2/28/2016

Gente y literatura

    Cuando era niño me daba por vincular ciertos objetos con personas. El Maverick del setenta y ocho tenía un parecido con mi tío Francisco que me dejaba helado. Una caja de chiclets Adams llevaba en sus entrañas el vivo retrato de algún primo, y así. Pues resulta que en plena adolescencia la literatura cobraba fisonomía particular, cargaba adentro parte de la humanidad que iba descubriendo en esa edad donde los días son volcanes en efervescencia permanente.
    Desde esa fecha vislumbré cierta extraña identidad en nosotros, tripartita para más señas, cuyo punto de fuga guardaba un fondo que me fascinaba. Los hombres eran como chorros de palabras, les colgaban del pellejo, de la voz, de la silueta, océanos de historias fraguadas a punta de literatura, nada menos. Eran como géneros literarios, de modo que develarlos poco a poco y desentrañarles huellas dactilares en el alma terminó siendo ocupación que absorbió buena parte de mis horas juveniles. La literatura como antropofagia, un caníbal que a la vuelta de la esquina te engulle sin dar explicaciones.
    Así como sucede en el hecho literario, un ser humano podía ser cuento, ensayo o novela, siempre en función del uso del lenguaje, de la disposición de comas y de puntos, de la construcción del tejido narrativo que terminaba por tragarlo de un bocado. Mi madre era sin dudas novelesca: amplia, anchurosa, con centenares de páginas a cuestas. En ella cabían todos los géneros, tal como demuestra el buen Balzac o el señor Dickens. En ella la vida equivalía a la Gran Sabana multiplicada por mil, al punto de que la comedia humana chapoteaba en el centro de mi casa, hecha carne y hecha huesos haciendo de las suyas por todos los rincones. Hay gente novela, sin la menor duda, condenada a ese papel y punto y fin, y eso no es bueno ni es malo, sólo es.
    Y hay quienes son cuento por donde los mires. Mi amigo Pedro Suárez, por ejemplo. Pedro es poeta, lo sé desde que la amistad terminó atravesándonos, pero lo que él nunca imaginó fue que resultaba un individuo cuento hasta la pared de enfrente. Tensionales y discretos, económicos en léxico y sintaxis, tales bichos sentencian el punto y final en tres párrafos máximo porque saben bien que el universo cabe en un puño, en un pañuelo, en la botella que comparten con quien sepa qué decir y cómo en el momento oportuno, ni más ni menos. Si un ser novela lleva el mundo adentro y lo expresa a cada instante en cuatroscientas veintinueve páginas, uno cuento escupe trazos de la galaxia empaquetados como si fuesen aspirinas. Y ahí te quedas.
    Pero la más rara y por eso la más extravagante es la gente ensayo. Aquí sí que los datos son un abuso de la estadística por aquello de las muestras insignificantes. Es que la cuentas con los dedos de una mano y sobran, mira cómo son las cosas. Sapientes, densos, con actos y gestos cargados de citas bibliográficas, cubiertos de fichas o anotaciones, enterrados en notas al pie y demás aparataje por el estilo, recuerdo a un amigo ensayo que es la viva información con sístoles y diástoles, sabiduría monda y lironda, qué se le va a hacer.
    Lo cierto es que me quedo con la novela y el cuento, cosa rara, porque en el plano de la hoja impresa un buen ensayo me atrapa y no me suelta. En fin, el mundo como biblioteca, como literatura que respira y puedes contemplarla en el café de la esquina y en el bar que está a dos cuadras. El universo entre anaqueles y Julio Verne yendo y viniendo como le da la gana, sentado contigo mientras da el último sorbo a su cerveza. Y Borges, y Garmendia, y Kapucinski entre tequilas y rones con bastante hielo. Quién lo hubiera sospechado.