Más
de uno tiene la costumbre de poner de patitas en la calle a ciertos textos que
llaman de autoayuda y créeme que, de entrada, discrepo.
Supongo que la autoayuda en cuestión pasa
por meter en el saco de los best-sellers
psicológicos a cuanto libro indique cómo hacerse rico en cuatro días, ganar un
millón de amigos o vivir sin preocupaciones en este valle de lágrimas. Vuelvo a
discrepar.
Sucede que el bicho humano es dispar y
entiende A cuando otros dicen B, y viceversa. Lo que soy yo, prefiero llamar
pan al pan y vino al vino: textos de psicología en sus casilleros, literatura
monda y lironda en el suyo. Dicho esto, confieso que jamás he podido entender
por qué diablos la autoayuda guarda tanta mala prensa. Es más, a estas alturas
no concibo -ya tengo canas en la barba,
mira tú- ninguna literatura alejada de
la ayuda. Y de la autoayuda para ser exacto. Hablar de autoayuda, claro, es
hablar de Fitzgerald, Hemingway, Borges o Cortázar, por el sencillo motivo de
que no soy el hombre que soy, para bien o para mal, si la flecha envenenada de Rayuela no me hubiera atravesado hace
una punta de años. ¿Me comprendes Méndez?
No tengo la menor idea del plano en el que
ubicarás a Leo Buscaglia o a Wayne W. Dyer, pongo por caso, pero de lo que
estoy segurísimo es de que más psicólogo que ambos es Chesterton, acompañado
por Montejo, Cadenas, Stevenson y Gary Romain. Nadie mejor que semejantes
caballeros para meter el ojo por los recovecos del alma y salir con las manos llenas de pegotes y líquidos chorreantes que luego comparten
con nosotros hasta reventarnos el espejo en plena cara. Y así.
No sé si me explico, pero jamás de los
jamases he regresado indemne luego de El
cumpleaños de Juan Ángel, Pedro
Páramo o La piedra lunar. Digo
más: cada vez que los abro lo hago entre otras cosas por razones de autoayuda,
que no es poco afirmar, dime tú si no. Para soportar cuanto me rodea, para
soportarme a mí mismo, para curarme de males de cualquier pelaje y para
atragantarme de fuerza vital, que tampoco es concha de ajo. Fue en un libro
donde me ayudé (o autoayudé, si lo prefieres) a aguantar, a seguir, a dar un
paso y otro y otro luego de la muerte de mi padre, y es en la literatura donde
me autoayudo todos los días desde que tengo uso de razón.
Cuando entro a una librería y observo en
los anaqueles el rótulo de historia, filosofía, literatura y la consabida
autoayuda se me erizan hasta las uñas y me da la impresión de que el mundo va
por allá mientras yo pululo por aquí, lo cual no es que sea trágico ni
mucho menos. Toda literatura que se respete es de autoayuda, para decirlo de
una buena vez, por lo que si no termina siéndolo, anda entonces más cerca de la
trigonometría o de la gimnasia rítmica que del noble arte de utilizar el
lenguaje para crear mundos. Entonces ya, hasta aquí. Y a ver si me he explicado.
A ver.
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