10/28/2014

Lecciones de escritura


    Hay quienes piensan que escribir es agarrar el lápiz, domar de algún modo el lenguaje, contar una historia y de seguidas estampar la firma. Yo vislumbro lo anterior como absolutamente cierto, claro, si semejante acción supone condición necesaria, pero no suficiente, para hacer literatura.
    No por moverse con fluidez entre los recovecos de la lengua se tiene al toro cogido por los cuernos. Tampoco vale una historia y ya, con principio, desarrollo y fin. El hecho literario exige, exige mucho, de lo que se deriva una verdad casi siempre pasada por alto entre tanta tinta vertida sobre miles de cuartillas: escribir lleva aparejada una vuelta de tuerca, un plus adicional que requiere uso del lenguaje, por supuesto, en combinación mortal con la trama que se despelleja al filo de toda historia que se respete. Quiero decir,  y fíjese por dónde va el asunto, que escribir lleva en sus entrañas la puesta en práctica de un alto en el camino, de un ojo escrutador cuyo calado implica puñalada trapera a cierta lógica que por cotidiana practicamos incluso sin percibirla. Escribir es detenerse, afinar una mirada o cuantas resulten necesarias hasta encontrar el ritmo único sin el que será imposible  expresar lo que tiene que ser dicho. Nada más y nada  menos.
    Un cuento, una novela, un artículo de prensa, una crónica, un ensayo, un poema, van a ser dignos de esos nombres cuando lo que llevan entre manos pase al lector a lomo de palabras que trastocan la realidad porque esa realidad fue abordada desde escondrijos poco transitados, capaces de obsequiarle a quien se asome un buen coñazo en la nariz. Si un texto no te tumba al suelo pierde peso literario, se transforma en puñado de párrafos amontonados, de modo que a falta de mejor lugar lo arrojo al basurero.
    Llevo algún tiempo en eso de rasguñar papeles. Me ha dado por escribir poemas, cuentos, ensayos, crónicas, artículos, y vaya usted a saber qué diablos fui pariendo en cada atrevimiento. Leer mucho, leer como un condenado, leer hasta la etiqueta del pote del champú mientras te duchas, eso, eso y sentarte a teclear sin contemplaciones, son los maestros. No hay más: talento, si lo tienes, terquedad, lectura y escritura. Pero yo encontré además, entre las mil formas que cada quien vislumbra mientras chapotea en las aguas de adjetivos, frases, preposiciones o tachaduras, que mis hijos son algo así como escritores a sus soberanas ganas, verdaderos creadores deambulando por la casa, correteando entre los muebles de la sala, obsequiándome lecciones cada vez que me dispongo a hacerles caso.
    Tienen la facultad de labrar mundos. Transforman la caja del papel tualé en nave espacial, olisquean flores exóticas justo cuando la rutina anda metiéndose por puertas, ventanas y rendijas. Invitan a ser niño otra vez, de modo que he aprendido poco a poco a reordenarlo todo, a hurgar de otras maneras, con lo que el día a día escupe ahora perlas que antes  eran invisibles. Escribir es observar a cada rato, enfocar desde peñascos poco aptos para otear el horizonte. La capacidad de búsqueda, la imaginación a prueba  de adultez, el toma y dame con la lógica que casi con seguridad mañana terminará engulléndolos arroja como consecuencia la maravilla de que puedan sacarle punta hasta a una piedra. Creo haber aprendido eso de mis hijos y para siempre les voy a estar agradecido. Lo que pueda hacer con tal regalo quién sabe si terminará en pieza literaria o en materia para las pocetas, pero de cualquier modo ya no soy el mismo, cuestión que a fin de cuentas  es el hecho existencial de envergadura. A diario me brindan lecciones de escritura, lo que desde luego ignoran. Cuando tengan edad   para entenderlo va a ser muy placentero hacérselos saber, con el añadido de que  -¿quién podría decir si sí o si no?-, acaso lleguen a mostrarme historias, poesía, textos nacidos de sus plumas.  Ya llegará el día de descubrirlo.

10/15/2014

La piel sobre las cosas


    Uno anda por la vida observando los hechos, poniéndole el ojo a cuanto se nos cruza enfrente y lo cumbre es que vemos sólo de a ratos, contemplamos nada más la piel de la cebolla. Apenas sentimos el impacto en la nariz cuando debajo bulle un cúmulo de causas cuyas menudas consecuencias te aplastan el órgano nasal. Nos conformamos con el tabique roto. Así despachamos la cuestión.
    Por lo general suelo ver la forma de las cosas. Quiero decir, me da por suponer que una silla vieja o el abrigo que cuelga del perchero constituyen un saco de papas arrojado en el camino, y las papas vaya usted a saber si son papas o melones. Pues sí, es como para fruncir el ceño, qué se le va a hacer. De algún modo me las he arreglado para hurgar el mundo que se expone de la epidermis para allá.
    En cierta ocasión me dio por contarles de los carros viejos, así que traigo un pequeño ejemplo a manera de recordatorio. Tengo la costumbre de ponerles rostro a los bólidos que tropiezo en el camino. Un Ford Fairlane de los ochenta, pongo por caso. Sonrisa abierta, cara de pocos amigos. Un Ford Fairlane de los ochenta equivale al personaje que rueda por ahí sobre los límites de lo que termina uno por catalogar como seguro, es decir, borderline: hoy como, fumo, encuentro cama y ducha caliente pero mañana quién quita, cada amanecer lleva pegado de la frente sus particulares quebraderos de cabeza, trae con él su propio afán, y miren que el asunto no tiene un pelo de bíblico. Ford Fairlane, Fiat Supermirafiori o Mustang del 84, lo cierto es que uno a uno pasea su careto por las calles y yo me divierto descubriéndolos, estudiando sus caras, imaginándoles incluso posibles estados de ánimo, y doy por sentado que también ellos, no faltaba más, disfrutan del mutuo reconocimiento. Total, que suelo ver la forma de las cosas, como decía arriba, con lo cual Mustang y Ford Fairlane son Mustang y Ford Fairlane más un puñado de recovecos escondidos, semánticos o como se llamen,  que si me pongo a contarles, ufffff, si me pongo a contarles.
    Llego a mi café predilecto, otra vez un Bermúdez, cumanés que se deja encender como los grandes, humo, chupada, humo, chupada, marrón espumoso de seguidas, el libro en la página noventa y tres, y entonces un hombre entrado en años abre el periódico dos mesas más allá. Pienso en cómo luciría décadas atrás, qué imagen de sí mismo arrojaría en su infancia. Recorro las sienes, la piel fofa de los brazos, el lunar apenas perceptible sobre la barbilla, pantalones cortos, franela con restos de helado, canicas, trompo, la madre apurándolo con el refresco. La forma de las cosas es también esa mano enguantada que al salir deja relieves, huellas, marcas de lo que estuvo y ya no. Ciertos hechos son lomo de felino arqueándose bajo caricias, elementos sueltos a sus anchas sacándole la lengua a los relojes, jugando al gato y al ratón con los transeúntes.
    Es como para fruncir el ceño, claro está. Y aunque la vida o la ciudad fueron pensadas a fuerza de plancha y de almidón, de uno más uno son dos porque Aristóteles y su lógica o Descartes y su método, la verdad es que hay una piel por encima de la superficie y hay sacos de papas que son también melones, figúrese la confusión. Es bueno mirarse en los espejos, hace falta ponerse a ronronear como los gatos.

10/04/2014

Para hablar de libros...

Con Liliana Elías y Eliécer Calzadilla. Mil gracias por la invitación.

10/03/2014

La crítica literaria no es un acto de onanismo


Roger Vilain. Capítulo de libro (VV.AA). Universidad Central de Venezuela. Próxima publicación.

    Hace algunos años, mientras estudiaba literatura en la Universidad de Los Andes, noté que las teorías, que los mecanismos de aproximación a ella sufrían una especie de partenogénesis a propósito del todo que pretendían conformar. Existía un modo, científico, aséptico, que apelaba a la cirugía lingüística y cuyo estandarte fundamental reposaba sobre el hecho literario estéticamente autónomo, inmanentista, ajeno al mundo exterior que trasciende el texto y su perfecta y objetiva deriva, y había otro, pragmático, mucho más empírico o a caballo entre ambos modelos, que terminó por deslumbrarme hasta el presente.
    La primera de estas concepciones, es bueno decirlo desde ya, me ponía los pelos de punta. Por mucho que toda una corriente de pensamiento sostuviera que los estudios literarios funcionaban mejor y daban en el blanco con puntería refinada al transformarse en laboratorio o en quirófano, y que toda obra literaria lo es en función de la relojería interna que la constituye  -razón por la cual es preciso  disectarla para entenderla mejor y, acaso, saborearla mejor-, lo cierto es que desde esos días su contracara arrojó un gancho que aún hoy continúa siendo el estímulo, el motor capaz de hacerme gozar en el intento de escrutar los vínculos, relaciones, vasos comunicantes, pasadizos o puentes entre la literatura y la vida cotidiana, monda y lironda, que día a día emprendemos tal como si nada. Esa contracara supone vislumbrar la crítica como actividad diferente, en su hacer, al de un Formalismo Ruso, pongo por caso, y en general al de la tradición clásica estructuralista proveniente de Praga.
    Parto entonces de una premisa incierta para buen trozo de la tradición crítica. La literatura no es un compartimento estanco o una cápsula de entrecruzamientos y vínculos propios ajenos a un contexto mayor, sino por el contrario, dibuja un todo conformado por una red de relaciones donde el texto, pero también el resto de los elementos existentes en los procesos de comunicación, tienen mucho qué decir. Así, la literatura se alimenta de la vida, del magma que bulle en el plano de lo social, y viceversa. La literatura vista entonces no como hecho ahistórico cuyos múltiples engranajes permanecen desinfectados, refractarios a la literatura misma: en ella la rueda de lo contextual, de la obra y del receptor, del momento de la emisión, de la cultura que la genera o la recibe, danzan y se mantienen en contacto, interactúan, contaminándose, en un proceso que no acaba y que es tan diverso como diversas son las condiciones que rodean la creación e interpretación de un texto literario.
    Si aceptamos que el plano específico de la literatura viene dado sólo por las características inherentes al lenguaje que la hace posible[i], aceptamos entonces que aquélla es una manera particular de referir, exenta de canales cuyos entrecruzamientos permiten crear un universo íntimamente vinculado con la historia, con la sociedad, con la vida humana. “La poesía se centra en el signo y la prosa pragmática en el referente”, escribió Jakobson[ii]. Cuándo él mismo se pregunta: ¿”Cómo se manifiesta la poeticidad?”, y de seguidas sostiene que “cuando las palabras y su composición, su significado, su forma exterior e interior adquieren un peso y un valor autónomo en vez de referirse indiferentemente a la realidad”[iii], tal concepción entronca, como es obvio, con su idea acerca de las estrategias verbales que posibilitan la existencia de la literatura.[iv] Estrategias verbales que enfrentan a la postre un manojo de contradicciones imposibles de deshacer, pues pareciera que el discurso literario, para ser lo que es, requiere asimismo y como mínimo de un contexto y de un hecho adicional que resultará por completo fascinante: la disposición subjetiva de un receptor capaz de aportar sentido a lo que lee. Como puede verse, lo anterior no es poca cosa.
    Durante mis años de estudiante universitario descubrir el efecto del lector significó hallar, así lo consideré y así lo considero aún, la otra cara de la medalla. Entre el autor y el lector, teniendo al texto como protagonista, se abría un mundo de posibilidades creativas, de guiños, de complicidades, de enriquecimiento cuyo fundamento era la obra literaria misma. Ésta no poseía ya la condición de adminículo inamovible, de características o cualidades inmanentes, sino todo lo contrario, es decir, obra abierta[v] que propicia una marejada de significaciones cambiantes, diversas, capaces de, a través de la elaboración artística, hurgar en el fondo común del alma humana.
    Desde la perspectiva fenomenológica Edmond Husserl, J. Hillis Miller, Georges Pullet y otros autores trabajaron en función de describir cómo se manifiesta el mundo a la conciencia. A partir de sus ideas la crítica fenomenológica pretendió dibujar, sistematizar, evidenciar el universo presente en la conciencia del autor tal como éste lo expresa en su quehacer artístico, es decir, en su obra. Aquí empiezo a entrever la crítica que me interesa. En el “Reader Response Criticism”, alentado por Stanley Fish y W. Iser, efectivamente el receptor considera la obra como aquello que se manifiesta, que aparece frente a su conciencia[vi], relacionada al extremo con su bagaje de experiencias y su cultura. Eureka. Autor y receptor fraguando una realidad múltiple y porosa. Más adelante Hans Robert Jauss se apoya en los hombros de Dilthey y Gadamer y la crítica que propone desmenuza con ahínco los tablones interconectados que desde el texto vinculan a quien escribe y a quien lee. Una pieza literaria, así, parte en esencia de un “horizonte de expectativas”, de tal manera que su interpretación no sólo exige ahora la experiencia, la cultura, el “horizonte” de un lector determinado sino que se sustenta además “en la historia de la recepción de una obra y su relación con las diversas normas estéticas y conjuntos de expectativas que permiten leerla en diferentes épocas”.[vii] Como ya había sugerido Dilthey, en el plano de las “geisteswissenschaften”, o ciencias del espíritu, comprender un texto lleva aparejada una experiencia particular y novedosa: el lector hará las veces de resucitador, es decir, a través de su experiencia renovará el entramado vital que bulle, que se encuentra expresado en todo texto.[viii]
    Alguna vez la doctora Carmen Luisa Domínguez, lingüista de la Universidad de Los Andes a quien siempre admiré gracias a las experiencias únicas de sus clases tanto en pregado como en postgrado y debido a su notable excelencia académica, me dio a leer un libro en función del seminario que en cierta ocasión llevábamos a cabo. Se trataba de “El lenguaje como semiótica social”, de Michael A. Halliday. Confieso que lo leí aturdido y al mismo tiempo fascinado. En mi incipiente travesía por las aguas de la lingüística sentí que conectaba con ese manojo de cuartillas que de pronto había llegado a mis manos. Esas ideas, la exquisita agudeza intelectual, los razonamientos y argumentos del profesor Halliday, empalmaban, dialogaban frenéticamente con Gadamer, con  Dilthey, filósofos a quienes por aquellos días me acercaba con tanta curiosidad como timidez. En cierto punto Halliday sostenía que “el lenguaje sólo surge a la existencia cuando funciona en algún medio. No experimentamos el lenguaje en el aislamiento  -si lo hiciéramos no lo reconoceríamos como lenguaje-, sino siempre en relación con algún escenario, con algún antecedente de personas, actos y sucesos de los que derivan su significado las cosas que se dicen. Es lo que se denomina ‘situación’, por lo cual decimos que el lenguaje funciona en ‘contextos de situación’, y cualquier explicación del lenguaje que omita incluir la situación como ingrediente esencial posiblemente resulte artificial e inútil”.[ix] El “horizonte de expectativas” de Gadamer así como la “situación” de Halliday parecían apuntar sin duda hacia ámbitos más o menos comunes.
    Partiendo de lo anterior, creo que la labor del crítico es una que se dilata entre mínimo tres puntos fundamentales: el autor, el texto-contexto, el receptor. Sé que las teorías inmanentistas han realizado aportes significativos innegables al considerar, al enfocar sobremanera el tejido interno de una obra literaria, pero creo asimismo que intentar dar con la cualidad intrínseca de la literatura echando mano sólo del texto como entidad autónoma, lleva a callejones sin salida y, finalmente, a girar en círculos, cuestión que tarde o temprano debilita el edificio teórico que se pretende erigir.
    La crítica para la que toda obra literaria es una cerrazón sin conexiones con la historia, con la vida humana imbuida en sus miserias y grandezas, resulta a la postre una labor tan oscura,  tan pobremente abstracta a mi juicio que termina convirtiéndose en reducto inerte para iniciados exquisitos. ¿A quién le habla el crítico? ¿A un puñado de especialistas?  ¿A un gremio o a una industria cultural? ¿A un grupo infinitamente más amplio, no experto, necesitado de puentes entre él y las obras, de orientación y de formación del gusto? La actividad del crítico no supone  -nada más alejado de ella-  el quehacer de un onanista sino su polo opuesto, la antítesis del hermetismo cosificado e intrascendente. De cierto modo es la voz que clama en el desierto, un polemista, un librepensador quien ejerce la crítica literaria y a la vez, en los tiempos que corren, hace crítica cultural. Desde esa óptica implica hasta cierta medida un guía inteligente, porque abre puertas y confronta, debate, da algunos golpes sobre la mesa, ampliando las posibilidades de valoración e interpretación textual. No en balde Graciela Montaldo manifiesta con tino que “los trabajos más sugestivos de nuestra época son aquellos que, leyendo varios textos (discursos y prácticas) (…), tratan de armar nuevos sentidos para darle significaciones nuevas a las experiencias de nuestro pasado y nuestro presente que constantemente se están transformando”.[x]
   “Un libro es un espejo donde se encuentran las miradas del autor que lo escribió y del lector que aporta su imaginación para recrear la historia”,[xi] ha escrito Fernando Alonso, y la verdad es que si no fuese así, si un libro, si una obra literaria consistiera en una serie de tramas autorreferenciales, una nada sin connotaciones extrapolables al acontecer humano, donde el lector estuviese más cerca de la meretriz que lleva a cabo su función sin fuego y sin disfrute que del volcán de sentidos, polisemia y participación plena que lo caracteriza al momento de fundirse con la historia, con el texto que tiene entre sus manos, pues la literatura y la crítica  -esta última también en numerosas ocasiones obra literaria- serían actividades poco trascendentes, desérticas, impermeables a la sazón vital y al fondo común humano que nos incita a vivir  -vicariamente, es cierto, pero vivir al fin-  las vidas que sabemos imposibles de gozar o sufrir de otra manera. Un libro es la ventana que da a ese lugar que enriquecerá nuestra existencia, y eso implica tener presente, yo lo entiendo así desde el inicio de los tiempos, que la literatura incide en lo que somos, produce cambios (lentos, desde luego, pero hondos y permanentes), y posibilita, como la lluvia, los vientos y el sol sobre ciertos paisajes, que el relieve humano cobre otros matices, gane configuraciones acaso únicas, de otro modo impensables en lo que vamos siendo.
    Por supuesto, decir que la literatura acarrea cambios en los individuos, y como consecuencia lógica en las sociedades, lleva a afirmar también que no me refiero a movimientos sísmicos ni a reacomodos violentos de ninguna especie. Lo que pretendo expresar es algo que he experimentado en carne propia: sin los libros, sin literatura, sin leer, estoy convencido de que no sería la persona que soy, para bien o para mal, porque sé que los poemas, las historias, los ensayos o los dramas que me han marcado a través de los años propiciaron aristas, pliegues, texturas o como quiera que se les llame, difíciles de extirpar y responsables de una visión particular de la existencia que sin duda no estaría presente sin el hechizo de los buenos libros.
    Hay una hermosa reflexión de Juan Farías que tiene bastante que ver con lo que he tratado de decir aquí. Él llegó a afirmar: “para mí, la literatura no es saber quién dejó escrito:
    Olvidado de las máscaras que he sido,
    seré en la muerte mi total olvido.
Para mí, la literatura es saber por qué lo escribió, qué sentía y, sobre todo, qué me hace sentir a mí”.[xii] De manera que la literatura lleva consigo escondrijos que resulta imperioso develar, y para hacerlo es preciso adelantar una labor detectivesca. Hurgar en la palabra, escarbar en frases, párrafos, ideas. Descubrir uno o muchos universos incrustados en el que nos conforma y suponemos único e inamovible. Ésa es, es gran medida, la tarea del lector y por supuesto la tarea del crítico, que en el fondo es un lector sui generis, entrenado, mordido por la pasión, por las ganas de lanzarse de cabeza en la literatura y nadar en ella, compartir lo que encuentra, hacerlo con más o menos estilo pero siempre, absolutamente siempre, embrujado sin remedio. El crítico, el que yo imagino y quisiera emular hasta donde fuese posible tiene en cuenta lo anterior. Lo que halla para sí lo halla asimismo, al expresarlo en sus trabajos, para otros. Gilgamesh, nos sigue diciendo Farías, “seguirá pasándole sus sueños al Capitán de las Estrellas mientras un chico y una chica, cogidos de la mano paseando por la playa, al nacer el día recuperan sin darse cuenta los suspiros de Petrarca”.[xiii] La literatura, pues, guarda en sí una forma de entender el mundo y es además una forma de estar en él. Nos obliga a detenernos para pensar la vida, para escudriñar esto que somos. Los críticos que más aprecio lo saben de sobra.
    La moral, la ética, el carácter ígneo de la literatura no están desvinculados de la crítica que nos aproxima a ellos, echando su particular mirada a los abismos del texto que nos quema las manos. El quehacer humano reverbera en toda ella, de modo que es documento fehaciente y testimonio fabuloso del sedimento compartido por todos los hombres: nada menos que mitos, esperanzas, tragedias, incertidumbres, grandezas o abyecciones que terminan por configurarnos.
    Las ficciones literarias están ahí para decirnos algo, al punto de que descifrarlas exige una labor por completo creativa  -sí, creativa-  que nos pone frente al espejo para contemplarnos de diversos modos. El crítico literario, hay que repetirlo una vez más, no alienta un acto de onanismo. Adelanta, y qué bueno que así sea, una tarea rebosante de otras cosas.  

Notas:

[i] Para profundizar en esta idea, Cfr.: Ceserani, Remo.(2004). Introducción a los estudios literarios. Barcelona: Crítica.
[ii] Jakobson, Roman y Morris Halle.(1969). Fundamentos del lenguaje Madrid: Ciencia Nueva. Pág. 42.
[iii] Op.cit. pág. 4.
[iv] Una elaborada descripción, así como una discusión muy enriquecedora sobre las ideas de Jakobson, pueden hallarse en: 1. Culler, Jonathan.(2000). Breve introducción a la teoría literaria. Barcelona: Crítica y en 2. Eagleton, Terry.(1988). Una introducción a la teoría literaria. México: F.C.E.
[v] Echo mano aquí al título del espléndido trabajo de Umbeto Eco cuya lectura permite ahondar en las complejas relaciones autor-lector. Cfr.: Eco, Umberto.(1965). Obra abierta. Barcelona: Seix Barral.
[vi] Para profundizar más a propósito de la estética de la recepción, Cfr.: Eagleton, Terry.(1988). Una introducción a la teoría literaria. México: F.C.E.
[vii] Culler, Jonathan.(2000). Breve introducción a la teoría literaria. Barcelona: Crítica. Pág. 148.
[viii] Para una aproximación acerca de las ideas y trabajos de Dilthey, Cfr.: Ferrater Mora, José.(2004). Diccionario de Filosofía. Barcelona: Ariel. Tomo I.
[ix] Halliday, Michael.(1994). El lenguaje como semiótica social. Bogotá: F.C.E. Pág. 42.
[x] Montaldo, Graciela.(2001). Teoría crítica, teoría cultural. Caracas: Equinoccio. Págs. 119-120.
[xi] Alonso, Fernando.(2002). “El más grande de los tesoros”. En: Hablemos de leer. Salamanca: Anaya. Pág. 25.
[xii] Farías, Juan.(2002). “En voz alta”. En: Hablemos de leer. Salamanca: Anaya. Pág. 70.
[xiii] Op.cit. pág. 72.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Alonso, Fernando.(2002).”El más grande de los tesoros”. En: Hablemos de leer. Salamanca: Anaya.
Caserani, Remo.(2004). Introducción a los estudios literarios. Barcelona: Crítica.
Culler, Jonathan.(2000). Breve introducción a la teoría literaria. Barcelona: Crítica.
Eagleton, Terry.(1988). Una introducción a la teoría literaria. México: F.C.E.
Eco, Umberto.(1965). Obra abierta. Barcelona: Seix Barral.
Farías, Juan.(2002). “En voz alta”. En: Hablemos de leer. Salamanca: Anaya.
Ferrater Mora, José.(2004). Diccionario de Filosofía. Barcelona: Ariel.
Halliday, Michael.(1994). El lenguaje como semiótica social. Bogotá: F.C.E.
Jakobson, Roman y Morris Halle.(1969). Fundamentos del lenguaje. Madrid: Ciencia Nueva.
Montaldo, Graciela.(2001). Teoría crítica, teoría cultural. Caracas: Equinoccio.