La diáspora venezolana, como toda diáspora,
levanta una polvareda que con el tiempo pasará de largo. Estoy seguro de que
las cosas volverán más temprano que tarde a su lugar, pero vamos, el cuándo o
cómo de semejante regreso al equilibrio no es lo que pretendo para la página de
hoy.
Hay de todo, pero abundan cagatintas que
señalan con el dedo, que acusan y cubren de epítetos made in las mazmorras del hígado a quienes cogieron una muda, dos
peroles y se largaron, y habladores de pendejadas cuya lógica es tan patética
como hueca: eres un desalmado porque te vas, eres muy nacionalista porque te
quedas.
Confieso que me tocan el ganglio de los
cojones quienes practican tamaña ética maniquea, hermanita gemela de esa otra
con que el sumo sacerdote de la religión chavista infectó cajas craneanas,
sesos si los había y cuanto patuque haya existido en los confines de tales
cavidades. Una ética al servicio de ciertos chasquidos de la lengua que apelan
a la conveniencia, fraguada a ras del suelo, incapaz de elevarse aunque sea
medio centímetro pensando en la vergüenza al menos. Al carajo. Es la de esta
gente una forma de mirar jamás dispuesta a estirar el pescuezo para vislumbrar que el mundo no acaba en los
límites de la comarca, ahí donde nacieron, se criaron y juran como mero centro
de lo habido y por haber. Dicho en corto, para que me entiendan: una ética que
se enreda en la idiotez de sus abanderados.
El año pasado hurgaba en el portal de
cierta universidad extranjera y descubrí un llamado a concurso para profesores.
Nada mal el asunto, me dije, así que hice click click y continué leyendo. Lo
normal, lo básico, lo que cualquier académico sabe que tiene que desarrollar
aquí o allá: docencia, investigación, extensión, seminarios, congresos,
conferencias, en fin. Anoté requisitos, preparé mi asunto y nada, ahora escribo
esto fuera del país, ese pedazo de tierra tan mía como de quien salió antes o
saldrá después. Una Venezuela que navega a sus anchas en mi adn, con más fuerza
que aquella instalada en la bandera o en el himno de tanto chauvinista lápiz en
mano tejiendo disparates más que peligrosos, estúpidos y reduccionistas. Lo
primero, porque del patrioterismo ramplón a las exclusiones fratricidas hay
pocos pasos, y lo segundo y lo tercero por simple derivación comparativa:
endilgar adjetivos perversos a quienes cruzan las fronteras se parece demasiado
a etiquetar del mismo modo a los que no lo han hecho, aunque se hayan ido del
corral, del grito a coro, apartado del llamado de la tribu, de la recua
dictando su sentencia: piensa como yo y serás patriota, piensa distinto y eres
un escuálido.
Al carajo, vuelvo y digo. Leyendo el otro
día un cuento de Benedetti, aquí, en el mismo café al que regreso cada vez que
puedo a escribir algo, encontré esta frase memorable: “Los lugares valen por
los recuerdos que dejan”. Y de seguidas esta otra que apunta al mismo blanco:
“Los más entrañables son los lugares ya cargados de memorias”. Y eso es, eso
basta. En cuanto a mí, abrazo la ciudadanía universal, el librepensamiento, en
fin, eso tan apetecido y tan poco entendido como la libertad. EL
cosmopolitismo, ubicado en las antípodas del provincianismo de anteojeras, da
para hacer más por un lugar, por una geografía, echando mano del mundo, que es
lo mismo que decir del horizonte ancho, abierto, cargado de posibilidades. Hay
que ver, pienso. Aquí, a media pulgada de donde me encuentro, existen quienes
superan con creces en su entrega de esfuerzos, alma y energías por una causa al
grupito histérico de opinadores sin remedio y a tuiteros enchinchorrados cuya
arma de destrucción masiva es Nicolás, vete ya. Menuda tarea la de estos
caballeros, quijotes del teclado, sin rocín, lanza en ristre ni escudero.
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