Llego a la mesa y
pido americano, agua mineral, hojeo la Biografía
de la humanidad, de José Antonio Marina y Javier Rambaud, y al rato escribo
algo, rasguños, ocurrencias que acaso sirvan para algún artículo más adelante.
Esto es la gloria, llevar a palabras lo que apenas es una nebulosa, masa
informe diseminada entre neuronas que presupone cierta historia, anécdotas por
materializar en texto a tu real y único entender.
Sucede que a veces
estoy metido hasta el pescuezo en las aguas de una idea, lápiz en mano, entre
sorbo y sorbo, y cuando me percato, cuando por un segundo espabilo allá en el
fondo de la taza queda apenas un dedo de café que en plan autómata termino por
beber muy poco a poco. Me concentro
tanto que miro alrededor, noto cuanto ocurre, puedo vislumbrar el espacio en el
que permanezco como a través de un cristal, especie de acuario en el que floto,
me hundo, nado, hasta que el vaivén del agua me arrastra como quiere, como le
da la gana. Entonces se acerca el mesero a retirar la taza. Y no reacciono.
Sostengo el lápiz, lelo, hipnotizado, pensativo. No debo permitir que se esfume
lo que busco, no debo consentir que la imaginación reviente, que estalle como
fruta madura al caer al suelo. Si cedo se escabullen las ideas, cuyo punto de
fuga es la hoja en blanco transformada en líneas, párrafos, y así.
Veo al mesero
alejarse y créeme, siento que una parte de cuanto deseo escribir va metida de
cabeza en esa taza, ahí, de golpe y porrazo en el minúsculo charco que era
aquel último sorbo. ¿Te ocurre? ¿Te pasa a veces? ¿Notas cómo alguien o algo
parte en dos, de un estacazo, la unidad con pie y cabeza que pretendías
construir?
Quizás cualquier
historia va de la mano con esto: encadenamiento muy cerrado, esférico, que
exige una imagen, un concepto para transfigurarse en lo que llamamos artículo, novela,
ensayo o incluso poema, y pide la existencia de un elemento aglutinador para
dar sentido a lo que escribes, cosa que no puedes suspender mientras las ideas fluyen de tu mano a los folios que
llenas y llenas no se sabe hasta qué punto. Me viene en este instante esa metáfora
que Julio Cortázar gustaba utilizar para explicar su noción de cuento:
redondez, esfericidad, unidad plegada sobre sí, mordiéndose la cola, sin dar
indicios de dónde comienza y dónde finaliza. En fin.
Sigo en mi mesa con
el hilo conductor de esto que deseé escribir hecho pedazos. El mesero lleva la
taza y una bandeja con dos o tres vasos camino al lavadero. Ahí se escurrirá el
esbozo de relato que ya no levantará cabeza. Por el desagüe en la cocina de
este café diminuto va a las alcantarillas un trozo de imaginación entremezclada
con borra, cafeína, agua sucia, un poco de saliva y ve tú a saber qué más.
Misterios de la
escritura, cosas raras de la invención a la hora del dale que te dale en aras
de contar algo para bien o para mal. Lo cierto es que allá, ahogadas en una
taza de café fueron a dar ciertas esquinas de mis ideas, claves para concretar
eso que tuve entre ceja y ceja y saboreé feliz mientras el hachazo no llegaba y
ahora fíjate, nada más el naufragio, los restos diseminados por el recipiente.
Una historia diluida, como edulcorante o qué se yo, en el abismo de esa taza.
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