12/31/2006

Revista cultural

El otro día alguien me pidió un escrito para una “revista cultural”. Accedí de inmediato porque me gusta eso de escribir, pero el gusano de la duda pronto hizo acto de presencia.
Y es que, la verdad, a la hora de tomar asiento para elaborar mis rasguños tipográficos, comencé a preguntarme por la identidad implícita de esa cosa en la que aparecería mi artículo, es decir, me aguijoneó la incertidumbre acerca de lo que la gente entiende por publicaciones de esa naturaleza. Empecé, claro, por tratar de comprender el sentido que el término cultura cobra en la masa encefálica y en la boca de ciertos personajes. Supuse entonces que para muchos se presenta sumergido en líquidos desinfectantes, por aquello de la higiene y la apariencia, no fuese a ocurrir que de un momento a otro a alguien le diera por asociar la palabrita con otros quehaceres, sencillos e inferiores quehaceres, más culturosos, quizás, que culturales, lo cual para nada es la idea cuando de acartonamientos y ropaje almidonado se trata.(Cartones y almidones, sí. Ésos son los materiales con que la idea de cultura está fraguada para algunos).
Cuando aquel señor pidió mi participación en lo que próximamente sacaría a la luz, ¿qué querría decir al colgarle ese adjetivo a su revista? ¿Acaso que le echara jabón al lenguaje para limpiarlo de toxinas poco culturales? ¿qué apelara a temas “serios”, únicos dignos de ocupar algún lugar en la restringida consideración de lo que para él es o no “cultura”?, vaya usted a saber. Lo cierto es que van siendo bastantes los que igualan tal palabra a la asepsia de un quirófano, hecho que a mi juicio equivale a peligro de maniqueísmo, a idea de grilletes y mazmorra para algún pobre coño o puta o carajo, asunto siempre vivo en puristas de todos los pelajes, y por cierto muy de moda casi siempre.
En cuanto a mí, asumo la cuestión de manera por completo diferente. Entiendo, por ejemplo, que la revista "Imagen", "Letras Libres" o "Qué Leer" no son más culturales que "Feriado", "Zeta", "Estampas" o la chismosa "Vanidades". En ellas cabe completica una manera de entender y de escrutar el mundo, y ahí se reflejan ciertos modos, afloran haciéndose visibles ciertas puntas de hilos que nos muestran en nuestra pura condición de Homo Sapiens y que pudiéramos tomar hasta llegar quién quita al mismo ovillo, si abrimos bien los ojos. Es posible hablar de cultura occidental, de cultura democrática, de cultura popular y hasta de cultura adeca, otra vez adjetivando con explosivos la palabra, pero de ahí a la bendita “revista cultural”, frase tautológica por donde se mire, hay un limbo que no logro franquear.
Me dispuse entonces a escribir (y lo hice), sólo que mi entrega se ubicó a años luz de todo cuanto añoraba mi decepecionado peticionario. No más al leer “Estrategias infalibles para papar moscas en la calle”, simple reflexión que intenté desarrollar acerca del ocio en el siglo que pasó, con cara de terror el individuo dobló en cuatro las cuartillas, se rió como cumpliendo un rito obligatorio, y salió en carrera para no dejarse ver jamás. Supongo que mi escrito no cabía en el serísimo volumen que publicaría aquel hombre.
En fin, ¿qué diablos podrá ser, dígamelo de una vez si usted lo sabe, una revista cultural?.


12/12/2006

Al revés

Todo el mundo persigue un ideal. El otro día alguien mencionaba que su sueño era convertirse en un magnífico pianista. Mi sobrino, que apenas tiene doce años, quiere ser el gran piloto. Otros se queman las pestañas porque la fulana beca es para los mejores, e incluso algunos han pactado con el diablo sólo por conservar su cánon de perfección, que es la eterna juventud. Y así.
Yo, como los demás, también guardo mis anhelos. De un tiempo para acá me ha dado por imaginar un mundo diferente, verá usted. Uno en el que ciertas cosas –los ideales, pongo por caso- se pusieran de patas para arriba. Entonces me pregunto: ¿qué tal si a los sueños de grandeza se les asesta un golpe en plena nuca?.
Un golpe en plena nuca significa lo que para mí viene siendo el afán de lo peor. Me explico: entre tanta gente con ganas de subirse al pedestal más alto, me carcome el afán por ocupar los últimos lugares. Y es que para ser el peor, muy contrariamente a lo que la mayoría supone, hay que empeñarse de lo lindo. Es verdad que hay gente buena, excelente, incluso, en esto o en aquello, pero tarde o temprano tiene uno que aceptar lo irremediable, es decir, que competir por el rezague cuesta también Dios y su ayuda.
Porque una cosa es apuntar al cielo y otra es dar el tiro al suelo. Esto último lo hace cualquiera. Pero erigirse en primer escritor de obras insalvables, en un patético esgrimista o en arquitecto postrero, no me negará que implica un reto de lo más interesante, sobre todo por la competencia que engorda cada día sin frenos -no pasa una semana en la que no se rompan las mejores marcas-. Un ejemplillo ilustrativo: si el presidente, que se esmera como nadie en hacer las cosas bien, no acierta ni por carambolas, imagine el adversario en que se convertiría si decidiera ser el peor. Para ganarle habría que emplearse a fondo, y pienso que ni así. De modo que la antítesis de lo mejor requiere vocación, talento y trabajo, mucho más del que con gran entrega hace sudar a un medallista de las Olimpíadas.
Me ha dado, pues, por ser el peor. Como juego muy mal al ajedrez, decidí participar en un torneo. Salí contento porque ocupé el penúltimo lugar, nada malo si consideramos que apenas fue el primer intento. Estoy convencido de que los sueños de bajeza no tienen por qué avergonzar a nadie. Todo lo contrario, sus cuotas de exigencia, repito, superan con creces las de los trillados de grandeza, aparte de que van siendo menos aburridos. En el fondo, sin embargo, terminan por compartir nicho, culminan en un abrazo profundo y de lo más unificador, pues los hermana el sacrificio, el esfuerzo por alcanzar un objetivo, las ansias de acceder a lo mejor -sí: lo mejor de lo mejor y lo mejor de lo peor-. La serpiente, pues, mordiéndose otra vez la cola.
Si un presidente, un ministro, un gobernador, un alcalde, un puñado de concejales, pobrecitos, a quienes salvo excepciones todo les sale de la patada cuando en realidad lo que pretenden es un resultado óptimo, cambian de perfil, de óptica, y deciden enfrascarse en rollos para los que muestran un talento natural, o sea, deciden esforzarse por conquistar elevadas posiciones en el campo de las mediocridades, quién quita, a lo mejor por estar buscando hacer las cosas mal éstas empiezan a salirles bien. Eureka. Hasta para eso serviría mi sueño, a favor de semejantes personajes, malos entre los malos en este pobre país, obraría mi afán por colocar de cabeza esas elevadas ansias que en líneas generales cualquiera manifiesta. En cuanto a mí concierne, seguiré en mis trece. Estoy a la caza de un nuevo trofeo, no otro que escribir el peor de lo artículos. El peor de los peores, que ya es mucho decir. Si usted no entiende éste, o lo va aborreciendo a medida que se adentra en la lectura, entonces voy por buen camino. Mientras tanto, le doy las gracias por leerme.

12/01/2006

Un día tranquilo

Pasa una muchacha con el ombligo al descubierto. En este café la vida es efervescencia, algo así como agua en ebullición. Pasa tranquila, sin percatarse de que ha aumentado el hervidero. La muchacha con el jeans ceñido, los zapatos deportivos, el bolso al hombro y el ombligo al descubierto coge por los cuernos al toro de las miradas y se mete en el bolsillo todos los niveles de testosterona, los ojos lúbricos, la tremenda magnitud de los deseos.
Pensé que iba a ser éste un día tranquilo. De la taza de café a la revista Zeta, del teléfono que se mantiene en silencio al humo de cigarros entremezclados con aceite de frituras. La muchacha del ombligo al descubierto es en realidad una tromba marina, y después de ella sólo hay que recoger los vidrios rotos.
Qué cosas. Uno cree algo, uno cree por ejemplo que un día tranquilo cuadra perfecto en la planificación inocente que se lleva a cabo allá, en las cavernas de la imaginación, pero resulta que la vida tiene sus meandros, acata con fuerza los dictados de un cuerpo de infarto coronado por un ombligo y su plena desnudez. Nada rebuscado, redondo y perfecto, el de esta chica asoma equidistante del botón metálico del pantalón y la línea suave, como una caricia, donde acaba la blusa semitransparente.
Esta mujer con el ombligo al descubierto es cualquier cosa menos una mujer con el ombligo al descubierto. Perdón, no es cualquier cosa, es un volcán, y ahora la mayoría estamos patitiesos, patidifuás, patas arriba o como quiera que se llame esto de permanecer quemados vivos, bañados en lava, arrasados por un Vesubio de estos tiempos en la Pompeya que llegó a ser este café.
De un día tranquilo se elevan las cenizas. Quién lo hubiera imaginado: levantarse temprano, tomar el jugo de costumbre, comprar los periódicos, comprar una revista, y luego la estocada, el barullo del ombligo sobre las caderas que arrasaron con un café de pueblo en pleno día soleado. Como para coger palco.
Un ombligo al descubierto tiene mucho de puerta semiabierta. Entonces llega uno y da el empujoncito que faltaba para que la escena cobre el tamaño de cada sueño húmedo, de un chorro de adrenalina, de cada feromona trocada en alimento para el inconsciente. Pregúntele al doctor Freud. El café, a estas alturas, no es más que un museo de las pasiones, esas señoras reprimidas que danzan como si nada entre vigilia y duermevela. Pregúnteselo al de la mesa tres, pregúntemelo a mí.
Un día tranquilo termina siendo el embrollo hecho cuerpo modelado por los dioses. Un día tranquilo, viéndolo bien, no se lo deseo ni a mi peor enemigo. Es mil veces preferible, desde luego, un ombligo al descubierto.