Un amigo sostiene que estamos hechos de
palabras. Me pongo a pensar y termino
por darle la razón. Estamos hechos de palabras y bueno, si es así, el universo
pasa de cabeza por el abecedario.
Viéndolo bien, noten el menudo lío que mi
amigo y yo nos echamos encima: el mundo es un pastel de letras y entonces bebes
lenguaje, orinas fonemas, metabolizas símiles y elaboras tejido adiposo a base
de grafías, pongo por caso. Con razón las vitaminas nos llegan rotuladas por el
mismo que inventó aquellas cartillas -a, e, i, o, u, ma, me, mi, mo, mu,
¿recuerdas?- que en el jardín de infantes nos obsequiaban con el propósito de
enseñarnos a leer. Vitamina A, vitamina C, vitamina E, mira por dónde van los
tiros.
Uno anda por la vida haciendo de las suyas,
hurgando en las calles, oteando horizontes, pidiendo un café gracias a esa cosa
que llamamos lenguaje y fíjate, mientras disparas con pólvora lingüística te
llenas los bolsillos de imágenes, respuestas, dudas, certezas o intuiciones,
todo a partir de metáforas, adverbios, subjuntivos, oraciones activas y pasivas,
etcétera etcétera. Lo que soy yo créeme que nunca lo hubiera imaginado, más aún
con lo poco atractivo que de entrada suena aquello de vivir en una jungla
idéntica al diccionario.
El otro día caminaba por la plaza pensando
en el asunto, dándole una vez más la razón a mi amigo, y ocurrió algo que
todavía me sorprende. No me preguntes cómo pero en vez de gente, en lugar de individuos
parlantes y sonantes vi letras, minúsculas, mayúsculas, góticas, ariales, en
fin. Fue como adentrarse por caminos donde lo único seguro, la evidencia del
mundo en el que estabas eran esas formas entre ridículas y cómicas, entre apesadumbradas
y asombrosas. Haches, efes, jotas que sin ton ni son deambulan por ahí con una
mochila a las espaldas, un portafolios en las manos, un rojo carmesí sobre los
labios. Imagínate a una eme espigada, circunspecta, con aretes dorados y
tacones de aguja y minifalda. Intenta vislumbrar una erre con boina calada y cigarrillo
Gauloise aprisionado entre los
labios, como si de pronto anduviera por cierta calle parisina. Mira a una O rechoncha
con mejillas rosadas y con pecas, apurada mientras mastica un trozo de galleta.
Después de lo anterior comprenderás que no
tengo lugar a dudas. Me alimento de palabras, sueño eróticas escenas cuya
sintaxis es una inflamable cadencia de rimas, versos libres, pura lengua que
recorre noches y días como si nada. El bueno de mi amigo lleva toda la razón y
lo he llamado hace muy poco para corroborarlo. Descolgó el teléfono de su
oficina, saludó, me identifiqué, fui directo al grano: Javier -dije-, es cierto, somos un tejido de comas, puntos,
puntos y comas, puntos suspensivos, sílabas y letras y se acabó. Eso somos.
Hubo silencio. Ese paréntesis también
estuvo cargado de lenguaje. Entonces callé. Nunca estuvimos más de acuerdo.
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