2/19/2013

Los juegos de la memoria


    Recuerdo los primeros libros que tuve entre mis manos: cinco novelas de aventura en tapa dura, con letras doradas, que daban forma a la colección Clásicos Universales. Fue un regalo de mi madre cuando yo tendría cuatro o cinco años. Me tomó tiempo comenzar a leerlos, a diario los observaba en un rincón de la biblioteca, sabía que eran míos, imaginaba el misterio que llevaban encima. Alguna vez iba a atravesar sus páginas.
    Mi hija Camila pronto va a hacer la Comunión. La biblia que utiliza en cada clase me acompañaba al catecismo hace treinta y cinco años. También mi madre fue la artífice de ese regalo. Como observarán, soy dado a conservar ciertas obras que, vistas en retrospectiva, funcionan como espejos a la hora de escudriñar en el pasado.
     Hace poco me dio por hojear el “Diccionario Práctico EASA” con el que mi pequeña resuelve rompederos de cabeza a propósito de las palabras.  Ha sido la directa heredera del libraco que una tía me obsequió a los cinco años porque su sobrino era entrometido y preguntón. Según ella, resultaba poco menos que imposible mantener por diez minutos el hilo de una conversación entre adultos sin que esa ardilla metiera sus narices lanzando a quemarropa interrogantes sobre qué era nauseabundo, inverosímil, axila o traqueteo.
    Es curioso, pero cojo el EASA y al notar cómo dejé huellas en él, pienso que algunos textos son también cortes geológicos, capas superpuestas como esas que se dejan ver en las excavaciones arqueológicas. De algún modo parte de tu historia queda ahí, al aire libre, legible si te das a la tarea de reconstruir fósiles, empalmar épocas y analizar sedimentos.
    Guardo en la memoria la viva imagen de mi madre forrando los cuadernos. Segundo grado me hacía sentir mayor. Quedaba atrás el kínder, a lo lejos recordaba andanzas con la maestra Báez, de primero “A”. Comenzar segundo no sólo era emocionante sino también un reto: el libro de lectura lucía considerablemente gordo, me habían comprado un compás y un transportador (¿qué diablos era eso?) para hacerle compañía a la solitaria regla con que aprendí a trazar líneas rectas, quebradas, inclinadas y demás misterios por el estilo. Y por si todo lo anterior fuera poco, Laura, con su cabello recogido en una cola de caballo, me hacía latir el corazón más de la cuenta.
    El diccionario finalmente estuvo listo. Forro de papel azul con rombos blancos, forro de plástico encima, y en el medio una etiqueta para identificarlo. Lo abro en el presente mientras Camila colorea páginas de sus tareas, pienso en el colegio, pienso en el niño que fui y en la niña que es mi hija. Pienso en Daniel, más pequeño que ella aún, y me digo el lugar común que nos aplasta las narices: “los tiempos cambian, uff, los tiempos sí que cambian”. Y es bueno que sea así.
    Mierda, culo, vaina, coño, aparecen encerradas en un círculo con tinta negra. Me veo leyendo esas palabras en el diccionario, absorto, sorprendido, preguntándome por qué razón están ahí. ¿No era ése un libro serio? ¿No era un objeto que usaba la maestra? ¿Cómo es que de pronto contiene palabrotas? Puta, pendejo, ñoña, me producían la sensación de que las cosas no estaban en su sitio, de que ese vendaval de términos prohibidos cabían también en una parte semiiluminada de la escuela. Era contradictorio, era un descubrimiento que me confundía.
    Continúo mirando el  libro, noto mi firma en su primera página, debió ser a los seis años. Luego observo otra, quizás ya a los siete u ocho. Veo incluso una adicional, muy distinta, una rúbrica sin dudas imitando a aquella de mi padre, imposible de leer, un verdadero garabato. A semejantes alturas, sexto grado diría yo, me sentía un hombre, un hombre grande, alguien diferente a esos mocosos insignificantes de tercero, cuarto o quinto.
    La verdad es que esa línea temporal que implica un libro largamente usado por nosotros lleva las marcas de lo que hemos sido. Si abres los ojos hallas pistas, la punta de algún hilo que puede arrojarte al ovillo que ahora eres. Paso las páginas: un corazón dibujado con marcador rojo, atravesado por una flecha verde. Una frase escrita en cuti: cutilecutivoy cutiacutipecutidircutiuncutibecutiso. Las iniciales de varios nombres clave: B.A.M., María A.P., A.L.R.G., y también algunos sueltos, desafío abierto para entrometidos capaces de hurgar en mis secretos: Luciana, Alejandra, María Eugenia.
    Camila termina su tarea. Ordena los cuadernos, recoge desperdicios, guarda todo en su morral. ¿Me permites?, y entonces cierra el diccionario, lo coloca junto al resto de los útiles. Se lleva el fardo hasta su habitación sin saber que ahí también voy metido de cabeza.

2/14/2013

Preguntas y respuestas


    La anatomía humana se luce en las piernas de una mujer. Salir a la calle supone en ocasiones sentarse a contemplar, y hacerlo es en mi caso darme de frente con la estética femenina traducida en carne y huesos. Que unas piernas, cruzadas o no, erguidas  o no, bronceadas  o no, lleven el enigma a cuestas, existan con la música de fondo que más se parece a una nota de violoncello, a un solo de trompeta, a una descarga de piano, hace que el hecho simple de observarlas, de verlas pasar, cobre ribetes casi místicos a la espera del verde en el semáforo.
    Basta salir a la calle y morir arrollado por las piernas de Sheila o de Laura en el mercado, a un paso del parque al que te diriges con tus hijos, a dos metros de tu turno para usar el cajero de Banesco, y entonces te das cuenta, la seguridad de que existe el Paraíso te agarra por el cuello mientras Laura ríe a sus anchas y Sheila continúa su andar como si nada. La otra vez me senté en un banco de la plaza y columnas troncocónicas embutidas en sandalias y a veces en zapatos altos me llevaron a la Atenas de Pericles. Las piernas de una mujer tienen mucho de grecolatinas, la verdad sea dicha, y quien ose dudarlo nada más échele un vistazo a las esculturas de Fidias para comprobarlo. Hay que ver, él pone la firma a diestra y a siniestra.
En esos monumentos griegos que son las piernas de una mujer en su vaivén está la piel al aire libre, o el nylon de unas medias que terminan allá arriba, en plenos muslos, o el jean mágico que todo lo acomoda, cómplice mayor, celestino irremplazable entre quienes juegan a la tentación en tierras de Afrodita. Sales a la calle, subes por la avenida tal, doblas a la izquierda, y ya en ese trayecto la pasarela que es esta ciudad alborotó hormonas y latidos, prescribió colirios, inventó imágenes devastadoras como un tsunami desde el pulgar hasta la ingle. Entras al primer café que se atraviesa en tu camino, vas directo a tu atalaya, pides el marrón, pides agua mineral, pides el periódico del día, entonces lees con inocencia lo que puedes y al apartar los ojos del papel la película es Fellini, la escena es Sophia Loren con las piernas al acecho. Sales a la calle y caminas en un campo minado, sales a la calle y te cubres por completo de peligro. No hay escapatoria.
    Lleno un cuestionario y me preguntan si tengo interés por cuestiones de avanzada, si comparto ideas o simpatías con movimientos literarios, ecológicos, políticos o culinarios. Blablablá. Respondo en una ráfaga que mientras siga en esta calle y vagabundee por la calzada, el único movimiento que me atrapa es el de las caderas. Basta la película que se desarrolla enfrente, disfruto un mundo metido de cabeza en ella. Suficiente con el erotismo desbocado en una esquina cualquiera.

2/12/2013

La voz del poeta


    Cada tanto compartimos un café, conversamos, arreglamos o terminamos de hacer pedazos este mundo. Ha publicado varios libros, todos de poesía, y ahora mismo tiene en mente lo que será un próximo título. Vamos a La Escalera, un café coqueto, aséptico, climatizado hasta en el baño de la cocina, que a él le gusta y a mí me desencanta pero qué se le va a hacer: “o en La Escalera o en ninguna parte, viejo. Esta vez impongo yo”.
    Conozco a Pedro Suárez desde hace una punta de años y créanme que lo digo con orgullo. Es bueno saber que existen los amigos, sobre todo porque son como el azúcar, la leche o el pollo en este pobre país, escasos, poquísimos, de a ratos inexistentes. Con Pedro pasa que es amigo y ya, y la amistad se nutre de un valor de uso que sabes va a estar ahí aunque tengas ocho meses sin saber de él. No hace falta la presencia cotidiana, física, quiero decir. Basta el hecho trascendente, la seguridad de que el tiempo y los kilómetros, la lejanía, forman parte de una realidad circunstancial donde nada hay que demostrar. Somos amigos y punto.
    Pedro Suárez ha escrito desde el hígado o la risa, desde el corazón o las tripas, y su trabajo ronda los temas de siempre, los universales, los profundos, los que llegan a los huesos sencillamente porque la humanidad yace en nosotros. He leído cada uno de sus libros y en todos va de bruces el hachazo necesario para decir esto o aquello con versos puntiagudos, con palabras TNT, con dardos de lenguaje envenenados a punta de existencia, polvo en los zapatos y pulso a tono con el párrafo que siempre intenta redondear.
    Mientras me quejo porque en este lugarejo está prohibido el humo del tabaco, él extiende una pila de cuartillas, me la da, “son los textos de los que te hablé”, dice, y yo paso la vista por encima y observo: “Libro de la sabana”. Anoche pude leerlo de un tirón. Entonces, de seguidas fui poco a poco, a mi manera, releyendo poemas salteados. Violé el orden que el autor había propuesto, machaqué fragmentos que, como islas, formaban perlas solitarias, pequeñas joyas encofradas en una hechura mayor. Es un libro a propósito de la Gran Sabana, un libro de viaje, de aproximación, de vuelo rasante que termina por atravesar de cabo a rabo la geografía física y espiritual de una región que se le incrustó a mi amigo en plena piel.
    “Este es el camino que haré más de dos veces/ me secuestra el salto y la voz pemona/ la sensación de navegar por un tobogán de estrellas/ la manía de dormir los grillos del corazón”. Entonces nada, tobogán e insectos están ahí, acaso a medio paso de mi sillón y de mi lámpara. “Pude tocar El Dorado/ comprobar que el de los libros/ era una torpe infamia/ un mito inacabado”. Y eso creo, que un mito da bandazos entre lo que cuenta y lo que en verdad nos aplasta la nariz, y lo que cuenta aquí se agacha porque un poema le lleva la contraria.
    La Gran Sabana es el motivo, el punto de fuga, materia plástica hecha libro: “Comprobé que la sabana habla su propia lengua/ y que las letras de su abecedario/ están escritas en un cuadernillo editado en el Precámbrico”. Y además: “Te das cuenta de que si olvidas la clave/ no comes ni bebes/ que las camisas planchadas/ se arrugan al cuello/ que la Helicobacter pylori/ es un nudo de corbata/ que sentarse a la mesa y negociar una rosa/ es tan peligroso como escalar el salto Angel”.
    Nada más que decir. Valdrá la pena. Estoy seguro de que bien valdrá la pena saborear estos poemas transformados en el libro que saldrá a la calle. Lo esperaré con alegría.

2/01/2013

Mi amigo escritor

    Alberto Manguel escribió unas líneas que Camila y Daniel suscriben a cada instante: “los niños saben algo que la mayoría de los adultos han olvidado: que la realidad es todo aquello que nos parezca real”. Lo anterior produce un lamento y una tristeza. El lamento es que una frase lapidaria como esta genere tan poco eco en nosotros, es decir, esos adultos, esos bichos raros en los que nos transformamos, y la tristeza, pues la tristeza es la ocurrencia de tal metamorfosis.
    Tengo un amigo que siempre le busca cinco patas a los gatos. También es escritor (los escritores son unos buscadores incansables, me da la impresión) y entonces usted lo ve oteando el horizonte con ojos de felino al acecho nada más que por hallar la sabia que subyace a este artificio con que bañamos el mundo, a este orden tan pulcro, tan aséptico, tan cargado de adultez que hemos construido desde hace tanto y al que nos lanzamos de cabeza.
    Uno anda rodeado, dígame si no, por un océano cuyos progenitores son el bueno de Aristóteles y el inteligente Descartes, o sea, lógicas estructuradas para ver de una manera, pensar de una manera y actuar de una manera. No está mal, tomando en cuenta lo bien cuadriculado que anda el universo, pero mi amigo escritor tiene razón, buscando lo que no se le ha perdido, cuando menos él dio en el blanco al punto de encontrar otros modos de mirar la cosa. Sus libros van por ahí llenos de ironía, sus escritos chorrean humor negro y perspicacia, sus obras leen la vida echando afuera lo que está bajo la alfombra.
    Calles, charcuterías, museos, escuelas, parques, hogares, tiendas, templos, burdeles, plazas, fueron jerarquizados por una mente que los unifica y les otorga su particular pie y cabeza. Eso es bueno, no vaya a ser que andemos más perdidos de lo que ya estamos, pero a mi amigo le encanta llegar a esos lugares y volver añicos ese orden superior que nos guía y nos organiza. Mi amigo es un niño, no cabe duda, pero también mi amigo, como usa barba y tiene canas, ha sido presa del ojo vigilante de lo que yo llamo “un adulto por todo lo alto”, esto es, alguien olorosito y entalcado a propósito de sus funciones como hombre educado, programado, bien llevado. Ha sido presa, digo, porque del cuello le cuelga, hasta que dé muestras de enmienda contundentes, la etiqueta de raro y diferente, generoso eufemismo para no decirle de una buena vez atolondrado, apestado, loco o desquiciado.
    Ese escritor que anda buscándole la quinta pata al gato gusta leer el mundo a su manera, lo cual pasa por considerarlo tierra virgen en cada expedición exploratoria que lleva a cabo todas las mañanas al despuntar el día, justo cuando empieza la faena cachito y jugo mediantes en el abasto de la esquina, servidos por Joao, portu buena gente  y simpátiquísimo como ninguno.
    Según creo haber sugerido ya, y por ser un hombre libre, mi amigo le saca la lengua a ciertos órdenes preestablecidos. Ese pre en preestablecidos, claro está, tiene mucho de plancha y almidón, por lo que siempre es urgente, dice él, salirle al paso con una labor profunda de recreación a propósito de todo cuanto se anteponga entre él y su mirada. Como es lógico suponer, este re de recreación sí que resulta mucho más simpático que el malencarado pre, al que es bueno insuflarle dosis elevadas de anarquía para despeinarlo y desarreglarlo un poco mientras se le hacen cosquillas epistemológicas (perdonen el feo academicismo) a ver si sonríe y cambia por fin de semblante.
    Total, que la labor es ardua pero grata. Y ahora que lo pienso, recuerdo esa sentencia de Cortázar, quien a tono con todo esto llegó a arrojar una frase a quemarropa: “soy realista porque me niego a dejar fuera de la realidad hasta la última migaja del sueño”.