Ya se sabe: lo que somos cobra carnadura en
función de la memoria. Hasta aquí perfecto, bonita frase. ¿Pero qué son los
recuerdos? Entonces cojo el diccionario: “memoria que se hace o aviso que se da
de algo pasado o de que ya se habló”. Y comienza el librito a jugar al gato y
al ratón. ¿Memoria? ¿Memoria de lo que se hace o aviso que se da de algo
pasado? Joder, volvemos al principio. ¿Qué son los recuerdos? ¿Qué es por fin
eso que dieron en llamar memoria?
Tengo la impresión de que recordar pasa por
echarse un trago de subjetividad. De asépticos, los recuerdos tienen lo que yo
de puro y casto, es decir nada. Guardan en las entrañas más fantasías que
hechos verídicos, más de ficción que sucesos contantes y sonantes, cosa
fabulosa si entre líneas lo que buscas es inventarte una vida explosiva,
colorida, con adrenalina chorreándote por las narices. Un vaivén existencial de
puta madre, para que me entiendas.
Cada vez que recuerdas se te mete el diablo
de las ensoñaciones en el cuerpo. Vaya uno a saber si algún día acariciaste
tiburones nadando en las aguas de Hawai o te arrojaste por despeñaderos colgado
de una cuerda elástica mientras sonreías para una selfie en plena caída libre,
pero júralo, hay quienes fraguan sus memorias a base de escenas parecidas,
clavo y martillo listos en el taller de efectos especiales que supone cualquier
reminiscencia.
Yo que te lo digo. La otra vez, escuchando
una música de antaño, me vino a la mente un sinfín de remembranzas sobre
tiempos idos. Puedes creerme o mandarme al cuerno pero ahí estaba con el rifle
a cuestas, cruzado el pecho por correas llenas de balas. Cazaba elefantes en
África, era mi hobbie, prueba de ello
esa cabeza colgada en las paredes de mi estudio. Qué momentos, qué
experiencias, vaya manera de pasar las vacaciones. Mientras los amigos
engordaban en una playa de Falcón cazuela de mariscos, cerveza en mano y libro
de Coelho a punto, yo fabricaba sístoles y diástoles a punta de pólvora y sudor
en las estepas. Tenía cojones el asunto.
La huella de los recuerdos va de la mano
con lo que eres, ya lo he dicho, de modo que ni Freud ni Jung ni la madre que
los parió, a ellos y a quienes llegaron después, a la hora de las definiciones,
las improntas o el territorio marcado que vas dejando tras de ti. Tu olor, tu
marca de fábrica, tu sello a fuego sobre la piel son el vivo retrato de todas
las quimeras, vuelvo y digo, e implican el núcleo único y duro que te define.
Así que no me vengan con mariposeos.
¿Otro ejemplo? ¿Más evidencias
contundentes? Mírate al espejo y rememora. Piensa en lo que has sido y coge por
el pescuezo ciertas evocaciones que revolotean escondidas allá en el fondo de
tu propio barro. En cuanto a mí, recuerdo cuando en la adolescencia me armé de
valor y le quité el capote a un primo con ínfulas de torero. Él, que estudiaba
en serio el arte de la tauromaquia, no terminaba de pararse frente al animal y
dar por fin el espectáculo. Entonces bajé al ruedo, le arranqué la muleta y la
tela y le pedí muy serio que se fuera. Menuda faena, qué tarde aquella de rabo
y orejas. Veo como si fuera ayer las caras de las chicas, sus besos
apabullándome, la imagen nítida de no sé cuántas tetas apenas anunciándose
entre los escotes, aplastadas contra mi pecho en cada abrazo. Todavía guardo el
sombrero de paja toquilla que una de ellas arrebató a su acompañante para obsequiármelo
por semejante hazaña.
La verdad es que toda alusión a propósito de
lo que significas lleva metido entre ceja y ceja el herraje para fabricarte
cierta estampa a la medida. Terminas siendo el hojalatero de la existencia, de
una vida que de lo contrario sería tan chata como la nariz de un perro pug.
Hefesto, un moderno Hefesto es lo que al fin y al cabo encarnas, benditos sean
todos los dioses.
P.D.: Pienso mejor el asunto, le doy las
vueltas necesarias y la imagen llega y ahí está, cabeza, capote y sombrero los
compré hace mil años en una venta de garaje
en Maracaibo. Las cartas boca arriba
porque todo hay que decirlo. Sí, todo hay que referirlo.
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