Junto con otros pilluelos el fútbol entró
en mí a cortísima edad. Y las películas de Tarzán,
La Pandillita o los animados del
lagarto Juancho. En aquellos días la escuela
era el equivalente a atravesar una dimensión desconocida, aburrida e
inquietante las más de las veces, hasta que la diversión y la aventura me
tragaban de un bocado al terminar el día de clases. Entonces me transformaba en
Maradona, luchaba contra leones o panteras y terminaba hipnotizado por las
comiquitas de Hanna-Barbera.
Los libros, elementos que casi todo adulto
afirma que son buenos para la infancia -como si la infancia fuese la etapa que
más los necesita y hasta ahí, después si te he visto no me acuerdo- tenían
conmigo una relación más o menos tangencial. Estaban ahí, los miraba de reojo,
a veces los olisqueaba, frunciendo el ceño cada vez que la maestra de Lenguaje
abría la boca para recomendarlos.
Fue a través de los suplementos que cada
lunes llegaban a los quioscos -Kalimán, Arandú, Martín Valiente, Águila
Solitaria- que mi amistad con ellos se afianzó al cabo del tiempo. El placer,
el puro placer de hallar historias que literalmente me echaban fuera de este
mundo sirvió de anzuelo, de trampa mortal, de aproximación a un universo que
dejó de ser paralelo y terminó por convertirse en parte viva de mi
cotidianidad. Desde esos primeros momentos y hasta hoy mi estímulo, mi fuente de
atracción y mi devoción por meterme hasta el pescuezo en las aguas de la
literatura ha sido el hedonismo mondo y lirondo, la búsqueda inacabable del
éxtasis, de una forma de diversión que no hallé jamás en ámbitos distintos.
Todo esto ocurría en la lejana primaria.
Después, recuerdo con alegría otros descubrimientos. Ya en el bachillerato tuve
enfrente a contados profesores capaces de reflejar su pasión por el hecho
literario. Dillys Perdomo, por ejemplo, una guapa profesora de Castellano que
en el caluroso salón de primer año “A” leía a viva voz para nosotros. No tengo
la menor idea de qué sucedía en las mentes de mis compañeros, pero en esos
momentos, cuando la voz de la hermosa Dillys fluía entre lo erótico y lo celestial,
yo volaba, salía de mi cuerpo e invadía Troya en pos de Helena, navegaba con
Odiseo, reventaba de risa escuchando a Aquiles Nazoa, temblaba con Poe, y así.
Y algún tiempo después, en el entrañable Instituto San Antonio, Carmelo
Degrazia enseñaba Psicología y alguna otra materia. Fue entonces cuando lo
conocí.
Jamás tuve la fortuna de que fuese mi
profesor, pero aún puedo sentir la pared fría del inmenso ventanal sobre el que
me apoyaba para escuchar parte de sus disertaciones a los muchachos de cuarto,
mientras mis cinco minutos de receso
entre una clase y otra se esfumaban con
la rapidez del trueno. La psicología me importaba un rábano, pero Carmelo
hablaba de libros, de muchos libros que recomendaba como si fuesen las cosas
más sabrosas de este mundo. Yo creí lo que decía y, como pude comprobar
después, resultaron siéndolo.
Carmelo Degrazia, desde esos días amigo
hasta el presente, para rematar como rematan los buenos toreros llevaba siempre
un libro encima: uno entre las manos, en el maletín, en el asiento del carro,
en la calle, en el liceo o en la panadería de sus padres. Yo lo observaba, me
llamaba la atención que cada vez que lo encontraba aquí o allá un libraco y él formaran una dupla -o mejor, una unidad- indestructible. Observaba con
curiosidad de gato cómo leía y, algo que resultó impactante, cómo subrayaba las
páginas y apuntaba qué sé yo qué diablos en las márgenes, dejando entrever que
resaltar de esa manera equivalía a atrapar lo mejor de las ideas para que no
escaparan, para que estuvieran siempre al alcance de la mano. A partir de esos
instantes por imitación aprendí a hacerlo y muchas veces hoy, cuando me
descubro rasguñando mis propios textos, recuerdo al profesor haciendo de las suyas frente a la hoja
impresa.
Una vez decidí acercarme y hablé, es decir,
le comenté con timidez de ese tal Freud, nombre que le había escuchado
mencionar varias veces mientras me asomaba a los retazos de sus clases. Y le
conté además de alguna historia, de algún título, de ciertas obras que habían
pasado por mis manos. Entonces se abrió una puerta, pude entrar y fui bien
recibido por aquel señor que me trataba como adulto, permitiéndome decir
disparates, ocurrencias, opiniones que yo creía interesantes y que para un
imberbe de trece años suponen el non plus
ultra de la galaxia y sus alrededores. Pude preguntar, pude expresarme y
pude pensar con libertad. Me sentí incluido, claro, y además retado.
Enseguida me hice asiduo de la panadería Central,
allá en la Upata de los ochenta, y cuando mi madre casi al anochecer me
encargaba la compra de charcutería y otras cuestiones, aprovechaba para colarme
en la lectura de mi amigo y plantear conversa a propósito de temas o personajes
literarios, lo cual consumía los diez minutos arrancados al tiempo preciso para
llegar a casa con la mercancía. Carmelo
llegó a prestarme, en un alarde de confianza en mí que me elevaba a las nubes, textos
con la condición de devolverlos sanos, salvos y leídos, y me atendió luego
cuando por fin me atreví a emitir juicio sobre lo que había encontrado en ellos.
Llegué a sentir que opinar, que emitir ideas, que leer y traducir en función de
tu mundo el fondo de lo leído valía algo y era de veras importante. Con él y
con su hermano Américo, junto con otros amigos de la época, llegamos a realizar
tertulias encendidas, auténticas veladas en torno a la literatura, la política
o el cine que ahora, tantos años después, recuerdo con idéntica emoción a la que
llegué a sentir sólo por pertenecer a semejante cofradía.
Lo que pasa cuando no pasa nada es de lo
más sencillo. Esta semana he visto un debate televisado acerca de la muerte del
libro, la muerte del autor y otras zarandajas parecidas y alguien asomó, sin
que le temblara un pelo del cuero cabelludo, que enseñar a leer e insuflar amor
por la literatura es difícil, es requetedifícil y para ello recomendó aplicar
la teoría lingüística de fulano y los postulados psicosomáticos -o como demonios se diga- de mengano. Fulano y
mengano pueden ser muy respetables y qué maravilla de teorías, pero me dije hay
que ver, los años que han pasado y tengo
la certeza de que para muchos los libros y los niños continúan siendo
compartimentos estancos, agua y aceite, refracción mutua hasta los huesos, cuando
la clave pasa por la risa, cuando el gancho exige divertirse para torcerle el
cuello al tedio e incitar al más sublime de los encuentros amorosos.
Lo que pasa cuando no pasa nada es el
desierto, el embuste de asociar los buenos libros y el placer de abrirlos con
un erial, con algo parecido a un interminable bostezo. Y así vamos. Leer como
una actividad muerta cuyos cadáveres apestan ahí, en esos anaqueles fúnebres
llamados bibliotecas.
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