Todo el mundo busca entender las cosas pero
nadie se esfuerza por desentenderlas. La ley de gravitación universal, la
ecuación de Maxwell, los recovecos de la mente humana, cualquiera da un ojo de
la cara por comprenderlos. Yo, quizás porque de niño fui un desprevenido
(asunto que hoy continúa como si nada), la verdad es que me dedico a desmontar
entendimientos de múltiples raleas.
Tengo un tío que se desvive por dar en el
clavo a la hora de mover neuronas a propósito de grandes o pequeños problemas. El pobre hace su mejor
esfuerzo pero son más las ocasiones del yerro que las del acierto. Lo peor es que cada fracaso supone la
hecatombe para su círculo más íntimo: arde Troya por la razón de que no llegó a
desentrañar ciertos mecanismos.
Cada vez que mi esposa explica algo
importante (lo sé por ese modo de enarcar las cejas y gesticular que adopta en
tales circunstancias) respondo que no he comprendido un ápice. El comentario la
saca de sus casillas pero a mí me hace sentir mundano, vivo, más cerca incluso
de la sabiduría, porque el saber que más admiro es el de los ascetas, cuyo
empacho entronca con una vía iluminativa de aproximación al mundo que le saca
la lengua a Descartes y a su pomposo ergo
sum.
Con tal horizonte entre ceja y ceja, el
otro día me dio por desaprender algunas cosas. Estaba en ello (desaprendía a
anudar cordones de zapatos) cuando alcé la vista y apareció enfrente, cuarto
tramo de la biblioteca a la izquierda, “Historias
de cronopios y de famas”. Confieso que se hizo la luz, ya no me sentí tan
solo. Recordé en el acto que Cortázar regala ahí instrucciones para subir una
escalera, otras para dar cuerda al reloj, e incluso algunas para aprender a
llorar. Semejante libro de consejos pide a gritos, claro, una premisa
fundamental: darse de bruces con no comprender, con desandar en primer lugar lo
andado. Bendito sea Julio Cortázar. Fue como recibir palmaditas en el hombro.
Cuando la mayoría ha optado por entenderlo
todo, porque el mundo es de los que saben y por aquella estupidez de la
sociedad del conocimiento y blablablá, yo me tomo la molestia de estirar los
brazos, largar un bostezo de ocio griego y cobrar fuerzas para comprender menos
el universo que habitamos. A lo mejor así termina uno captando más, quién lo
iba a decir, sin tanto ceño fruncido y títulos de maestro por centímetro
cuadrado.
Al fin y al cabo al nacer estamos
condenados. Te lanzan a este mundo y desde ese comienzo incierto, la verdad sea
dicha, empiezas a desembarazarte, a descomprender poco a poco, durante cada
segundo y cada hora, cada semana y cada lustro, hasta el día final, cuando te
desentiendes a fondo, íntegro, por
completo de todo y de ti mismo.
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