Me cuenta el dueño de una librería-café
recién estrenada en la ciudad un asunto que termina por ponerme los pelos de
punta.
A veces cuanto imaginamos se ubica sobre la
línea de flotación de eso que llamamos realidad. Yo, que ando por la vida buscándoles
cinco patas a los gatos, sé bien de lo que hablo, por lo que te juro que si
poseo algo para rato es mi capacidad de asombro. Andar buscándole la quinta
pata al gato supone cuando menos darse de bruces con lo extraño, con lo
agarrado por los pelos, con lo jodidamente increíble, y no siempre para bien.
En una ciudad donde no sobran las
propuestas a la hora del hecho literario, de la plástica o de la música, mi
amigo invirtió dinero, energías y tiempo en una librería distinta. Mi amigo se
atrevió con un café-librería que es también un sueño a base de deseo porque
otras cosas pasen, relativas a la creación, a la poesía, al arte por donde
metas el ojo, en fin.
Su idea cuajó en un espacio magnífico para
el encuentro, el abrazo, la conversa, donde es posible tomarte un café o
empinarte una copa mientras hojeas algún libro y al fondo suena el último disco
de tu banda preferida -el libro lo compras o no, te lo llevas o no, pero
siempre queda la posibilidad de echarle un buen vistazo, incluso de leerlo ahí
mismo si te sobran tiempo y ganas-. Lo cierto es que mi amigo apostó fuerte: lo
menos fácil si se trata de ganarse unos centavos, cuestión de vida o muerte si
pretendes labrarte el pan de cada día. Pero hubo fortuna, o buena suerte o qué
sé yo. Su idea cuajó, como lo dije arriba, de modo que las cosas marcharon
rumbo a horizontes más abiertos, cálidos, prometedores.
Hasta que ocurrió lo que colinda con el
disparate. Pasó lo que tiene que pasar
si el realismo mágico comienza a chorrear por los poros de lo cotidiano. Tenían
razón García Márquez, Carpentier o Úslar Pietri: aquí no hay que inventar el
universo patas arriba porque éste se construye a sí mismo, brota en los
árboles, sucede desde la normalidad monda y lironda. Ocurre que un buen día la
librería fue denunciada a las autoridades por un vecino purista, uno de esos
individuos salidos de un cuento sombrío, gótico por todos los costados, para
quien una metáfora, un párrafo connotativo o un sencillo verso libre son el
enemigo, el infierno, sinónimos de perdición.
La librería fue señalada, acosada y por
último multada, porque en ella se leyó una noche poesía. Sí, cáete de la silla,
levántate, sacúdete el polvo y créetelo. Ahí se leyó poesía, se celebraron
cánticos en honor a Neruda, a Machado, a Szymborska, a Montejo: alguien tomó la
palabra, dejó en el aire su pulsión erótica, o su nostalgia por otros momentos
y otras tierras, y así. Entonces el cancerbero de la libertad, la inquisición
estúpida que respira en pleno siglo XXI
levantó sus orejas y apuntó, tirando del gatillo.
Que un lugar donde reinan la literatura, la
música, la charla y las ideas termine nada menos que con una multa elevadísima por
la razón de que micrófono en mano se lanzaron poemas al viento, porque la
poesía erótica dijo presente, porque las palabras culo o semen o tetas
atravesaron el aire sin alcabalas de por medio, es cuando menos una aberración.
La realidad saltándose a la torera los más elementales gestos en favor del espíritu
libre, de la civilización. Un mundo a contrapelo de la humanidad, que es, dime
tú si no, por supuesto y sobre todo arte, belleza, experimentación, apuesta por
lo que en verdad vale la pena y ruptura constante. Eso: ruptura a cada
instante. Pero otra vez alzó cabeza la policía del pensamiento, a la vuelta de
la esquina, haciendo de las suyas. Otra vez y aquí no ha pasado nada. Hija de
la gran puta.
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