Ya sabes, es un término que en francés da
cuenta del hecho de pasear. Pero no un paseo cualquiera sino todo lo contrario:
sales a la calle y ésta se transforma en el Jardín del Edén a propósito de
contemplar, de descubrir a cada paso y cada cuadra el escenario cambiante de
una urbe que descifras, asimilas y disfrutas con renovado asombro e intención.
El confinamiento ha hecho de las suyas.
Jamás hubiera sospechado que nos tocaría vivir como peces en acuario durante un
tiempo que va siendo demasiado. Del teletrabajo a la literatura, de la novela
de Roth a la ventana, de la ventana al gabinete donde está la cafetera, de la
cafetera a la taza y al sillón, del sillón a darle vueltas a cuanto sueño nunca
se te habría ocurrido, y así.
Hasta que me convertí en lo que soy hoy: flâneur en plena cuarentena. Ni un teórico como Walter Benjamin, que
escribió un tratado peliagudo sobre la cuestión, ni el bueno de Baudelaire, especialista
en vagar por las aceras, ni Georg Simmel, alemán que rebanó sus sesos para dar
en el clavo y exorcizar la magia de la flânerie,
ninguno, en lo absoluto ninguno consideró que el asunto podría también
llevarse a cabo de la calle para acá, es decir, puertas adentro y con la carga
intacta de hallazgos semiológicos, de códigos despanzurrados, de simplicidad
contemplativa en función de ciertas caminatas que te da por emprender en días
normales y a una hora cualquiera.
Entonces, de pronto estos espacios
terminaron por abrirse, por verse de frente con la esponja que voy siendo entre
puestas en escena de lo más pintorescas, fabulosas sin duda, incluso muy próximas
a lo que entiendo por una caricia. El encierro como lomo de gato listo para el
mimo, la mano que eres tú deslizándose sobre el pelaje sumergido en ronroneos.
Como paseante en bulevar ando por
las zonas de la casa: alguna callejuela o la vereda que te lleva a ningún
sitio, algún pasadizo que termina en algo no pensado, lugares que miras otra
vez con los ojos hartos de sorpresa. El
placer de deambular te coge por el cuello, te retuerce y ahí están: nuevos
colores, nuevas sensaciones, un olor a madreselva que ni en el reino de lo
onírico llegaste a vislumbrar. La sala de mi casa es una sala y es un puñado de
otras cosas. La sala de mi casa guarda en las entrañas cierto parecido con
ciudades medievales, un todo prefijado por murallas, por ventanas como torres, por
paredes límite de una geografía bien cartografiada. Y una puerta principal que
asimismo es puente levadizo.
El Medioevo transita hacia lo contemporáneo
gracias al pasillo semiiluminado que lleva a la cocina. Una cocina que se
respete es el non plus ultra de la
modernidad, con máquinas llenas de interruptores, aparatos que baten, trituran
o muelen, amasijos de hierro capaces de colar café, escupir un macciato, tener lista en segundos la
papilla para el nene y arrojar hielo en cubitos.
Pasear por la casa es darse un encontronazo
con cuanto no tuviste entre tus planes. Apoltronado, enciendes el tabaco mientras
yaces sobre el asiento principal del baño y luego, finalizado el rito de la
transferencia, caminas como si nada por la senda que te deposita en una habitación
contigua. Ahí respiras a gusto, contemplas a placer, redescubres el lazo
invisible que une la cama, la almohada, el sueño y las profundidades del yo con
el cuadro surrealista que luce en las paredes de la sala.
Sigues, abandonas esa estancia para
abalanzarte a la despensa, un depósito en el que objetos abrazados con las
telarañas -una silla ahora inservible, un reloj cucú desvencijado- juegan al
gato y al ratón con la memoria. El paisaje renovado de rincones, muebles, plantas y sofás hace las veces de urbe contenida en cien metros
cuadrados. Eres un paseante y marcas tus pisadas en el viaje al fondo de tantas
botellas viejas. Pelas la cebolla y allá en el centro reapareces con la cara
muy lavada, con esa expresión lela de quien va a lomo de unicornios, serendipias,
caminante sin brújula por los resquicios del hogar.
“Salir cuando nada te obliga y seguir tu
inspiración, como si el solo hecho de torcer a derecha o a izquierda fuera en
sí mismo un acto esencialmente poético”, escribió Walter Benjamin. Y eso haces,
de la sala al baño y de ahí hasta la cocina, pasando por tu habitación,
recorres la ciudad, cuatro paredes y un techo donde llora el crío, suena el
timbre, duerme el perro encima del cojín mientras tú, feliz y emocionado, creas
un universo paralelo.