho literatura. Pero qué va, hoy en día bien pueden existir
manicomios donde encerrar volúmenes completos, centros de rehabilitación
hemerográficos, divanes especiales para ediciones acomplejadas y en fin, añade
tú cuanta categoría te plazca al paradigma de esas mentes laberínticas que son
los libros de cualquier pelaje.
Tengo un ejemplar del Robinson Crusoe que
se las trae. Cada vez que lo abro con intención de releerlo no paso de la
página veintinueve, en esencia porque tiene un tic que no he encontrado en
ningún otro habitante de mi estantería. Fue un regalo de mi madre, el primero
que atesoré en la infancia, de modo que ya en el folio veintitrés, y con
alarmante acento en el veintiséis, despierta en mí al Edipo que superé décadas
atrás. Quién sabrá por qué razón llega siempre con esa jugada. Lo he encontrado
en distintas geografías y latitudes, lo he visto en olorosas ediciones nuevas y
en ancestrales librerías de viejo, al
punto de que me he puesto ahí a leerlo, de pie, a escondidas de los dueños, con
el corazón transformado en nudo sinónimo de asfixia, y nada, entonces todo
fluye, las páginas consisten en llanuras apacibles que pueden cabalgarse con la
vista, lo cual comprueba que mi Robinson no guarda relación con estos fantasmas
de sí mismo. Es que los libros también son un piélago de contradicciones.
Por si fuera poco, la otra vez quise
desmigajarme en brazos de “La noche boca arriba”, del buen Julio. El cuento,
que ocupa su lugar justo al lado de una pila dedicada a Vargas Llosa, puedo
alcanzarlo de un sencillo manotazo mientras leo apoltronado en el estudio de mi
casa. Pero qué cosas, en estos días un francés entrado años, de pañuelo
alrededor del cuello, de bastón con mango hecho de plata y de pipa entre los
labios, uno de esos dandis hoy casi
extinguidos, tuvo la amabilidad de prestarme su ejemplar luego de escuchar cuánto me apetecía releer por estos días esa
pequeña obra maestra. Ve tú a saber por qué misterios de la vida el Cortázar
que entre líneas suele darme palmaditas en el hombro cuando lo hallo en mi
rústica edición de los sesenta y convidarme de seguidas a un gin-tonic, termina
por sacarme la lengua y hacerme trompetillas en la aséptica versión de este
tomito en tapa dura. Imposible apelar a la razón para explicarlo, pero la
verdad sea dicha: cerré el fajo de cuartillas, despaché con prisa un vaso de
agua y corrí casi aterrado a devolverlo.
La locura de un libro hace juego con los
desequilibrios del lector, eso lo sé, y sin embargo existe en todo ello un
ámbito inquietante, una mancha oculta que sube a la superficie cuando menos te
lo esperas.
Quiero por fin llegar a casa, culminar el
viaje, respirar tranquilo entre silencios cómplices hechos de letras, páginas
blanquísimas o amarillentas e historias
sazonadas con el no sé qué que otorgan, digo yo, las polillas de mi biblioteca.
Cuestión de feeling, eso es.
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