Tengo un amigo que se deprime cuando las
cosas le van mal. Un amigo cuya relación con la pasiflora, el valium o las
pastillas para dormir es directamente proporcional al resultado de sus procederes. A ese amigo el mundo y sus
circunstancias le sacan la lengua para siempre, cosa mala por donde la mires.
Mi amigo siempre ha buscado ahuyentar el
error. Grandes o pequeños, la sola posibilidad de cometerlos supone una mancha
inaceptable en su hoja de vida que termina por convertirse en náuseas, dolores
estomacales, temblores en las piernas y
cierto tic en el párpado izquierdo que le otorga un aire de bufón versallesco
en plena Francia del siglo diecisiete.
En cuanto a mí, nada me aterra más que lo
perfecto. Desde niño huí de semejante condición apenas vislumbré que como fantasma
aparecía ante mí y flotaba ajena, extraña, al punto de obligarme a correr
espantado. Es que lo tengo clarísimo: la perfección siempre me ha asustado. De
las cosas que en verdad logran erizarme cabe en primer lugar esa señora esquiva
que tanto busca la gente y por la que demasiadas almas fueron vendidas al
diablo que osó pedir algo por ellas.
A Borges, al gran Jorge Luis Borges lo leí
tarde porque en un lejano contacto inicial salí alterado, enfermo,
desequilibrado, teniendo la impresión de estar frente a un monstruo vaya uno a saber de qué dimensión escondida.
Sus cuentos perfectos, leídos en la adolescencia, erigieron un muro que con
mucho esfuerzo he intentado derribar después. Una mujer perfecta, una sinfonía
perfecta, una idea perfecta. ¡Horror! Tienen razón los grandes detectives
–Sherlock Holmes, Hércules Poirot, Auguste Dupin, Philip Marlowe, el Padre
Brown-, guardan la verdad en el puño cuando cada uno, sin excepción alguna,
menosprecia la noción del crimen impecable. No existe realidad parecida a ese
universo cerrado sobre sí mismo con la absolutez de la esfera, refractario al
más mínimo equívoco.
Mi amigo busca la excelsitud en su camino, en
los quehaceres del trabajo, en la fatiga diaria, en la vigilia y en el sueño. Menuda
intención, peldaño número uno en la ruta del sanatorio, brinco acelerado en pos
de la infelicidad. Ni desafíos abismales, ni esas historias de terror que
llegué a leer en la habitación semiiluminada de mi infancia y ni siquiera la
destructiva sensación de fracaso que a veces me embarga por completo, nada me
horroriza más que el aroma, el tacto o el sabor de lo inmejorable. Lo que soy
yo, probé hace mil años el valor de los defectos y la belleza de lo inacabado y,
qué delicia, saboreé la garantía de vida que encierra como tesoro en las entrañas
lo verdaderamente anómalo, imperfecto hasta la médula. En fin, que lo más
perfecto es la muerte. Prefiero los lunares del día a día porque evocan
horizontes de satisfacción a mediano o largo plazo, vedados casi siempre por el
cutis aterciopelado de lo prodigioso. Me quedo con las uñas descuidadas en
plena labranza de los años por venir. Sigo en la faena incompleta de esto que
llaman existencia, con e minúscula por si las dudas.
El bueno de mi amigo sufre de jaquecas y de
comezones sin explicación mientras da por sentado que la marea de lo defectuoso
baja para él a cada instante en función de sus esfuerzos. Iluso, el mes
entrante cumplirá cien años. Vaya vida que se ha venido despachando.
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