Me siento a escribir y viene a mi memoria
una época en la que llegué a ser, con todas sus letras, un cinéfilo
empedernido. Hablo de la adolescencia, entre los quince, dieciséis o diecisiete
años.
Alguna vez fui a ver una película con
Catherine Deneuve. La chica que recibía al público para acompañarlo a los
asientos era idéntica a la actriz. Quedé pasmado. Después, a la semana
siguiente, opté por una con Charlon Heston. No me lo creerás pero el señor de
las cotufas, en plena antesala al patio de butacas, era el vivo retrato de Judá
Ben-Hur, personificado por Heston, en la cinta de William Wyler. Y te juro que
es verdad, quince días después vi por enésima vez Cinema Paradiso, de Giussepe Tornatore. Claro, adivinaste: el tipo
que me vendió el boleto y Philippe Noiret, en el papel de Alfredo, eran dos
gotas de agua.
Fue una época feliz donde cine y vida
cotidiana se entremezclaban, se confundían de tal manera que a veces me costaba
un mundo encontrar la línea divisoria entre uno y otra. Sentía que la calle,
los bares, mi casa, la universidad, todo conformaba una telaraña de secuencias y de escenas, un
plató de filmación al aire libre en el que a nuestro modo actuábamos,
dirigíamos, besábamos a Marlene
Dietrich, a Ava Gardner, a Rita Hayworth o a Judy Garland y hacíamos
también de extras, de dobles, de tramoyistas, en fin.
En cierta ocasión caminaba por la acera y
en el kiosko de la esquina Playboy, mítica
revista de mis años juveniles, regalaba en su portada la figura alucinante de
una mujer como salida de los más profundos sueños húmedos. Me acerqué, miré la
foto con lascivia, se llamaba Uschie. Uschie Digart, para más señas, y recuerdo
que presté atención a los pocos datos que sobre mi nueva musa se ofrecía en esa
portada de infarto. Uschie era modelo -informaba-, era modelo y era actriz.
Jamás había oído hablar de ella. Yo, un
asiduo del cine, un fanático mondo y lirondo, un espectador taladrado hasta más
no poder por las historias de la sala oscura primero en la Upata de mi infancia
y luego en la Mérida de mis años universitarios, nunca, nunca entre los nuncas
me enteré de aquella diosa con piernazas para morirse y tetas reflejo de la más
absoluta perfección. Entonces indagué, empecé a buscarla, hurgué por ahí con la
clara intención de conocerla. Si había dado con Deneuve, con el mismo Heston así
sin querer, por pura coincidencia para bien o para mal, imagínate lo que
supondría hallar a semejante diva como objetivo clave, como punto de fuga de mi
curiosidad cargada de lujuria.
Puse manos a la obra y se produjo una
pesquisa digna de Sherlock Holmes en Vestida
para matar, con el extraordinario Basil Rathbone. Como puñales clavé los
ojos sobre la muchacha que recibía los tickets
en la entrada de la sala, escruté con mirada de águila a señoras que esperaban
turno en la cola frente a las vitrinas de los dulces, no aparté la vista de
cuanta chica se levantó, en plena proyección, para ir al baño pero nada, Uschie
se había transformado en un fantasma. Uschie encarnaba a esas alturas el
erotismo oculto entre las páginas de una revista y la mujer que, si haces el
esfuerzo necesario, aparece ante ti, literal y metafóricamente hablando, sin
nada que esconder y bastante que mostrar. La actriz jugaba al gato y al ratón,
huía a placer, hacía muecas desde el séptimo arte, era mi humillación hecha
personaje cinematográfico.
Hasta que una tarde Shelock hizo de las
suyas mientras, sentado en la mesa del café esperando a que sonara el timbre
para ver a Joan Crawford en El mundo que
baila, le pareció encontrarla. Dos mesas más allá fumaba un cigarrillo al
más puro estilo Sharon Stone seduciendo a Michael Douglas -¡ah, Bajos
instintos!- mientras apuraba un trago de gin
tonic con suma lentitud. Llevaba un vestido diminuto y el escote le pareció la
sucursal del Paraíso. Era ella, Uschie Digart a un palmo de sus deseos.
Apuró el café en medio de una avalancha de
latidos y en cierto instante sus ojos coincidieron con los suyos. Sintió un
golpe de electricidad recorriéndole la espalda. Se armó de valor y volvió a
mirarla: ahí estaban otra vez sus ojazos oscuros, como si nada, como
encarándolo desde un pedestal, como diciéndole mira tú, ¿qué diablos te
ocurre?, ¿qué demonios pasa contigo? Sonó el timbre indicando el inicio de la
función y entonces ella recogió su bolso y él la vio andar a paso de pantera, cual Venus
moderna surgiendo de las masas en ese cine atestado. Se fue, se perdió en la
oscuridad. Él se levantó, quiso seguirla para no perderla. Ya adentro buscó en
medio de la gente, entre los asientos, en cada espacio semiiluminado de la sala
y no, por ninguna parte dio con ella. Hasta hoy no ha vuelto a saber de su
existencia.
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