1/31/2012

Noche acuosa



A medianoche
justo a la media noche
cuando los gatos juegan al amor
cuando el sueño se ha trocado en duermevela
apareces en tu escoba voladora
y me miras
y me observas
y me haces cosquillas con la lengua
en el centro
en el mero centro del placer.
Ese espacio
muy oscuro
que es lugar común
para el encuentro
deposita sobre manos y brazos
el deseo
la alegría cuajada de las ganas que suponen tus caderas
o tus muslos
o el camino hirviente de tanto que
queda por hacer.
Llevo tus maravillas al olfato
bajo
continúo bajando
acaban sin piedad en lo más recóndito
de mi entrepierna
terminan en aullidos a la Luna Nueva
en tibia charla con felinos o cometas
en lluvia cuajada de testosterona.
Entonces las acerco a la boca
las escruto desde mis papilas
cuento, una, dos, tres, cien
cuanto cada una
para asombrarme
para erizarme
para despertar inmenso con la fantasía
que es una caja de colores
y sabores aplastados
en el muro de unos labios
de mi boca
esta boca
que te nombra
te mastica
y eres vino y eres alga
y eres noche y eres sol tostado
y eres también
rodaja de pan, agua marina
y eres además todo lo que eres más un trozo de
líquido que escapa de tu beso
de tus piernas
de tus vellos.
Trago el piélago de esto que vas siendo
y por fin
entonces por sin
sé que existe el Paraíso.

1/30/2012

Horizonte



Bastan tus ojos
sólo una mirada
para acabar con la tristeza

1/26/2012

Viaje al fondo del deseo



Quiero ser
siempre
motivo para que fijes
los ojos en mí.

Cultura Sónica



Cuando echamos un vistazo al siglo XIX venezolano por lo general cobra preeminencia la gesta militar en el quehacer político del momento. Sin embargo, nada más alejado de la verdad. Por encima de caudillos, más allá de la acción violenta y guerrerista, la valía de los civiles en la dinámica cotidiana de la época sentó las bases de una condición ciudadana, de una república, que a la postre significó la Venezuela que tenemos. Fermín Toro fue uno de los hombres que contribuyó hondamente a esta realidad, desde su vocación de escritor, político, intelectual y humanista.
Para hablar de lo anterior nos acompaña esta tarde Diego Márquez Castro. ¿Cómo nos afectan y qué importancia tienen las ideas de Fermín Toro para la Venezuela del siglo XXI? ¿Cómo se gestó el legado de este pensador adelantado a su tiempo? ¿De qué modo su trabajo y sus ideas iluminan y ejemplifican el hecho de que durante el siglo de nuestra independencia los civiles fundaron un república?
Diego Márquez, periodista, especialista en filosofía política del siglo XIX venezolano, profesor de pre y postgrado en la Universidad de Guayana y en la Universidad Católica Andrés Bello, amigo con quien hemos compartido cátedra, vida académica, cafés, tertulias y, en fin, amistad por todos los flancos, tiene la palabra como entrevistado de hoy. Bienvenido Diego a “Cultura Sónica”, es un placer que estés esta tarde lluviosa con nosotros.

"Cultura Sónica". Lo que entra por un oído... ahí queda.
Miércoles de 4:00 a 5:00 pm por Pentagrama 107.3 fm

1/24/2012

Ganas



Me gusta el líquido
que sale de tus grutas.
Vuelo
llevo tu nombre a esta boca
para saborearlo
para cargar mi lengua
de pubis y gemidos
mientras hierven temblores
en tu vientre
cerca de tu sexo
a un palmo de tus senos
justo en medio de las ganas.


Camino
por las calles mojadas
camino
busco
indago
y encuentro tu reflejo

1/22/2012

Arcoiris



Muerdo los relojes
por fin el tiempo
en mis manos
por fin las horas
a mis pies
por fin te quedas
conmigo
para siempre.

1/19/2012

La magia de los sonidos





Camila, mi hija, siente pasión por la música. Probablemente el gusanillo que la azuza nace en el acercamiento hacia ese modo de concebir la vida -la música lo es- que ha observado, desde que era una imberbe, en quienes la rodean. Entonces hubo un momento en que se hizo necesario llevarla de la mano a instancias más formales, donde el cultivo y el amor por el canto, por el ritmo, por la magia de los sonidos, por el arte, fuese el objeto central, la razón de ser, el fin último de los convocados.
El Coro Infantil Andrés Bello, dependiente de la Universidad Católica Andrés Bello, resultó el lugar ideal. Ahí la música, el canto coral, la disciplina, lo lúdico, la responsabilidad, el placer, el aprendizaje, forman el entramado magnífico que un hada como pocas, María Cecilia Angarita, aprovecha para crear un mundo en el que la sensibilidad musical es primordial y en el que la convivencia, el respeto, la tolerancia y, en fin, el ser humano desde una perspectiva totalizadora, constituyen ejes que crecen y se entrecruzan tanto como el amor por Mozart, por el calipso o por las obras de autores venezolanos, brasileños, catalanes, en buena parte interpretadas por esos niños que todos los martes y jueves se encuentran para gozar cantando.
La música es un lenguaje, por supuesto. Es una manera de expresarnos que trasciende palabras o gestos. Requiere, para disfrutarla por entero, afinar la sensibilidad, educar el gusto. Cuando esto se logra las puertas de otra realidad parecieran abrirse y entonces el ámbito en el que nos hallamos se hace más vivible y más hermoso, y nos sentimos más capaces de movernos en él, de hurgarlo, de asirlo, de pensarlo, de señalarlo y criticarlo. La música, no me cabe duda, nos hace más felices, nos hace más rebeldes e inconformes, nos hace más inteligentes.
Porque el Coro Infantil Andrés Bello enseña a mirar de otro modo. No es casual que alguien, tocado en sus fibras por el misterio del arte, pueda cotejar el universo desde ángulos distintos de quienes sólo se conforman con reproducirse o tragar. El Coro Infantil Andrés Bello modela una forma de estar, muestra un sentido de la vida, pone frente a los pequeños el hecho extraordinario de que desarrollarse como humanos supone la consideración de un sin fin de aristas, de posibilidades, de coexistencias, de espacios confluyendo en idéntico punto de fuga, y el hecho musical es en sí mismo el perfecto ejemplo de todo esto: hay merengue, hay salsa, hay reguetón, hay rancheras y hay rock, pero también hay tangos, y ópera, y además canto coral, jazz, blues, bossa nova, música sinfónica. Así somos, así es el mundo, así de complejos son nuestros contextos y así es la música igualmente, de modo que puede obsequiarnos, si abrimos bien los ojos y las tripas, las claves necesarias para el ábrete sésamo que nos lleve a contemplar otros ámbitos y otros horizontes.
Camila está enamorada del lugar al que la llevo, como he dicho antes, los martes y los jueves. Y no es para menos: en él la diversión está a la orden, el cariño por el arte deambula a sus anchas, y la música, siempre, siempre, es la niña consentida que sientan en primera fila.

1/18/2012

Siempre



Alguna vez
te quedarás para siempre
en mi penumbra.

El beso y la mejilla



Mayo de 2005

Pues sí, sobre todo en estos tiempos uno anda a la carrera. Andar a la carrera implica varias cosas, entre otras la de darnos cuenta sólo de lo que nos interesa. Lo que nos interesa, verá usted, guarda por lo general una fuerza centrípeta de lo más personalista (yo primero y después yo) donde otras búsquedas o hallazgos bien pueden largarse con su música a otra parte.
Otras búsquedas o hallazgos. Eso es. Andaba yo hace días por ahí y justo al pasar frente a un colegio vi la escena. El hombre, entrado en años, aún con la mochila del niño entre sus brazos lo despedía con un beso. Alrededor lo de siempre, el movimiento constante del tráfico y la quietud pastosa del calor. La vida agolpada en un apuro, metida de lleno en los relojes.
Lo despedía con un beso, y esa imagen, que podría ser una de muchas repetida día a día antes de la entrada al cole, atravesó mis ojos y se incrustó en mi memoria. Porque un gesto cariñoso en medio del estercolero cae de perlas, o porque la sinceridad cobró forma sin demasiados aspavientos entre la vejez y la niñez, lo cierto es que el amor, la ternura, la belleza, lo milagrosamente humano se cuelan por hendijas que si a ver vamos saltan de esa esquina medio visible en la pared, o aparecen en aquella zona poco iluminada del rincón al que no vamos.
Lo milagrosamente humano, nada más y nada menos. Pensé en la historia del anciano y del pequeño. Traté de imaginar cómo serían sus vidas, cómo el fondo de aquel iceberg cuya punta había notado a las puertas de una escuela. Lo milagrosamente humano, ahí converge esto que quizás seamos, por demasiada mierda que en repartir uno se empeñe. Apenas ayer, mientras caminaba por la acera, entre la alcantarilla y un pedazo de cemento vi la hierba abriéndose paso a codazos. Esa visión me llevó otra vez al umbral del colegio y ambas imágenes, como una línea recta que se une en sus extremos hasta hacerse círculo, compartieron encuentro.
Encuentro, sí, de la hierba en plena acera y de un beso acariciando una mejilla. Me gusta escudriñar sus recovecos, cazar cuando se puede hilos comunes. Toparse con la incertidumbre para interrogarla, que también es otra forma de demostrar humanidad. Darse, en fin, de frente con ciertos ángulos de esta cosa llamada realidad, la cual es tal debido a que -como sugirió el buen Cortázar- no se le escapa ni la última migaja del sueño.

Las soluciones mediocres



Octubre de 2005

Existen quienes preñados de buenas o malas intenciones terminan incendiando lo que les rodea: desde su casa, su entorno inmediato, hasta un país. América Latina tiene en sus alforjas mucho que mostrar al respecto, pero sobre todo bastante que aprender.
Una de las materias pendientes que los latinoamericanos deberán aprobar más temprano que tarde es la manera tan ligera de extender cheques en blanco cuando de política se trata. Esa manera, que también es ignorancia, indolencia, comodidad, irresponsabilidad, ha servido de impulso y de sostén a quienes se llenan la boca con la más absoluta demagogia, con retórica populista que arroja ganancias políticas sin cortapisas, pero dejando en contraparte una estela de frustración, rabia y legítimos deseos de superación insatisfechos, tan peligrosos para el alcance de niveles de vida dignos como para la democracia misma.
Venezuela, nido y caldo de cultivo para que florezcan iluminados, más aún en momentos como éste, donde el intercambio de espejitos por lealtad política o votos ha crecido como nunca, tendrá que pisar el acelerador, lo cual implica que la oposición, terca como las mulas, ciega como los topos y narcisista como ella misma, deberá llevar a cabo lo que hasta ahora no da muestras de querer hacer, es decir, competir con el gobierno y darle la pelea desmarcándose de sus políticas, proponiendo el país que estaría dispuesta a construir una vez encaramada en el poder. La oposición no compite, va detrás. No se individualiza para entonces ubicarse en la acera de enfrente y decir lo que tenga que decir, sino que se arropa con las sábana de Chávez. No crea su discurso y su hacer: glosa al Presidente, va a la saga del gobierno, sigue al dedillo sus pautas, muerde todos sus anzuelos. Cualquiera pensaría, y con razón, que un gobierno tan malo como el que tenemos sería más de lo mismo con esta oposición que encabezan un Ramos Allup o un Julio Borges.
Este último, como para no ser menos ante el Hugo Chávez amo y señor de la demagogia encarnada, propone repartir en dinero contante y sonante, tan pronto como desplace al de Sabaneta, parte de los ingresos petroleros. Listo. Cada venezolano tendría su limosnita, sus algo así como doscientos mil bolívares mensuales, porque con Borges sí es verdad que el petróleo ahora es de todos. Si el país se está cubanizando, a decir por el propio justiciero, el señor Borges anda a estas alturas de lo más chaveznizado, o como se diga. Más de lo peor, o sea, más del Chávez busca votos, en campaña eterna, hablador de pistoladas, con el país destartalándose a su paso. Chávez dice y la oposición repite.
Aquí nacen magos a cada instante. Ya William Ojeda, quien le sigue los pasos muy de cerca a la dupleta Chávez-Borges, sacó de la chistera el conejo de más pagos: todo criollo con la edad requerida, inscrito o no, cobrará el seguro social. No hay plan de gobierno, no hay propuestas serias, no hay explicaciones, es decir, algún “cómo” al respecto. Hay demagogia a chorros que se cuela por los poros. ¿Es malo lo ofrecido por Ojeda? Por supuesto que en teoría no, pero olvida aclarar de dónde saldrá el diluvio de millones necesario para cumplir con su palabra. ¿Cómo la hará posible? ¿Cómo encarará semejante ofrecimiento? De eso, claro, es mejor no hablar porque le caen sucitos al pastel.
Este país atraviesa un mal momento. Es pésimo el gobierno y muy mala la oposición. Venezuela, como también Latinoamérica, ha sido tierra de utopías, de grandes logros siempre postergados que imponen al presente esperanzas con poquísimo sustento real; ha sido espacio predilecto para demagogos, dictadores, malabaristas de la palabra, carismáticos sin un dedo de frente, prometedores de oficio, salvapatrias al por mayor, arregladores de entuertos, de un plumazo y sin muchos sacrificios. Por eso engordan los Perón, los Videla, los Lusinchi, los Castro, los Chávez, los que se creen componedores de la humanidad, del mundo y áreas circunvecinas. Por eso abundan, rollizos, quienes se asumen como indispensables, quienes en nombre de la revolución o de la patria o de los pobres o de Bolívar o de no sé qué otro invento pretenden curar de una vez y para siempre, no como hombres de Estado sino como espadones andantes (la de Bolívar que camina por América Latina es un buen ejemplo), los tremendos males de estas destrozadas geografías.
En cuanto a mí, descreo de monsergas o utopías carentes de toda conexión con lo real. Rangel Gómez, el oscuro gobernador de estos parajes, ha gastado litros de saliva ofreciendo promesas, abonando esperanzas en la pobre gente que vio en él otro portento de las mejorías gracias al chasquido de los dedos. Nunca olvido aquella máxima: en política las soluciones mediocres suelen ser las mejores soluciones. Y de qué manera.

¿Dónde estará William Saab?



Diciembre de 2002

Hay gente que emposta la voz y gargarea. Sobre todo, supone que su tarea está cumplida porque un barullo de chillidos son lanzados con puntualidad al barril sin fondo de los discursos pacotilleros.
Hay gente cotorrera en extremo, especialista en embauques lingüísticos, y cuando digo esto me refiero a esa maña encarnada como ninguna por el señor Chávez, que pica y se extiende atravesando de cuajo la caterva de políticos idénticos a los adecos y copeyanos de siempre, sazonada con aires de gran intelectualismo a veces, especie de emergente “intelligentsia”, útil nada más que para hacerle la corte al jefazo de turno.
Hay gente, también, que en cierta etapa de su vida promete y promete, enseña con vehemencia el potencial guardado como para un futuro sin dudas luminoso, pero que pasos más allá pulveriza como si nada, como si un juego de espejos sólo hubiese reflejado una posible cara, un rostro para nada vinculado con la despreciable fisonomía del presente.
Tarek William Saab, triste es decirlo, calza muy bien en la horma derruida de este cuento. De su inclinación hacia esa dama inefable que llaman poesía y de su pasado como “luchador” por los Derechos Humanos, al gélido y desastroso hoy en día, pues media un abismo inundado de inacción, de actitudes contrapuestas a antiguas peroratas y, en fin, de vergonzoso uso y abuso politiquero.
Da lástima, por encima de cualquier cosa, la juventud de este ejemplar, desperdiciada en una revolución inservible de la que le costará una enormidad recuperarse. Fue mucho el empeño, no lo dudo, y mucha la entrega del pobre William a una revolución calenturienta producto de fiebres no sudadas, lo que duplica el golpetazo contra el muro durísimo de la realidad, con la que sin dudas su cerebro, a estas alturas, deberá empezar a conectarse.
Ya quisiera uno verlo moviéndose como peso pluma ante los desmanes que sus camaradas llevaron a cabo en estos días. Cómo me hubiese gustado que de su humanidad toda hubiese emanado un gesto a favor del señor Merhi. Con qué buen agrado mis ojos habrían recibido las imágenes de un Tarek en defensa de la gente que sufrió en Altamira, esa a la que le dispararon a mansalva. Fíjense qué necesario y vital resulta alguien comprometido de verdad y no un hablador de pendejadas.
Queda únicamente la preguntica de rigor, la rutinaria incógnita que se vuelca sobre el farfullero de esta vez: ¿Dónde andará William Saab?.

Asuntos de identidad



Alguien, con seguridad pasmosa, emitió hace muy poco una serie de opiniones que, como mínimo, comprendieron a mi juicio generalizaciones más que exageradas.
En un programa de televisión mañanero habló de lo humano y lo divino, y entre sus muchas disquisiciones se dio el tupé de describir cómo somos los venezolanos. Los venezolanos somos así, los venezolanos somos asao. Los venezolanos somos de esta manera, los venezolanos somos de esta otra. El muy tranquilo señor, sentadito y pontificando como en una especie de sagrada clase magistral, nos metió de un plumazo en un mismo saco. ¿Habráse visto tamaña forma de despachar matices y diferencias? ¿Habráse visto semejante culto al fácil parlanchineo y qué flojera de pensar?
Buscar identidades únicas y luego definirlas, cuadricularlas y espetarlas de buenas a primeras, como si tal cosa, es de entrada una pretensión demasiado abarcante, con el añadido de que, estoy seguro, jamás podrá darse con ellas. Sin embargo, aunque constituya una paradoja, tal búsqueda conlleva sin dudas a que nos conozcamos mejor, a que buceemos en lo que supuestamente nos conforma aunque, repito, nunca demos con ese bendito algo, unitario y totalizador, que permitiría colgarnos una etiqueta del pescuezo para clasificarnos como pollos en charcutería.
Aparte de claros e indiscutibles signos identificatorios (religión más o menos común, lengua, ciertos hábitos, etc.), no creo en una manera unitaria, rectilínea, de pensarnos, de vislumbrarnos, de considerarnos. Es decir, me parece que nadie tiene en sus manos el concepto de lo que nos define, de lo que algunos quisieran asir para encasillarnos bajo un rótulo.
Esa esquiva y de ningún modo definitiva identidad, eso intangible que hace sentir venezolano al venezolano, francés al francés o nicaragüense al nicaragüense; esa sensación abrumadora, jabonosa, escurridiza que se derrumba en buena parte ante análisis que no necesariamente son los más cejudos, impulsados por afanes clasificatorios, cuando mucho nos otorga algo así como sentido de pertenencia y noción de una entelequia, peligrosísima por cierto, que llamamos patria, cuestión nada desdeñable por supuesto (todo lo contrario) pero que no se termina ahí gracias al afortunado hecho de que las culturas se ponen en contacto, dialogan, cambian, cuestión que viene a erigirse casi en el motor de la riqueza social y política, etcétera, etcétera, de los pueblos de la Tierra.
La globalización, si a ver vamos y si somos lo suficientemente listos como para aprovecharle aspectos más que positivos, puede brindar la posibilidad de mundializar lo que tan íntimamente sentimos que nos conforma, sin que se produzcan los tan cacareados efectos de desarraigo en aras de un pensamiento único. El diálogo intercultural, el contacto entre pueblos, sería obviamente mayor, más hondo, y para nada disminuiría, digo yo, nuestra particular (y esto ya aquí también es, fíjense, una generalización) concepción de la vida y de la realidad. Se puede ser universal y no decirle adiós al sentido de indentidad, cosa por completo diferente a la idea de identidad preconcebida bajo un marco inamovible, etiquetador, rígido, único, no dinámico.
Decir que somos de una manera o somos de otra y nada más es cuando menos un reduccionismo, y como todo reduccionismo, miope y superficial. Si llegamos a una conclusión como esa ya no habrá más que hacer, ya no habrá nada más que inventar en el seno de nuestras sociedades, ya no habrá incluso esperanza para el cambio y el avance (siempre, y qué bueno, tendremos que propiciar cambios).
En lo particular, me quedo con la humana e inconmensurable variedad.

Revelación



Sigo tus huellas
para dar conmigo

1/17/2012

Las cuatro y diez



Detuve los relojes
llevé el tiempo
a la palma de mi mano
para hurgarlo
increparlo
y despeinarlo
hasta encontrarte.

1/12/2012

Solitario



A veces intuyo lo otro
la espalda
palabras ocultas bajo el césped
como lombrices.
Entiendo la razón
lo putrefacto sigue inalterado
no se puede desfreir un huevo.

1/11/2012

Nosotros dos



Hoy es tres de enero y cumples cinco años. Si tuviera que decirte qué cosas he aprendido a tu lado, quizás empezaría por una paradoja: creo a veces que soy quien enseña, uno supone al principio que ciertas convicciones y modos de imaginar el mundo están ahí y punto, y resulta que ese cuchillo que tienes por inteligencia, ya a tu edad, manda al diablo lo que juraba seguro, cómodamente ubicable en el terreno de las certezas, a estas alturas más o menos inamovibles.
Craso error. Cumples cinco años y me tomo un tiempo para pensar en ti, en mi, en nosotros dos. Tu llegada reforzó lo que tu hermana había inaugurado, es decir, he regresado de alguna manera a mi infancia, y ahí encuentro a mi padre, lo recuerdo, lo escudriño y me hago preguntas. Así como guardo imágenes, escenas, así como fui haciéndome una opinión, una semblanza, un retrato de mi viejo a lo largo de los años, me da por pensar en cómo empezarás a verme, en cómo irás perfilando al hombre que voy siendo.
Esta mañana me dijiste “ahora que tengo cinco años, peso más kilómetros”. Sonreí, reiteras que las cosas tienen una cara oculta, pones enfrente la contraparte que se esconde justo a un palmo de cuanto suponemos brillando a plena luz del sol. Yo, que he tratado de asomarme a ciertos balcones y hurgar paisajes con mis ojos y con los de otros, caigo de bruces, hecho polvo, asombrado ante ti como no lo hubiera creído posible. Es cierto, a veces pesamos kilómetros, no faltaba más, y en muchas ocasiones miramos con las manos, sentimos con los ojos, besamos con la imaginación o cogemos por los cuernos al toro de nuestros anhelos aunque no lo sepamos del todo. Porque, según te he observado, es verdad que la esperanza es lo último que se nos va, y es verdad que la alegría está agazapada en unos ojos tristes, en un insecto que vuela, en una tarde o en un amanecer, en unas cuantas líneas que puedan decir algo y, también, claro, en la inteligencia cortante de un chiquillo que apenas cumple cinco años.
No sé, no tengo idea de cómo me percibes. Ignoro qué imagen vas guardando de mí en esto de compartir ambos, de decirte haz esto o haz lo otro, de abrazarte o de llevarte a la escuela, en fin, de criarte. Ojalá resulte una presencia tranquilizadora, dulcificadora, arrebatadora, impulsadora, que es como he guardado yo la de mi padre.
Mientras, te miro y me miro, me siento y disfruto cada palabra que inventas (sí, las inventas) o cada historia que fabricas. Me encantaría poseer tu capacidad, tu habilidad para la fabulación, aunque reconozco que contigo he vuelto otra vez a la niñez y qué bueno, qué cosa magnífica, para quien pretende escribir y crear mundos hechos de lenguaje, labrar realidades a partir de ensoñaciones. Es lo que todos deberíamos estar haciendo, a cada rato, siempre, y fíjate, muy pocos se dan a la tarea.
Termino ya, el papel se acaba y esto es para la prensa. Papá escribe una columna de opinión en el periódico y ha querido compartir tu cumpleaños con sus lectores. Feliz día y a soplar fuerte las velas, con el ímpetu de siempre, con el que para ti un gancho de ropa es la espada de los mosqueteros o la caja de colores un barco que navega por los siete mares.

1/07/2012

El paseante



Me gusta caminar, me gusta pasear. Siempre he preferido irme a pie al trabajo (cuando era chico andaba los cinco kilómetros hasta la escuela) que esperar un por puesto o tomar un taxi. A la mayoría de la gente le molesta el sol, los zapatos, los callos de los pies o qué sé yo. La verdad es que en mi caso éstas son dificultades mínimas. Verá, más allá de percances que implican dolencias corporales o imponderables climatológicos, el calor o una llovizna guardan su particular encanto. Por fortuna soy un hombre sano, y caminar, viéndolo bien, quizás ha modelado semejante estado. De modo que pasear cobró en mí un efecto doble. Ha servido para la salud, y además se convirtió en mi pasatiempo favorito.
Cuando atravieso la calle Miranda, desde esa esquina donde alguna vez estuvo la farmacia Piar y hasta llegar al puesto de empanadas de Narcisa Palma, este pueblo se transforma. No es que sus casas dejen de ser casas o sus avenidas sufran algún cambio. No. Pero darse de bruces con la imaginación, abrirse camino a fuerza de invenciones que van y vienen casi al ritmo de los pasos, de las caminatas, tiene un significado que vale la pena escudriñar. Vamos a ver si me explico.
Un día vi La bella y la bestia, de Jean Cocteau, y juro por todos los dioses que esta calle era parte de la escenografía. La calle Miranda era una calle, cómo no, pero resulta que ante mis ojos iba mucho más allá de La bella y la bestia, digo, de esas versiones mediocres, comunes, venidas a menos que por lo general nos llegan a través de las malas adaptaciones y de las caricaturas Disney. Qué va. Cocteau y este pueblo sí que iban de la mano, aunque Cocteau era francés, de allá lejos, y esta calle un enjambre de gente, de casas, de tarantines comerciales a la orilla de un país llamado Venezuela. Caminar implica un encontronazo con la hendija, con la entrevisión que de buenas a primeras gana su espacio a fuerza de codazos.
Pero dije mal, o cuando menos fui sincero a medias. No sólo me gusta pasear, también me gusta el cine, y la literatura. Me gustan desde niño, no porque la escuela haya ejercido una influencia determinante en esos apetitos -todo lo contrario-, ni porque en la familia abundaran los lectores. Me gustan esas cosas porque simplemente muestran la vida no como es, sino como podría llegar a ser. Vaya usted a saber a cuenta de qué nace una novela o cómo se gesta una historia cinematográfica, cómo se crea un personaje y cómo se elabora la sintaxis de una obra maestra. Lo que sí sé, y muy bien, es que un cuento, una película que se las trae, terminan por ser la Celestina de un dinamitero. Todo lector o todo amante de películas entra de cabeza al mundo de los subversivos, y el mundo de los subversivos resulta siempre peligroso. Si no pregúntele a Bradbury, a Cabrera Infante. Pregúntele al pobre Quiján, Raúl Santamaría Quiján, el loco del pueblo, que según la leyenda de tanto leer casi termina fulminado por una apoplejía a media cuadra de la plaza Bolívar.
Salgo a pasear todas las tardes. Antes de bajar enciendo un tabaco y luego me dispongo a ver el mundo desde estos pasos que alguna vez ya no estarán, desde estos pies que serán pasto de gusanos. Ver el mundo en movimiento tiene sus ventajas. No es lo mismo la quietud del sillón, el silencio aséptico que muchos se procuran, que el ruido de buhoneros, de transeúntes apurados y, en fin, el ritmo ardiente de la calle Miranda. La calle Miranda es una página llena, un libro abierto, un fotograma en tecnicolor.
Desde que tengo uso de razón me llamó la atención el nombre de la mueblería. Troya. Se llamaba Troya. Era un nombre enigmático para este pueblecillo donde se respira todo menos el aroma mitológico, y más aún para un chico de siete u ocho años. Al pasar por ahí, a la altura del edificio San Francisco y sólo con cruzar la calle, justo enfrente la mueblería se abría como una flor en pleno campo. Luego supe que Troya había sido una guerra, y quizás por eso asocié las paredes carcomidas y las ventanas desvencijadas del establecimiento con los fragores de un combate. Imaginar Troya, que debe ser como imaginar esta calle, guardó entonces el encanto de lo clásico, lo que uno percibe a partir de ciertas remembranzas, de ciertas asociaciones que sabrán los dioses por qué y cómo suelen darse en la carambola que supone salir a pasear, pensar en la mitología, y hasta ver a Odiseo en medio de la gente. La historia de esa guerra, descubierta en la aburrida clase de la escuela, vino a interesarme gracias a este golpe de tres bandas, porque la vida es así y mire que tiene sentido, mucho sentido, buscarle la quinta pata al gato.
Como me gusta la literatura me ha dado por pensar que la vida posee bastante de cosa libresca. Voy a confesar asuntos que por lo general mantengo reservados. Da la casualidad de que al salir a la calle, la sensación de que uno vive cierta historia que otro ha escrito cobra fuerza. O el cine. También he imaginado que el mundo es un inmenso cine y que algunos de nosotros somos los actores. Que estas casas y el cielo y los pájaros y mis conversaciones no son más que parte de la obra. Un obra de arte, o una obra mediocre, qué más da. Por eso La bella y la bestia, por eso Cocteau, por eso tantas veces la señora de la esquina, la de los periódicos, a media luz guarda el semblante de Catherine Deneuve en Los paraguas de Cherburgo, y el vendedor de hamburguesas es nada menos que Nino Castelnuovo.
Tomo una bocanada y expulso el humo con placer. Es un Bermúdez, nada extraordinario pero me gusta. Eso es suficiente. Comienza a lloviznar. Ja, ja, ja, pienso en Bailando bajo la lluvia, pienso en Toto soportando el frío y la lluvia, por días, por meses, sólo por amor bajo aquel portal a la espera de su amada. Cinema Paradiso. Algo tan hermoso como Cinema Paradiso. Le doy otra chupada al cumanés, juego con el humo. Entro a la librería de don Ramiro.
El viejo vende libros, lápices, cuadernos, tarjetas. Los anaqueles están dispuestos en líneas paralelas, a veces perpendiculares, formando recovecos, de modo que en ocasiones, cuando te tomas el tiempo para hurgar en ellos y te entregas a la tarea de perderte en sus entrañas, no sabes si estás en una librería o en un verdadero laberinto. Es una sensación extraña, no sólo porque hay buenos ejemplares compartiendo espacio con peluches o pegatinas escolares, sino por la razón sencilla de que ahí la atmósfera casi puede materializarse, casi es posible tocarla. Mal iluminada, el claroscuro te traga por entero. Es una librería donde puedes hallar un ejemplar viejo, usado, con la rúbrica de algún dueño perdido en el pasado, o uno nuevo, inmaculado, oloroso a tinta fresca. La virginidad de los libros tiene que ver con su lectura, claro está, pero asimismo involucra el manoseo, la caricia, los ojos que recorren cada una de sus páginas como si fuesen piernas femeninas.
Entro a la librería y es como si entrara al cielo. Entrar a una librería tiene el efecto misterioso de procurarme una tranquilidad que sólo he encontrado en la paz de las iglesias. O de los templos, según corregía la hermana Amelia allá en segundo grado. “Se llaman templos, templos, tem-plos”. Un templo y una librería comparten el mismo punto de fuga, el horizonte común del alma humana. Ahí, en ese lugar con polvo y telarañas, Nicolás, Luis Canache o Adán Astudillo, amigos de años, dan cuerpo a la feligresía. Yo soy otro, por supuesto, un fiel que únicamente por respeto -en los templos no se fuma- abandona su tabaco en la soledad del cenicero que descansa sobre el escritorio carcomido de Ramiro.
El calor es una gelatina. Nicolás sonríe al verme y le masculla algo a Luis, en voz muy baja. Los saludo, me alegro de encontrarlos. Adán se quita los anteojos y suelta: “mire, poeta, Los autonautas de la cosmopista. Llevo aaaaños buscándolo”. Luis pregunta por Mariana, por Carlitos, por Alfredo. “Estamos todos bien”, respondo. Estamos todos bien. Qué película, una fiesta, un brindis por la amistad es lo que es, la prueba fehaciente de que la soledad también es un lugar para el encuentro.
Me detengo ante una biografía de Kawabata. La hojeo, la ojeo, la dejo otra vez en su lugar. Escucho un ruido hacia la entrada y es Ramiro cerrando la puerta porque viene de la calle. Había ido por un café con leche. Y entonces se echa en la silla y se hunde en una montaña de papeles que cubre el escritorio.
Voy al fondo, con el inconveniente de que mientras más avanzo hay menos luz. Así es esta librería: atenta contra los clientes, contra sí misma, favorece sólo al oculista. Dos pasillos a la izquierda, luego cruzo a la derecha y sigo un poco más. Disfruto de los libros, paso la vista por ellos como si fuera una máquina, como un escáner, con la solvencia que da el hecho de llevar años visitando estos lugares. Cojo otra biografía, esta vez es Graham Greene, libraco muy antiguo de un tal Ronald Matthews. No lo he escuchado, ignoro ese nombre. “Los libros pueden significar tanto como los seres vivientes; no fingen ni adulan; si pueden seducirnos, es sólo por lo que son o por lo que nosotros les aportamos”. Página sesenta y siete. Lo abro al azar y después de leer me digo que es apenas una frasecilla. En la portada Greene luce circunspecto, muy formal. Es un inglés, uno que supo escribir. “Los engranajes no habían comenzado a moverse; el porvenir no estaba todo cerca de mí, en los estantes, esperando escoger entre la vida de un práctico contable, de un funcionario colonial, de un plantador en China, o bien, de un empleado fijo de banca. Esperando elegir entre la felicidad o la desdicha y, más tarde, entre varias muertes, una forma precisa de muerte; pues es tan cierto que escogemos nuestra muerte, casi como escogemos nuestro trabajo”. Página noventa y seis. Y eso es lo que hacemos, ¿no?, escoger, elegir, dar al fin con la muerte que terminamos por seleccionar. Luis, Adán y Nicolás se fueron ya, no los veo, juraría que se esfumaron.
Aquí da la impresión de que el tiempo se detiene. Este local lleno de estantes parece una pompa de jabón en la geografía marchita de este pueblo. Antes y ahora, siempre me pareció que abrir esa puerta, pasar al interior, implica abrazarse con una galería saturada de otras cosas, cargada de cierto no sé qué brumoso, de tiempos que no son éstos.
Otra vez cruzan el umbral. Raúl da unos pasos seguido por Marcos y Javier. Saludan al dueño, que fuma un cigarrillo sentado en su escritorio mientras pasa la vista al periódico del día. En la Mueblería, Raúl, Javier -su hermano-, y yo, reinábamos a nuestras anchas. Un jardín particular, un revival del Edén pero en pleno siglo XX. Béisbol, fútbol, mujeres desnudas. Sí, mujeres desnudas y cigarros furtivos. Mujeres en cueros arrancadas de Playboy, la apetecida revista que robábamos a Jorge, el hermano mayor de Mayed, y manteníamos escondidas en el mejor lugar posible: debajo del colchón de alguna cama.
No me han visto aún. Sigo pensando, recordando. Estar vivo tiene esa particularidad, puedes sentir de otra manera, una que no crees olvidar nunca; la realidad es algo implícito, sobreentendido. La realidad te aplasta la nariz y entonces juegas a la pelota, a los vaqueros, a la gallinita ciega o a ser héroe. La realidad tiene ahí que ver con tus entrañas. Estar vivo supone que no te preguntes por estar vivo, más si tienes doce o trece años, como tenía yo, cuando la inmortalidad rondaba a cada paso.
Me dan el abrazo de costumbre, preguntan por mi madre -primero Marcos y luego Raúl-, por los días sin verme. El dueño ofrece un poco de té y vamos a buscarlo. Llevamos las tazas de regreso hasta el pequeño espacio en el que estábamos para seguir conversando. Estar vivo es más o menos eso, preocuparse por los otros, supongo, pensar en los amigos y esperar que a diario la rutina deje de ser rutina, que se transforme en invención, que se renueve, que te aplaste la sorpresa. Me parece que vivir es como ir al dentista, pero sin demasiado miedo a la anestesia. Vivir es no estar paralizado.
Cuando veo la hilera de libros de Cortázar uno de ellos logra que se me ilumine el rostro. Desde hace años lo busco sin éxito porque pareciera que huye de mí, que se me escabulle como agua entre los dedos. La vuelta al día en ochenta mundos está ahí, esperándome, casi guiñándome los ojos. Habría sido imposible que otro lo encontrase, tengo la seguridad de que La vuelta al día era para mí y se acabó: nos topamos de frente. Quedé en visitarlos en la noche, unos rones, una pasta al dente, vino. Raúl se excusa, se retira, se va a la gallera, que según él es el palacio del deporte más apasionante de este mundo. Le gustan esas escaramuzas, ve en ellas un arte que a la mayoría produce náuseas.
Cortázar es alto, bastante alto. La mitología empalma con la realidad, se encuentran como una mano y un guante, y en este caso Julio confirma semejante idea: es tan alto como los cuentos tejidos al respecto. Suelo hallarlo aquí, sólo aquí, asunto de lo más curioso porque nunca va a otros lugares. No lo veo en la plaza, ni caminando por ahí; resulta extraño pero no lo veo siquiera en los cafés, que no abundan demasiado aunque existen unos pocos. Prefiere el whisky con hielo, “con mucho, mucho hielo por favor”. El ron martiniqueño, que bebe dando sorbos pequeñísimos en su bungalow isleño. A lo Clark Gable, lleva siempre un cigarrillo colgado de los labios.
La calle Miranda termina siendo un pasadizo. Esta calle y esta librería guardan una relación que trasciende el perímetro del arte. A través de esos cristales -los del arte, digo-, que dan lugar a otra mirada, a otra vuelta de tuerca, la calle, la librería, el sitio exacto donde alguna vez existió la mueblería Troya, cobran el punto justo de lo que para cualquiera finaliza en misterio, en enigma cuya solución pasa por saber que no tiene solución, o cuando menos no una razonable.
Uschie Digard, Uschie Digard, ¡ah!, Uschie Digard, la hembra Playboy que aquellos años se paseó a sus anchas por la mueblería, que se mantuvo en pelotas, dueña de unas tetas que para qué te cuento, de unas nalgas cuyas redondeces no tienen paralelo en la historia de los culos sembrados en nuestras fantasías y nuestras revistas, se deja ver entre la Fuente de Soda Sabatino y la esquina de la plaza. Al atardecer, cuando sopla la brisa y la luz cae como a través de un vitral gótico, Uschie luce su ropaje mínimo, sus tetas imponentes, mueve las caderas y nos echa en cara esas curvas de infarto, ese rostro tal como lo vimos en papel glasé. Entra a esta bendita librería, arroja un “buenas tardes” casi susurrándolo, viene directo hacia mí.
Ni Marlene Dietrich en Der Blaue Engel. Nada se asemeja a esta mujer que arroja feromonas todo el día. Ni la Loren en aquella escena con Mastroianni a sus pies, acurrucado encima de la cama presa de aullidos de felicidad mientras Sophia hace de las suyas. Ni Liv Ullman. Ni Bardot. Nada de nada. Se despide, se va, con malicia da la vuelta y atraviesa de regreso esa puerta que hace tres minutos abrió para clavarse ante mis ojos.
Estar vivo tiene sus encantos, pero tiene también su lado oscuro. Estar vivos hace que soñemos. Convengamos en que la vida de todos los días, el tránsito mondo y lirondo desde el domingo hasta el domingo obliga a que se den estados entre vigilia y duermevela, entre lo ficticio y eso que llamamos real, entre… pero paciencia, un momento, esperemos un momento.
Cojo La vuelta al día y la coloco sobre el escritorio de Ramiro. Me llevo ese libro, ¿recuerdan?, les dije que era una cita organizada de antemano, me lo llevo y punto. Cortázar se mesa la barba, enciende otro Gitane. El tabaco le cae como el agua al sediento. Juega al gato y al ratón con el mundo, con las cosas, con el tablero que supone el movimiento de los días y de las noches. Si la vida es como yo lo aseguraba estaba equivocado. La vida es un poco como la vamos suponiendo, como la vamos perfilando entre ceja y ceja, más allá de circunstancias que a veces pesan como lápidas. Y conste que no soy sartreano, jamás de los jamases.
Sigo explorando anaqueles. Me llevo la mano a los bolsillos y de inmediato recuerdo la cinta de ese mismo nombre, La mano en los bolsillos, una historia que me atrapó, que me ayudó a entender la vida. A entender la vida. Sí, a entender la vida. La dirigió Bellocchio. ¿No podría ser éste un set de esa película? ¿No será ésta una función, en un cine cualquiera, digamos la función de las siete, y yo y todos y la librería y la calle Miranda y la Mueblería sólo un rollo de acetato?
He llegado a la conclusión de que estoy muerto. Camino, salgo a pasear, vago por ahí, jamás desayuno almuerzo o ceno, ni tengo cosas pendientes que resolver a última hora. Es perfecto. Lo más perfecto es la muerte, y lo más raro, light, casi posmoderno. Esta calle es un universo, se da a sí misma el comienzo y el final, se muerde la cola, es el punto de origen y el punto de fuga, es decir, me percato de que el cielo y a veces el infierno caben trenzados, juntos y también revueltos en este único espacio que los contiene. La muerte es borgeana, quién lo iba a decir. Todo un Aleph.
Estar muerto ofrece sus atractivos: el mundo gana otro matiz, se despliega de modos diferentes. Ignoro cuándo morí y cómo. Tampoco me interesa. Intuyo que lo estoy y eso me basta, vivo mi muerte y nada más, lo que me hace un muerto original, casi un muerto de la risa. Tornattore hace su entrada, saluda al viejo que continúa fumando. Llega hablando con Kinen, un amigo de la infancia. Suena la banda, escucho el solo de violín. Ennio Morricone, la música es de Ennio Morricone.

Un clásico



Barry Manilow: "Mandy"

http://www.youtube.com/watch?v=AM7SQzq3yHQ

1/06/2012

Válvula



Agradezco a la profesora Diana Gámez, de la Universidad de Guayana, sus gentiles palabras a propósito de la presentación, en Puerto Ordaz, del libro que Diego Rojas Ajmad y yo realizáramos a propósito de la revista "Válvula". Dejo aquí lo que sirvió como presentación el día del evento.

Válvula (Diana Gámez)

Quienes escribimos en la prensa tenemos el pálpito de que en estas fechas decembrinas nuestros escasos lectores disminuyen considerablemente. La gente está en otras cosas y quiere descansar, busca evadirse, piensa en su familia, en sus amigos, en los niños, en las hallacas y hasta en los regalos, no obstante la dura situación económica que afecta los bolsillos de la mayoría de los venezolanos.
Pero a los escribidores nos cuesta soltar la pluma, por lo que no dudamos en buscar un tema especial que no tendría cabida en la cotidianidad de la Venezuela de hoy -invadida, colonizada y envenenada- por las ambiciones de un individuo que no deja espacio para la paz y la tranquilidad.
Por eso quiero compartir con mis lectores lo ocurrido el pasado 15 de diciembre en la sala de Publicaciones Periódicas de la Universidad de Guayana, donde fue bautizado el libro Pensar la Ciudad dedicado a los 50 años de Ciudad Guayana. Eliécer Calzadilla habló con emoción y propiedad de este trabajo, publicado por el Centro de Investigaciones y Estudios de Literatura y Artes (Ciela).
Me correspondió presentar la investigación de Roger Vilain y Diego Rojas Ajmad en torno a la revista válvula (así, en minúsculas). Se trata de una coedición entre la Universidad de los Andes -de donde egresaron los autores- y de la UNEG, que cuenta con un facsímil del único número que vio la luz esta publicación, durante la dictadura de Juan Vicente Gómez.
Con esta revista se inicia la vanguardia en aquella Venezuela bucólica y agreste dominada por la bota militar. Nelson Himiob -figura importante de la generación del 28- fue el comisario para la administración. Cuenta válvula con las firmas de Agustín Silva Díaz, Israel Peña Arreaza, Pedro Rivero, Antonio Clavo, Gonzalo Carnevali, Carlos Eduardo Frías, Alfonzo Espinoza, J. Gabaldón Márquez, Arturo Uslar Pietri, Vicente Fuentes, Antonio Arráiz, J.A Ramos Sucre, Juan Oropeza, José Nucete Sardi, José Salazar Domínguez, Miguel Otero Silva, Julio Morales Lara, Rafael Rivero, Fernando Paz Castillo, Rolando Anzola, Rafael José Cayama, Luis Rafael Castro, Francisco de Ramón, Pedro Sotillo, Leopoldo Landaeta, Hernando Chaparro Albarracín, Nelson Himiob, Víctor H. Escala y Rafael Ángel Barroeta.
Para entender el significado y la importancia de los movimientos de vanguardia debemos señalar que estos se corresponden con rupturas radicales. La oposición a formas estéticas previas tienen que ver con búsquedas de nuevos lenguajes, nuevos mundos expresivos que pretenden sustituir la concepción preexistente de la realidad. La liberación es un rasgo que define al vanguardismo, condición que propicia la rebeldía e induce a posiciones claramente iconoclastas.
La liberación del individuo implica la superación de obstáculos no sólo estéticos, sino también morales o políticos. Esta renovación del hombre y la sociedad trae aparejada, con frecuencia, la politización de estos movimientos, que oscilaron entre posiciones revolucionarias (surrealismo, futurismo ruso, p.e.) y las ideologías más reaccionarias como el futurismo italiano de Marinetti, muy cercano al fascismo.
Para Eric Hobsbawn, hacia 1914 ya existía prácticamente todo lo que se puede englobar bajo el término -amplio y poco definido- de vanguardia: el cubismo, el expresionismo, el futurismo y la abstracción en la pintura; el funcionalismo y el rechazo del ornamento en la arquitectura. El abandono de la tonalidad en la música y la ruptura con la tradición en la literatura.
Las únicas innovaciones formales que se registraron después de 1914 en el mundo de la vanguardia parecen reducirse a dos: el dadaísmo, que prefiguró al surrealismo en la mitad occidental de Europa y el constructivismo soviético en Europa del este. El surrealismo significó un aporte real al repertorio de estilos artísticos vanguardistas. De su novedad daba fe su capacidad para escandalizar, producir incomprensión o provocar, en ocasiones, una desconcertada carcajada, incluso entre los representantes de vanguardias precedentes.
Es oportuno subrayar que el chileno Vicente Huidobro, quien asumió en París las propuestas del creacionismo -promotor de un alejamiento de la realidad que conduce a la abstracción- llega a España en 1918. Su influencia es notable en aquel país, lo que se acrecienta con la incorporación de figuras como Gerardo Diego y Juan Larrea. Uno de los mayores logros de este grupo fue haber combinado los planteamientos rupturistas de la vanguardia con la tradición poética española.
Todo lo anterior precede y marca el surgimiento de válvula en 1928. Pilar inaugural de las vanguardias artísticas de la primera mitad del siglo XX en Venezuela, tal como concluyen Roger Vilain y Diego Rojas en el estudio de este mensuario, que pasó por la tipografía Vargas sólo una vez, pero cuya impronta se vivifica cuando el talento y la capacidad de escritores e investigadores como Vilain y Rojas se posan en sus 56 páginas.