Imagina que eres un actor de cine mudo y
andas por la calle en pleno perfomance.
Imagina que la trama está por conocerse, que te das a improvisar sobre las
tablas. Supón que no hay libreto, que no hay luces en el escenario, que no hay
telón de fondo salvo el pulso cotidiano de la vida que ríe a mandíbula batiente
o te enseña los colmillos según le venga en gana.
Imagina que a pesar de los pesares
disfrutas como nadie, gozas hasta lo indecible viéndote en blanco y negro
mientras caminas por la acera, doblas en aquella esquina y entras a ese café con la pupila a punto para que se cuelen ámbitos, atmósferas,
señores bebedores de Pepsi o de cerveza, chulos, putas, curas o simples amiguetes de bien. Imagina, nada más
imagina que tu nombre es Charles Chaplin, Harry Lagdon, Stan Laurel, Buster
Keaton, Oliver Hardy o que te llamas -créeme que es lo de menos- como lo gritas en la cédula y desde un rincón
de ti mismo salpicas trozos de cuanto vas siendo.
Entonces continúas en el plató,
que es la calle solitaria, la calle semiiluminada -como si fuese un cuadro de Masaccio- en la
que no basta el soliloquio ni el monólogo interior ni tú eres tú y tus
circunstancias. Continúas embutido de cabeza a pies en el metraje en blanco y
negro y te observas, te escudriñas, te dices o desdices, cambias de canal en el
Sony HD donde un tipo cualquiera hace de las suyas y es tan parecido a ti.
Guardas la certeza de que eres un actor de
cine mudo mientras pides el segundo café de la noche, o de la tarde o qué sé yo,
y allá a dos mesas de distancia una dama con piernas de infarto y tetas que
para qué te cuento, con ojos de luciérnaga y pinta de sirena en pleno bar, charla
con una golondrina, y sabes que se entienden, que se dicen y se dicen cosas a
la vez que brindan por la salud de alguien que también puedes ser tú. Nada
raro, nada raro porque en blanco y negro todos los gatos son pardos, si a ver
vamos.
El ritmo gris de lo prosaico termina por
engullir el universo en tus narices, y no te asombras, y no te impacientas
gracias a que continúas improvisando, actuando, poniendo en escena, sorbiendo
poco a poco el líquido caliente que tienes ahí, sobre la mesa. Eres un actor de
cine mudo en este rodaje que desnuda la piel de los momentos. Y lo sabes, lo
procuras, lo saboreas como ese pequeñín que lame su barquilla. Lo encarnas con
la seguridad de que nadie antes lo hizo como ahora.
La película de cine mudo yace a tus pies equilibrada,
extraña, pura y dura, insatisfecha hasta que Apolo dictamine, hasta que el
augurio de los dioses diga sí o diga no, hasta que todo vuele en mil pedazos.
Eres un actor de cine mudo y guardas para ti, va en tu pellejo, la nostalgia
completa de los tiempos idos y de los tiempos por venir, incluso aquellos que
se te ocurra inventar sobre la marcha. Caminas, corres, vuelves a caminar sin
ton ni son en tu película gracias al mundo que quieres encontrar bajo las
sábanas, escondido en el baúl con telarañas o en el campanario de aquel templo
abandonado.
El ritmo gris de lo prosaico se llama la cinta
que vas dilucidando en pleno desarrollo. El ritmo gris de lo prosaico que besa
y muerde y llega a orgasmos entre gatos en un basural, entre perros que no se
llaman Bobby ni Laica ni Nerón y que pululan sin collares, sin amos, sin
lechita tibia en plato y con caricias. El ritmo gris que va y viene mientras
atraviesas la ciudad como un actor de cine mudo reinventando todo cuanto ve.
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