Uno va por la calle y piensa. Hay quienes
llevan entre ceja y ceja los sinsabores del día: el triste sedimento que dejó
en el alma alguna conversación perdida o la mala cara que va poniendo el jefe
mientras le pides un aumento. Qué sé yo.
Lo cierto es que la calle trae a cuestas
sorpresas más parecidas a cuanto sin querer se te va poniendo enfrente. A ver:
caminas tranquilo por la avenida al salir del trabajo y ahí está, aparece esa
persona en la que pensaste cinco minutos antes. Caminas por la vereda en el
parque Metropolitano y entre la brisa y la buena vibra del espacio en el que
estás, de una vez resuelves el quebradero de cabeza que te traía patas arriba.
Tal cual, como en un chasquear de dedos. Y así.
La calle es una construcción que deja lelo cualquier
acercamiento desde el ámbito que se te ocurra. Puede ser metáfora estupenda de
aquello capaz de engullirte como si fueses un tequeño andante, puede resultar
el frío hacer de funcionario público sobre un plano citadino desde su despacho
en el ministerio tal, puede ser también el hervidero que sin dudas es en horas
pico y hasta bien le cabe el argumento de que una calle que se respete, que se
erija como tal, lleva en las entrañas a un Pedro Navaja en carne y hueso o en
potencia. Sumo y sigo, ponle tú el ejemplo que te venga en gana.
Para mí las calles son una especie de
concierto en vivo donde tienes asegurado el pase de primera a un lugar
privilegiado. Lo que soy yo, busco una butaca en cierto café de la platea, cosa
que te permite ver mejor y escuchar en dolby
stereo. Entonces la vida cotidiana
que se abre de piernas, que muestra sus más profundos horizontes, llamarada en
la que cada quien, a su manera, ejerce un solo de algo, improvisa, protagoniza
su descarga en fresco musical que se empina con crudeza y que te aplasta.
Te descuidas y Duke Ellington, poeta que
llegó a escribir más de dos mil piezas, destroza el piano con la Blanton Webster
Band ahí donde un ciego se detiene a
escuchar mientras la señora que lleva bolsas en las manos observa de reojo y
continúa como si nada. Cruzas a la izquierda y John Coltrane desdibuja la neblina.
Pides otro café y notas a lo lejos cómo se acomoda Billie Holliday frente a un
micrófono desvencijado y canta, suelta la voz como una diosa y repite contigo
el ritmo, la cadencia de minutos en los que hasta el pensamiento parece nacer
de alguna partitura. Respiras hondo, enciendes tu tabaco, acaricias con los
dedos el lomo del libro que dejaste sobre la mesa y ves a Django Reinhardt
arrancarle lágrimas a unas cuerdas de guitarra.
La calle es el escenario que da vida a
cuanto llevas dentro, eso que termina estrellado en la calzada, materializado en
el burdel, convertido en piel, deseo y lujuria cuando lo vislumbras frente a ojos
de mujer. La calle como sombra y como espacio desde el fondo que vas siendo.
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