Desde mi silla lo observo. Llega en las
tardes, hace su nido de cartones y se echa sobre ellos como quien se apoltrona
en la oficina. No debe tener más de sesenta. Su porte refleja el maltrato de la
vida, lo que no le impide sonreír. Me llama la atención su educación, la forma
en que pide dinero, los ademanes simpáticos con que agradece cada moneda que va
acumulándose en el plato.
Cuando me da por café, tabaco, libros y
agua mineral para desde ahí, entre párrafo y párrafo, ver pasar la vida, caigo ipso facto por el Alameda con la seguridad
de que al levantarme terminaré reconciliado con la vida. Decía arriba que me
sorprende el gesto amable, exquisito, de un hombre que en la esquina únicamente
se sienta a esperar que le des algún dinero. Si lo miras con atención te regala una cátedra de cómo, mientras pasa
el tiempo, mientras sorteas la marejada humana que va y viene y por poco te
aplasta, es posible mantener el buen ánimo a la vez que pescas eso que transeúntes
absortos en su mundo, casi robotizados, te arrojan en el pote.
Saluda, sonríe a lo Clark Gable frente a
Vivien Leigh, y de seguidas agradece tu bondad con la alegría de haber cerrado
un negocio suculento. Hay que tener disposición, me digo, y talento y buena
cara para extender la mano y pedir, sin que el perfomance degenere en patetismo, vulgaridad o vergüenza. Es que
incluso para abrir la palma de la mano y esperar a que te suelten algo hace
falta mucho garbo, no vaya a ser que el escenario se transforme en pacotilla
donde un bueno para nada, sin orgullo, amor propio, dignidad o como diablos se
llame, te meta una mano en el bolsillo
sin tocarte y aquí no ha pasado nada.
Todo hay que decirlo. Lo que soy yo, cuando
uno de estos vivos pone cara de sufrido y pide porque la vida le pateó el
trasero, pienso en la cantidad de congéneres rompiéndose los lomos para ganarse
el pan en buena lid, haciendo lo que sea sólo para mal alimentarse pero al fin
y al cabo con la vista en alto porque trabajar, lo que se dice trabajar,
dignifica al más pintado. Entonces, frente a un avispado que chorrea
flojera sigo de largo por la razón
sencilla de que un hombre entero, saludable y fuerte puede arrimar sacos o caletear
aquí y allá para merecerse el alimento, cosa inencontrable, claro, a lo largo y
ancho de tanto pedigüeño metido de cabeza en un bostezo. No es el caso del
compadre de la esquina.
Desde mi trinchera observo al tipo sobre
los cartones y pienso: hay que ver. Este individuo se acuesta ahí en la tarde,
hace como los políticos, es decir, utiliza con astucia su carisma, que para eso
lo tiene a manos llenas, y el tintineo de las monedas sobre el peltre cae como
metralla. Lo observo y resulta todo un espectáculo: Clark Gable haciendo de las
suyas a las cinco de la tarde en una avenida concurrida. Clark Gable sonriendo,
encantando a tirios y troyanos, con el cigarro ladeado dándole lecciones de
buena educación, de refinamiento por donde lo mires, de tratamiento cortés y
distinguido a tanto patán e hijo de puta que pasa embutido en flux, corbata y
maletín. Quién iba a sospecharlo. Si no lo hubiera visto jamás lo hubiera
creído. Así anda el patio a estas alturas.
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