A veces me da por recordar momentos,
escenas de la niñez y adolescencia porque un aroma o un sabor se posan ahí
mismo, a un lado de donde me encuentro, y
se convierten en disparadores.
Frente a mí Daniel lee The crazy Haacks, un libro que me pidió esta mañana. Ríe como nadie
desde el primer párrafo, lo cual supone el mejor comienzo para una historia que
me parece terminará más que enganchándolo. Por mi parte, sigo en mis trece:
desde hace una punta de años leo y releo los libros de Julio Cortázar, además
de aquellos que lo hacen tema de cabecera. Ahora me gotea el colmillo mientras
echo una mirada a la primera página de una biografía que quizás valga la pena. Cortázar sin barba, de Eduardo
Montes-Bradley.
Pero les decía arriba que a veces me da por
recordar ciertos momentos casi al modo de mirando llover en Macondo. Entonces,
por ejemplo, llega nítida la imagen del tío Perucho, en la Upata de mi
infancia. Enciendo mi tabaco y de seguidas van apareciendo escenas: yo jugando
con un guante, una pelota y un bate de béisbol (fue el primero en regalarme
tales cosas allá en su casa de la calle Unión número cuarenta y ocho). Era un
tío de esos que también son cómplices. Murió hace no demasiados años, avanzados
sus ochenta.
Lo recuerdo feliz a los cuatro vientos con
mil y una historias a flor de labios. Las veces que visitaba nuestra casa daba por sentado que era
un hombre de aventuras sólo comparables a las de Tarzán o a las de aquellos héroes
que descubrí en los suplementos de la época y que esperaba cada semana en el
quiosco de la esquina con suspenso y ansias apenas disimuladas: Kalimán,
Arandú, Martín Valiente, Águila Solitaria. Digo esto porque en esos días tenía
un trabajo que lo obligaba a viajar todas las semanas de Upata a Caicara del
Orinoco por caminos imposibles, cuya travesía solía relatarme mientras yo
escuchaba admirado, deseoso de emularlo alguna vez e imaginando peligros en la
selva, retos formidables en los ríos que atravesaba, experiencias que deliraba
por vivir ahí mismo, de inmediato, sin excusas, largas ni demoras. De una de
sus expediciones a Caicara (aún hoy ese nombre me suena a lo que después hallé
sólo en Salgari, Julio Verne o Joseph Conrad) me trajo como obsequio una
pequeña linterna, muy hermosa, que guardé con celo en mi mesita de noche para
en muchas ocasiones, entrada la madrugada, rescatarla con sigilo y encenderla
en mi habitación que en ese instante era jungla tenebrosa, pantano traicionero,
volcán a punto de hacer erupción, todos lugares lejanísimos infectados de
fieras y alimañas.
Pensándolo bien el tío Perucho, sin saberlo,
anidó en mí la vocación de lector. Escucharlo contar sus historias lograba el
efecto mágico de desear que esos relatos jamás se terminasen, para luego yo
mismo intentar llevarlos al papel. Era un primer acercamiento al oficio de
escritor que mucho después trataría de practicar con uñas y dientes. Tales son
los recovecos del lenguaje, de la palabra oral o escrita, de la imaginación
encendida si se cuenta con el estímulo adecuado.
Doy una chupada al tabaco y me veo sentado
sobre sus piernas a mis siete u ocho años, llevando el volante de su pick-up amarilla. Entonces me transformo
en capitán de un barco enorme, en solitario conductor de un tren como los que
aparecían en la tele, en piloto de un avión que avanza a gran velocidad por la
pista antes de levantar vuelo.
Era mi tío, pero desde que tengo uso de
razón lo llamé papá. Como he dicho, me contaba historias, me recitaba poemas y reía
a placer cada vez que entraba en casa y me llevaba a pasear en carro por el
pueblo. En secreto, el niño que yo era siempre se jactó de tener dos papás y
dos mamás (a mi abuela también la llamé así), motivo suficiente para sentirme
tan afortunado como uno más de aquellos felices personajes, privilegiados, que
protagonizaban sus relatos.
Murió hace algunos años, como dije antes, y
hoy escribo, fumo mi tabaco, leo junto a Daniel y añoro esos tiempos con
nostalgia. Fue envejeciendo, yo crecí, hasta que llegó el día en que las cosas
cambiaron y entonces fui yo quien comenzó a pasearlo. En el carro, a menudo los
fines de semana cuando desde otra ciudad iba a visitar a mi madre, salíamos por
un café y a dar unas vueltas. Caminaba con esfuerzo, lentamente, pero su humor
y su lucidez intactos eran armas contundentes,
punzopenetrantes. Contaba, evocaba, como quien lleva en la memoria un pedazo
del cielo, y me daba cuenta de que hacer lo que hacíamos, conversar, recordar,
hablar de lo humano y lo divino terminó siendo una actividad a la que jamás
renunciaría. Donde quiera que esté seguirá charlando como nadie. Y riendo como
ninguno.
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