7/30/2011

Hallazgo

Fui hasta ese café
pedí la taza de costumbre
encendí un tabaco
(bocanada
bocanada
bocanada)
estuve contemplando
hurgué en mí
me encontré:
no soy nadie.




7/28/2011

Tragos


Uno

Y me retuerzo agarrándome el ombligo, que es la mitad de mi ser,
mitad hombre y mitad lobo,
porque ésta es una Luna ideal para aullidos y cosas por el estilo.
Regreso por el camino amurallado hasta el mismísimo inicio de los pasos viejos,
volando hasta el calor de esa luz amarilla que pende de tu rostro.
Me empino entre una brecha de nubes y ahí de cerca, seguro de sí, un hombre se observa maltrecho y siente lástima porque se sabe reptil.

Dos

Está al fondo,
oscurece su rostro tan azul,
y se esparce con temeridad detrás de la Luna llena.
Es el tiempo, dice mi padre, que no olvida su misión a favor de los difuntos.
Sigo sus pasos de cerca,
de cuando en cuando me recuesto ahí,
y él espera su momento como el mar porque sabe de un río manso que da brincos
y arrastra garrotes,
para siempre acabar echado de rodillas a sus pies.

Tres

La vida borda un cuento
erótico
alegre
malvado.
Yo me trago una soledad mil veces compartida
engullida a fuerza de vino blanco,
el de la botella verde
el que le gusta a mi chica.
Mascar y mascar
lanzando las tablas que llevo sobre la cabeza,
desvelado por encierro voluntario
al lado de una puta rusa.
Noche sí. Despertar no.

Cuatro

Piernas de cera
llaves de imsonmio
sombrero de copa
palabras encendidas
frases certeras
dardo a la conciencia
directo a la razón.
Ráfagas, pólvora, recuerdos de caminante
azul botiquín lleno de copas
de whisky en las rocas
de vermouth seco
de ron con limón y salud
que hay fiesta en la memoria
y tristeza en las alforjas.
Hay rumba en la rutina,
risa fresca en la carnicería,
corazones ardiendo en la barra del prostíbulo.
Incendios en el agua
aguajes en la llama
cadencias y caderas
piernas
muslos
vientres
senos
vaivenes allá adentro, en lo profundo, en lo más hondo, en los abismos.
Jadeos
pequeños gritos
humedad que sabe a gloria
orgasmos
erupciones
quemantes
volcánicas
de magma, de lava, de basalto, de riolita
de piel con piel y caderas con caderas.
Vidas abrazadas
cuerpos que se saben y se esperan.

7/26/2011

Algunas maneras de ser libres


Mayo de 2001


Enciendo esta máquina, también enciendo un tabaco, y procedo a escribir: ya saturados de tiros y afrentas hacia el quehacer periodístico, vale la pena alzar la voz en relación con un ámbito fundamental para cualquier democracia: la libertad de prensa.
Cuando un país se ve ahogado en su propio aliento, es decir, cuando casi es asfixiado por los gases tóxicos que emanan desde sus pútridas entrañas (las entrañas del poder), se corre un riesgo terrible. Hoy en día, y esto lo sabe medio mundo, los improperios, la desconsideración absoluta, el ataque vil tras el abuso de poder y la despreciable ofensa hacia los medios de comunicación, resultan cotidianos. Alguien, uno de esos que aún no ha terminado de sudar la fiebre revolucionaria, sacaba a colación el cuento de que “al Presidente medio país también irrespeta”. Y la verdad es que esto pudiera ser muy real. Pero lo cierto, lo macabramente cierto, lo que jamás dejaría de comprender un estadista, es que resulta intolerable lo contrario: que sea un Jefe de Estado quien lance la primera piedra.
Así las cosas, y después de todo, la prensa venezolana se está llevando al lomo el fardo de lo que chavistas y otras hierbas del mismo saco llamarían “contrarrevolución”. ¿Y qué cosa es ésa? Pues ni más ni menos que el hecho de lanzar verdades a los cuatro vientos y hacer las veces de piedra en el zapato, de piña bajo el brazo. Hoy por hoy, una de las pocas instituciones no sumisa, no incondicional a la vorágine del régimen es precisamente la periodística, lo cual dice bastante en función de su labor reveladora de una realidad que las más de las veces convendría a muchos mantener silenciada.
No es por nada que, en efecto, parte de la columna vertebral de un verdadero sistema democrático descanse en la libertad de expresión. En Venezuela la hay aún, es cierto, pero vilipendiada y pateada, cosa que cada vez cobra mayor fuerza y peligrosidad. La prensa venezolana, no obstante, se ha erigido, para nuestro regocijo y bien, en contrapeso, en trinchera resistente, en aquello que no cumplen el resto de los poderes públicos porque sencillamente mantienen fidelidad canina hacia el Ejecutivo. Ante la ausencia de un Poder Judicial transparente, ante la babosidad de la Fiscalía, ante la blandenguería alcahueta de la Asamblea Nacional, los medios han sabido sacar pecho y se han fortalecido en la misión que desde siempre ha conformado su razón de ser: erigirse en canales por donde circula la crítica, la polémica, el tú a tú, la vista en alto para otear el horizonte, cuestión que constituye, entre otros logros, una loable cosecha democrática. La incorfomidad, la posibilidad de disentir y además expresarlo, son características de ese espíritu libre que se ha insuflado pese a amenazas concretas.
El periodismo en este maltratado país, no hay dudas, está cumpliendo su papel en medio del marasmo. Representa el gigantesco espejo que nos arroja la imagen auténtica de lo que vamos siendo, de lo que estamos realizando; permite no perder del todo un camino que desde hace tiempo luce sin perfiles definidos, y se da el lujo de hacerlo (un lujo obligatorio), por fortuna, cuando es muy probable que lo necesitemos más. La prensa en Venezuela mide y arroja a la luz los niveles de destrucción (política, por ejemplo) que hemos sufrido, entre otras razones porque políticamente aquí se edifica demasiado poco. Dicho sea entonces, que es mentira la ruptura de una anquilosada “clase” de esta naturaleza. Para muestra el más simplón de los botones: los politiqueros de siempre, los vivos consumiendo su turno en el agarre del sartén son idénticos (clones, ni más ni menos) a los eternos adecos, copeyanos, masistas, comunistas, causaerristas y demás bichos, y esto de críptico, a estas alturas del sainete, no tiene un mísero pelo.
Un compás para el decir y el hacer a prueba de amnesia, una manera de sacar cuentas al paso de los días es lo que también el periodismo nacional y regional ha ofrecido. Ya sabemos que tanto el “soberano” (para seguir con la palabreja de moda) como los privilegiados enquistados en sus curules partidistas o en sus cargos, gozan de patologías severas a la hora de cumplir o recordar promesas no tan añejas. “Un doctor en un congreso ha salido con la historia, de que comer mucho queso reblandece la memoria. Así pues sin más misterios queda por fin explicado, por qué en nuestros ministerios hay tanto desmemoriado”. El grandísimo Aquiles Nazoa, otro que defendió a ultranza la libertad y el librepensamiento, arroja su tinta al respecto.
Hay que repetirlo: los medios de comunicación venezolanos se colocaron en la calle de enfrente, como es su obligación, y van siendo un contrapoder, una maquinaria de escrutinio y de contraloría, lo que ha permitido levantar palabra de equilibrio, de incorfomidad, de opinión abierta e imprescindible.
Entretanto, enciendo otro tabaco, que por lo general llega raudo para sellar el fin de estas cuartillas.

7/21/2011

Cultura sónica





















Preservar la memoria pasa por echar la vista atrás y reconocer en el pasado buena parte de la chispa que vamos siendo.

La historia brinda esa posibilidad: permite observarnos con ojo deleitoso, pero también ácido y crítico a propósito de nuestra identidad. Es espejo y es terreno abonado para escudriñar en el hacer de personas y pueblos, y es quizás aliada si pretendemos vislumbrar lo que podríamos llegar a ser.

¿Cómo se abordan los estudios históricos en el presente? ¿Qué se está llevando a cabo en Guayana en relación con la investigación histórica? ¿Es ésta el hilo conductor que nos permitiría un análisis prospectivo de las sociedades humanas? ¿Es objetiva acaso?

Para hablar de éste y otros temas nos acompaña hoy Claudia Arismendi, profesora e investigadora de la Universidad Católica Andrés Bello, estudiosa de la historia regional, magnífica conversadora, con quien estaremos compartiendo en nuestra sección de entrevistas. Bienvenida Claudia a Cultura Sónica, es un placer tenerte entre nosotros.









7/19/2011

El sueño posible

Entre tanta monserga populista y entre dosis de demagogia astronómica, me he acercado nuevamente al libro que hace tiempo publicó Gerver Torres. “Un sueño para Venezuela”, que es como se llama el texto en cuestión, para nada perfila cuadros sostenidos con los alfileres de la utopía o del blablismo incontrolado. La falta de respeto al ciudadano, el hacer típico del político pacotillero que echa mano al juego eterno con las esperanzas de la mayoría excluida, no se encontrará en sus líneas.
Ésta es una obra desmitificadora, que desde el presente revisa lo que hemos venido siendo y lo que podemos ser en un futuro si se emprenden los correctivos necesarios. La pobreza, tal y como es considerada en el trabajo de Torres, resulta un enemigo derrotable, y para más señas, son veinticinco años el tiempo prudencial que fija para alejarnos suficientemente de ella, repito, dándole preponderancia a la sensatez y tomando sin tardanza la ruta del desarrollo. Claro, es de importancia capital sacudirse el polvo de ciertas disparatadas creencias, como el hecho de suponer que vivimos en un país rico, o que no se necesita gente capaz sino una que reparta equitativamente lo que hay, lo cual empalma con la idea errada de que esa misma riqueza es producida por la naturaleza, por los gobiernos, por cualquier ente inefable y no por los ciudadanos. Esto, aunado al convencimiento de que el Estado es la solución para todos los problemas y a la expectativa de lograr “buenos contactos” porque ellos son más valiosos que los méritos, constituye el cóctel perfecto para que la sociedad clientelar que hemos construido se mantenga robusta y saludable, amén de que se espanten, como quienes ven fantasmas, posibilidades de crecimiento y, en consecuencia, mejorías en las condiciones de vida para todos.
Los datos y números que maneja el profesor Torres verdaderamente asustan. Nuestro país, hace un cuarto de siglo, era tan rico como Japón. El producto por persona aquí superaba, a comienzos de los setenta, al de los japoneses. Hoy esa nación nos triplica. Hace veinte años, por ejemplo, Venezuela poseía un producto por habitante igual al de España. En el presente nos duplican. Hace poco más de dos décadas, Estados Unidos duplicaba su producto por persona en relación con nosotros. A estas alturas lo cuadruplicaron. En lo últimos veinte años la pobreza crítica se triplicó, mientras que la pobreza general se duplicó (botón de muestra: más del cuarenta por ciento de los venezolanos no tiene acceso a cloacas). Como si lo anterior fuese poco, ocupamos un vergonzoso segundo lugar en Latinoamérica a la hora de contabilizar víctimas de la delincuencia. En el “Reporte de Competitividad Global” del Foro Económico Mundial, que arroja resultados sobre un estudio realizado a cincuenta y nueve países del mundo con la intención de medir sus potenciales competitivos, quedamos últimos en competencia del sector público, y eso no es todo: nos ubicamos en el lugar 58 de 59 en estabilidad institucional, 58 de 59 en independencia del sistema judicial, 57 de 59 en imparcialidad de las cortes y 56 de 59 en cuanto a efectividad de la policía. Sepa usted que la muestra de países seleccionados incluyó a todos los continentes.
Acercarse a “Un sueño para Venezuela” pasa por reconocer y sorprenderse con verdades lacerantes como éstas, pero asimismo implica vislumbrar lo que es posible llevar a cabo si queremos cambiar en ciento ochenta grados el rumbo que ha terminado perdiéndonos. Y el componente humano, es decir la gente, es el elemento fundamental del golpe de timón que Torres invita a dar. Sin educación no seremos capaces de preparar el terreno para el despegue, para la generación de riqueza, para combatir y doblegar efectivamente la miseria. Educación, esa es la clave, de la mano de la descentralización, con el impulso a la inversión local y foránea, con el control del desaguadero que significa el gasto público al garete, con equilibrio en las finanzas, con la lucha a brazo partido contra la corrupción, con democracia, sin cantos de sirenas, y con un proyecto de país consensuado que no se quiebre ante los sucesivos cambios de gobierno. Tal es la tarea que se plantea en el texto. Es posible, según el autor, dar el salto al Primer Mundo, pero lograr algo así exige poner en marcha una maquinaria que desde hace mucho está destartalada.
Gerver Torres perfila un país posible y alcanzable. Se trata de un trabajo que en el marco de la complejidad de nuestra realidad, maneja y ofrece con sencillez y transparencia conceptos económicos y teorías filosóficas intrincadas, de modo que la mayoría puede entenderlo si se toma la molestia (que no es tal sino un placer) de leerlo con cuidado. El libro muestra claramente lo mal que lo hemos hecho, el pésimo desempeño que como país lastimosamente arroja Venezuela, pero ofrece también una visión interesante de lo que puede emprenderse para revertir la locura que tenemos.
Vale la pena echarle un vistazo. Les aseguro que no procura desperdicios.

7/17/2011

La ciudad que va siendo

Del libro "Pensar la ciudad" (Fondo Editorial Universidad de Guayana, de próxima aparición).


Pensar esta ciudad supone caer en cuenta de que al hacerlo elaboramos una crítica. Basta abrir los ojos para notar las carencias, el déficit de elementos que deberían darle forma a un lugar mucho más amable para vivir.
Se me ocurre que vale la pena comenzar por ahí: una ciudad es un lugar, pero no uno cualquiera sino aquél, en el mejor de los casos, elegido para asentarse, para hacer vida, para morir. Una ciudad es el topos humano por excelencia, que a fuerza de martillo y cincel, es decir, mediante la construcción de lo urbano, y de ciudadanía, crea el ethos, la personalidad, el nudo fundamental que la va a caracterizar en el tiempo.
La ciudad que tenemos, ésta entre ríos, implica una madeja de entrecruzamientos, de hilos que van y vienen y se superponen, que es necesario intentar vislumbrar, revisar con ojo escrutador, pues el lugar que habitamos es mucho más que un conglomerado humano, bastante más que un territorio conquistado, infinitamente más que un asentamiento urbanizado.
Una ciudad es por supuesto una trama cultural. La ciudad termina conformando el punto de fuga de una maceración que todos los días va haciéndose, para lo cual resulta clave el sentido de la vida perseguido por quienes la hacen posible. Es hechura de su gente, es la amalgama final, cambiante, dinámica, que muchas manos en labor permanente impulsan a existir.
Para que lo anterior se dé, para que la ciudad que revisamos hoy se fragüe en habitable, vivible, y se transforme en espiritualmente digna de permanecer en ella, resulta fundamental el juego articulado de distintos ámbitos. No se trata de un grupo de edificios, de una vialidad determinada, de cloacas o escuelas bien dispuestas. Nuestra ciudad exige que sus múltiples aristas, sus ángulos diversos, formen en verdad la estructura interrelacionada sin la cual el espacio que habitamos deriva en caricatura de lo que podría ser.
Y lo que podría ser requiere del abrazo entre factores que tienden puente hacia lo integral. Podemos afirmar que la ciudad, ésta que nos cobija, fue ideada, fundada, labrada para exaltar y desarrollar lo humano. En este sentido no es mero instrumento, herramienta o elaboración sólo con valor de uso. Por el contrario, supone parte de nuestra existencia, nos contiene y la contenemos, nos influencia y la influenciamos, la hacemos y nos hace. Es la dialéctica del hombre citadino sin la que terminamos alienados, habitantes sin expectativas, números, datos, estadística que circula, que se mueve por calles o aceras pero que no se integra e incorpora, que no hace parte del alma de esa ciudad única que llega a alimentarlo, y viceversa.
¿Es la nuestra una ciudad que suma integralmente, que permite el diálogo fluido entre sus partes, o sólo privilegia la yuxtaposición de lo que la conforma? ¿Qué la conforma? Si hacemos un ejercicio de observación es posible darse cuenta de que esta ciudad tiene mucho y tiene poco, es decir, es una con semáforos, centros comerciales, parques, universidades, instituciones, y es una que le da la espalda a dos ríos, con servicios públicos calamitosos, con muy pocos espacios para la cultura, insegura, ruidosa, carente de una plataforma efectiva de saneamiento ambiental a la altura de su industrialización. Poseemos un ideal de ciudad, aquello que hace décadas originó lo que a la postre derivó en mito: el de la ciudad planificada. Habría que preguntarse hasta qué punto, en verdad, planificamos hoy. Integrar los factores que dan vida a la ciudad, propiciar el diálogo entre ellos, es lo que en buena medida permite hacer ciudad. Lo ambiental, lo educativo, lo cultural, lo religioso, lo estético, lo ocioso, lo político, lo público, lo privado, la salud, lo institucional. Todo ello tiene que evidenciar una síntesis, para lo que la ciudad (y sus engranajes) trasciende en calidad de vida, se eleva a altas cotas de humanidad, de armonía, creadas por nosotros.
Nuestra ciudad va siendo la sumatoria de las partes que arroja un todo disonante. Va siendo la suma de factores que la hacen posible, pero sin la concatenación interrelacionada que le otorgaría condición vivible, humana, de hogar más que de lugar en el que somos transeúntes permanentes. ¿Dónde están sus teatros? Precisamente alejados, fuera de ella. ¿Cómo nos movemos por sus calles?, con un sistema de transporte indigno y vergonzoso cuyo apelativo (perrera), deja entrever desde el lenguaje la catadura de su realidad social. No, no hemos logrado integrar los elementos que harían de esta ciudad una más espiritualmente elaborada.
Resulta provechoso, aquí, leer a Henri Lefevre (1978: 64): “La ciudad es una mediación entre las mediaciones”. Esto implica que sus estamentos se dan la mano, dependen los unos de los otros, median para conformar la mejor ciudad posible. “La ciudad es obra, más próxima a la obra de arte que al simple producto material”, nos sigue diciendo el pensador francés, asunto que la ubica en el más alto pedestal de las elaboraciones sociales humanas. Obra de arte en tanto se piensa y se crea para lo humano, para aquello que estamos llamados a desarrollar, en lo científico, en lo tecnológico, en lo artístico, en lo político, en los contextos que dibujan el amplio abanico de los intereses y quehaceres del hombre moderno. ¿En qué punto, al respecto, nos encontramos si pensamos en la ciudad que vamos construyendo?
Fijémonos nuevamente en lo que sostiene Lefebvre (1978: 66):

"La ciudad fue y continúa siendo objeto, pero no lo es a la manera de un objeto manejable, instrumental determinado, este lápiz, esta hoja de papel. Su objetividad u objetalidad podría acercarse más bien a la del lenguaje que los individuos o grupos reciben antes de modificarlo, o a la de la lengua (una lengua determinada, obra de una sociedad determinada, hablada por unos grupos determinados)".

Es decir que la ciudad que maceramos, y de ahí el ethos particular de cada una, consiste en la realización de un grupo humano que conforma y perfila la urbe en la que transcurrirá su día a día, su cotidianidad. Como el lenguaje, que cambia (lo cambiamos), se modifica (lo modificamos), se desarrolla en función de las necesidades de los usuarios. La ciudad refleja nuestra interioridad y termina concretando los deseos íntimos que a propósito de ella patentizan sus pobladores. Con razón Luis Castro Leiva (1991: 31) manifiesta:

"Toda ciudad queda en un lugar. No todo lugar queda en una ciudad. Este banal ovillo debe comenzar a desarrollar su madeja de algodón mental. Me hago aquí una pregunta: ¿qué modificación deben padecer los lugares para acceder a la propiedad de una ciudad? Es decir, ¿qué forma deben tomar nuestros hábitos para que una estancia, un sitio, un punto, se pueda convertir en un lugar que obligue al retorno, a la permanencia, a la sede del prospecto de querer vivir y morir en él?"

Se ha dicho que esta parte de la ciudad (Puerto Ordaz) es aluvional. Fue haciéndose sobre la base de un proyecto industrial cuyas consecuencias más evidentes son la falta de arraigo, de identidad, de pertenencia al nicho de vida que toda ciudad representa, simbólica y concretamente. No obstante, de algunos años a esta fecha tal condición ha cambiado notablemente. Existen ya generaciones de individuos nacidos y crecidos aquí, lo cual muestra que ellos, con mayor razón y fuerza, tendrán que responder en buena parte las interrogantes que se hace Castro Leiva, tendrán que continuar, seguramente con superior sentido de pertenencia y empuje, la proyección de la ciudad que va dejando de ser sólo lugar.
Continúa afirmando Castro Leiva (1931: 33):

"Las costumbres son nuestras querencias establecidas en acciones, en actos, en convenciones, en inclinaciones, en afectos estables, en emociones represadas, en vivencias, en caracteres. Digamos, nuestro propio teatro universal".

Por esa razón nos ha advertido así mismo que “la habitabilidad es una disposición moral”, y entonces me hago la pregunta, ¿hasta qué tanto lo que expresa Castro Leiva se cuela, se deja entrever en la ciudadanía activa de esta ciudad? ¿Hemos macerado la urbe que deseamos, que soñamos, a fuerza de acciones, actos, vivencias, etc.? ¿Lo estamos realizando con el ímpetu y la fuerza necesarios? No pretendo dar respuestas contundentes, y mucho menos definitivas. Me temo que no las hay. Nada más alejado de mi disposición y de las posibilidades de este ensayo. Me anima la idea de pensar críticamente la ciudad que juntos inventamos a diario, y hacerlo exige preguntar, repreguntar, para intentar la reflexión común.
Vivir donde vivimos, levantarse y acostarse aquí, en múltiples vertientes supone la sobrevivencia llana para todos, para acaudalados o miserables, para sabios o ignorantes, para tirios o troyanos, pero también implica percatarse, con alegría infinita y casi como una particularidad poco dada a otros parajes y geografías, de la calidez de la mayoría, de la esperanza, de la jovialidad, del sentido del humor y de la tolerancia general observable en sus habitantes. Es preciso imaginarnos en una ciudad del siglo XXI, perseguirla, actuar en consecuencia, realizarla, percatarnos de que en un mundo globalizado, en plena era del conocimiento, es apremiante, clave, tomar derroteros que involucren educación, tecnología, ciencia, humanidades. Cabe lanzar la interrogante: ¿labramos una ciudad moderna? ¿Tenemos en verdad “acceso a” y disfrute de lo moderno? ¿Podríamos afirmarlo sin ambages?
Los problemas de la ciudad que ocupamos son variados y muchos. Obedecen en gran medida a la dejadez y a la desidia, también a la indolencia, y no se conciben sobre la base de buscarles soluciones abrazadas con lo bueno que tenemos, para crear un todo que sobrepase a la suma de las partes. Resulta entonces que la ciudad se hace disonante, atropellante, con groseros contrastes entre lo más amable y lo más áspero que alberga. Arturo Almandoz (1991: 57) expresa algo que es importante atender:

"La grandeza de una ciudad no se mide por su tamaño o densidad, se mide realmente por su capacidad para contener armoniosamente las diferencias y contrastes que concurren en su heterogeneidad, se mide por su capacidad de continente de lo diverso: es ése uno de los atributos de toda gran ciudad".

Lo expuesto indica que la idea pasa por propiciar la armonía, la integración urbana en función de que lo heterogéneo sea cada vez menos porque, entre otras razones, la homogeneidad de la ciudad tiende, a fuerza de trabajo y elaboración urbana, a que las disonancias se minimicen. Así, podemos percatarnos, siguiendo la pista de las ideas de Almandoz, (1993: 17) de que

"La urbanización es un proceso multidimensional que involucra cambios territoriales, demográficos, económicos, sociales y culturales: ella implica no sólo el mero hecho concentracional de una población en un territorio, sino también (y acaso más esencialmente) los cambios en los términos de relaciones sociales entre los individuos y en sus formas de utilización del espacio, así como también en sus patrones culturales".

En efecto, la urbanización entonces pasa por la creación ineludible de patrones culturales. La ciudad genera una intrincada red de símbolos que desde diversas perspectivas se codifican y recodifican nuevamente. Instaura una madeja de signos, y el arte, aquí, toma semejante bagaje propiciando a su vez un imaginario citadino que le es inherente.
Entendemos la ciudad, nuestra ciudad, a partir de lo que simboliza, y en torno, también, de lo que la literatura, la pintura, la escultura, lo artístico procurado en su seno, nos dice. Cierta identidad va cobrando fisonomía en el vivir y el convivir, tejiendo sus redes a propósito del laberinto de imágenes, de sueños, de esperanzas, de anhelos, depositados y alimentados en la urbe que hacemos nuestra. Es lo que hemos perfilado, es lo que hemos ido creando. Leer a Francisco Arévalo, por ejemplo, un escritor que interpreta la ciudad y la envuelve en el lenguaje de lo poético, de lo que capta en ella como material inmejorable para hacer literatura, exige reconocernos ahí, en el universo mítico-simbólico de este territorio, de este espacio y de este tiempo humano que nos cobija y cobijamos.
Lo intangible asociado a la ciudad forma parte de ella en idéntica proporción a lo que corresponde su tangibilidad. Lo manifiesta claramente Almandoz (1993: 19-20):

"La estructura literaria existente sobre una ciudad (…) es algo determinante e informante de nuestro entendimiento sobre ella como puede serlo su misma estructura física. En este sentido, acaso puede hablarse de una aproximación fenomenológico-literaria a la ciudad, que paradójica y maravillosamente, puede incluso ocurrir a distancia. Y es por todo ello que también podemos afirmar que las ciudades devienen míticas sólo en la medida en que existe una literatura sobre ellas, literatura que (así como lo han hecho posteriormente el cine y la televisión) se encarga de mitologizar sus calles, plazas, sus habitantes y costumbres".

Nuestra ciudad ha sido y es reinterpretada por el discurso literario, y ese hacer da cuenta de ella y le reclama, dialoga, la acaricia en lo mejor que posee o la rechaza a veces, en lo peor, pero siempre edificando un imaginario que se colectiviza y nos pertenece a medida que la obra literaria madura, crece, circula, se incorpora a la tradición.
La ciudad que habitamos se densifica, se concentra, se problematiza y cada vez, a pesar de los pesares, estamos aquí para humanizarla, para indagar las maneras de hacerla más digna, y en fin, de lograr mayor felicidad en ella. Es una labor, no por ciclópea, menos posible. El imaginario citadino que insistimos en procurar, en concretar, junto con la estructura física que consolidamos, permite amasarla a diario, sentirla, padecerla, disfrutarla, parirla como nuestra. Queda mucho por llevar a cabo. Vale la pena, después de todo, recordarlo en estas líneas.


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS




Lefebvre, Henri.(1978). El derecho a la ciudad. Barcelona: Península.

Castro Leiva, Luis.(1991). “Filosofía de la ciudad”. En: VV.AA. Filosofías de la ciudad. Caracas: Equinoccio.

Almandoz, Arturo. (1991). “Atributos de ciudad”. En: VV.AA. Filosofías de la ciudad. Caracas: Equinoccio.

----------------------. (1993). Ciudad y literatura en la primera industrialización. Caracas: Fundarte.

7/14/2011

Saúl Bellow, cultura y tradición occidental

Buen texto de Mario Vargas Llosa ("Desafíos a la libertad": Aguilar, 1994) para alimentar el siempre necesario debate acerca de los intelectuales, la cultura, la academia y la tradición occidental. Dejo a continuación parte del ensayo en cuestión ("Saúl Bellow y los cuentos chinos") .


"...la historia de Dura avena y Wang Meng me ha devuelto el optimismo. La leí, en una crónica del corresponsal de The New York Times en Beffing, Nicholas D. Kristof, luego de participar con Saúl Bellow en un diálogo sobre la cultura en el mundo moderno que me dejó muy deprimido. Aunque no todas las ideas de Bellow sobre el tema me convencieron, muchas de ellas parecían morder en carne viva y describir una descomposición tal, en el arte, el pensamiento y la literatura de los países occidentales, para la que era dificil imaginar el remedio.En Estados Unidos hay buenos escritores e intelectuales importantes pero, a diferencia de lo que sucede en Francia o en Italia, por ejemplo, rara vez coinciden ambos en una misma persona. Los 'creadores', de Melville a Hemingway o Faulkner, suelen ser hombres de acción, alejados y muchas veces desdeñosos de la Universidad, en la que acostumbran a vivir acuartelados, lejos del ruido mundanal, los 'pensadores'. Son raros los casos de novelistas o poetas que, de manera paralela, hayan ejercido una destacada función intelectual, como ideólogos políticos, filósofos, críticos literarios o historiadores culturales. Saúl Bellow es una de esas excepciones.

Toda su obra es una apasionada exploración del mundo de las ideas, que han colmado su vida como colman la de sus personajes, el más célebre de los cuales, el desbaratado humanista Valentín Gersbach, de "Herzog", es precisamente la exacerbación tragicómica de la condición de intelectual. Como Gersbach, Bellow ha visto en la obra de ciertos pensadores y artistas el derrotero de la civilización, las fuerzas motrices de un largo proceso de humanización de la vida, en el que el hombre ha ido superando el estado de naturaleza, adquiriendo una conciencia moral y una sensibilidad estética que lo preservan contra la barbarie.

Y, como el héroe de su novela, ha dedicado parte de su vida, también, a promover entre las nuevas generaciones la lectura de esos grandes clásicos en cuyas páginas encontraron los hombres razones y ánimo para superar los prejuicios que pasaban por ciencia, los fanatismos disfrazados de religión y los estereotipos o supersticiones que hacían las veces de conocimiento. Pero, a diferencia de Valentín Gersbach, a quien la vida real escarmienta de manera tan severa por identificarla con la vida de las ideas, hubiera podido pensarse que a Saúl Bellow la historia presente, en vez de desmentirlo, más bien lo había confirmado.

Luego de la desintegración de la URSS y del sistema que ella encarnaba, ¿no ha quedado el tipo de sociedad representado por Estados Unidos como el único vigente en nuestros días? Y éste es el modelo de sociedad que, aunque sin retacearle objeciones y críticas, y algunas muy duras, Bellow defiende desde hace por lo menos treinta años como el menos malo, el más flexible y mejorable, y el heredero de la mejor tradición de la humanidad. Para llegar a estas conclusiones, Bellow debió romper él mismo muchas camisas de fuerza, religiosas y culturales. La primera, la de la propia familia de judíos ultraortodoxos, emigrados de Rusia a Canadá y luego a Chicago, reacios a asimilarse a la vida norteamericana, que lo enviaron a los cuatro años a una escuela rabínica para hacer de él un rabino. Y, después, la de los que ha llamado los "tres tiranos" de su juventud y temprana madurez: Marx, Lenin y Freud.

En la Universidad de Chicago, Bellow ha dado por muchos años un curso sobre obras maestras de la literatura que se ha hecho famoso. Ha sido su manera de hacer la revolución, la única en la que cree: la que tiene su raíz en el espíritu y en la imaginación, e irriga desde ese impalpable centro todas las otras actividades humanas. Y nada ha contribuido tanto a enriquecer la vida y a atajar el salvajismo y la insensatez que también forman parte de lo humano, según él, como las grandes creaciones literarias. Y principalmente las clásicas, las que, desde la antigua Grecia y Roma, el Renacimiento y la Edad Media, han pasado todas las pruebas y llegan hasta nosotros robustecidas por aquellas culturas intermedias que las heredaron, reinterpretaron y actualizaron. Ellas constituyen el hilo conductor de la civilización.

El pesimismo actual de Bellow se debe a que, en su opinión, ese hilo ahora se ha roto y la inteligencia tiene una vida muy precaria en nuestros días. Estados Unidos puede haber quedado sin rivales en los dominios militar y político, pero, culturalmente, es un gigante con pies de barro. Los productos seudoculturales de consumo masivo -aquellos que se quiere hacer presentables con la etiqueta de "cultura popular" pero que constituyen una forma innoble y chabacana de la invención humana- han desplazado casi por completo a los genuinamente creativos.Hay un riesgo grande de desintegración en Estados Unidos, por obra del particularismo étnico y las exigencias de las llamadas minorías -raciales, religiosas, sexuales, culturales- que, en vez de aceptar la asimilación, quieren una vida propia, independiente y protegida, y en permanente antagonismo contra la de los demás. La educación, antaño el factor integrador por excelencia de la sociedad norteamericana y la punta de lanza de su progreso, ahora es más bien uno de los más activos instrumentos de su decadencia y empobrecimiento.

La Universidad ha abdicado de su obligación de defender la cultura contra las imposturas. Cierto, sus departamentos técnicos y científicos siguen formando buenos especialistas, profesionales eficientes aunque ciegos para todo lo que está más allá de los confines de sus cubículos de saber. Pero las humanidades han caído en manos de falsarios y sofistas de todo pelaje, que hacen pasar por conocimiento lo que es ideología, y por modernidad al esnobismo intelectual, y que desinteresan o disgustan a los jóvenes de la vida de los libros. Por culpa de los fariseos del exterior y los filisteos de adentro, la gran tradición clásica de la literatura y la filosofia que hizo posible la sociedad liberal moderna agoniza dulcemente en los campus de impecables jardines y repletas bibliotecas de la academia norteamericana. Saúl Bellow prologó el libro de Allan Bloom, The Closing of the American Mind (1987), tremendo alegato escrito para mostrar, en palabras de su autor, "cómo la educación superior ha traicionado a la democracia y empobrecido el alma de los estudiantes de nuestros días", y, aunque él asegura que discrepa en muchos temas con Bloom, las razones de su pesimismo a mí me parecen muy semejantes a las de este libro. El profesor Bloom reprocha a las universidades norteamericanas lo que Julien Benda a los inte lectuales de su tiempo en La trahison des clercs: haber vuelto la espalda a la tradición clásica, sustituido el culto y el estudio vivificante de los grandes pensadores y artistas del pasado, por los ídolos fraudulentos de una supuesta modernidad. Y haber entronizado en los claustros un relativismo ético y estético en el que todas las ideas se equivalen, para el que ya no hay jerarquías ni valores. Si las obras literarias sólo remiten a otras obras, no a la vida de su autor, ni a la historia, ni a los grandes problemas morales o sociales o individuales, y no tiene sentido juzgarlas como buenas o malas o profundas o banales, sino como distintas manifestaciones de una forma proteica y poco menos que autosuficiente, que vive y se reproduce al margen y sin un comercio visceral con lo humano, ¿para qué leerlas? ¿Para entregarse, a partir de ellas, a esas pulverizaciones texturales, a esa prestidigitación esotérica, a ese juego de espejos retórico que es hoy día la crítica académica? ¿Cómo podría sobrevivir la auténtica literatura entre los artefactos cretinizantes de la industria seudocultural que copan el mercado y la cháchara antihumanista de algunos universitarios? ¿Quién se creerá, en un mundo así, que los poemas ayudan a vivir, que las novelas desvelan las verdades escondidas, que gracias a la gran literatura la vida no es mucho más violenta o triste o aburrida de lo que es?

¿Cómo, quién? Los 1.200 millones de chinos, por supuesto. Ellos saben que la literatura es una de las cosas más importantes y peligrosas del mundo; a ellos nigún sofista les meterá el dedo a la boca. Si no lo fuera ¿se habría pasado veinte años en un campo de trabajos forzados el pobre Wang Meng por escribir un cuento? ¿Habría provocado el tumulto que he descrito ese relato de pocas páginas, Dura avena, si la literatura no fuera dinamita pura en manos de un buen escritor? Ellos saben que la literatura está envenenada de vida, que ella es un buen sitio para ir a respirar cuando el aire se enrarece y el mundo se vuelve asfixiante, que ella es una demostración irrefutable de que esta vida que vivimos es insuficiente para aplacar nuestros deseos y, por lo mismo, un acicate irresistible para luchar por otra distinta. También lo saben los iraníes, pues, si no fuera así, ¿qué hace escondido ya mil doce días Salman Rushdie para que no lo ejecuten los fanáticos? Y lo saben muy bien los cubanos, pues, si la poesía no fuera algo esencial, ¿para qué habría mandado Fidel Castro a sus matones de las Brigadas de Acción Rápida a que golpearan con ese salvajismo a la poetisa María Elena Cruz Varela, en su propia casa, hace tres días?

Es cierto, la libertad, el mercado, el desarrollo económico, que traen tantos beneficios a los hombres, trivializan a menudo la vida intelectual y prostituyen no sólo su enseñanza, sino el ejercicio mismo de la literatura. Para quienes escribir y leer poemas y ficciones es tan indispensable como beber agua, eso nos parece algo terrible. En realidad, no lo es. No para la gran mayoría. Ella puede sobrellevar muy bien la vida sin literatura y aplacar su apetito de irrealidad en el basural televisivo o la prensa del corazón. La moderna sociedad democrática consta de unos mecanismos a través de los cuales pueden discutirse y criticarse los grandes asuntos sin pasar por la poesía, el teatro y la novela. Es esta realidad la que ha contribuido a hacer de la literatura, en aquellas sociedades, un mero entretenimiento o un esnobismo de exquisitos, es decir, a restarle ambición, profundidad y vitalidad al quehacer literario.

Afortunadamente, hay todavía algunos Deng Xiaopings, Fidel Castros, ayatolás, Kim il Sungs y congéneres, sueltos por el mundo. Se han empeñado en bajar el cielo a la tierra y, como todos los que lo han intentado, crearon sociedades invivibles. En esos pequeños y sórdidos infiernos donde reinan, la literatura reina también, a pesar -o, más bien, gracias a- los comisarios y censores, con sus espejismos tentadores y sus tiernas imágenes, como la portadora de soluciones para los problemas, como la espléndida mentira de una vida que algún día vendrá".

Mario Vargas Llosa

7/10/2011

La llama y la vela

Febrero de 2001

Educarse va más allá de asistir a una escuela. Éste es un peldaño más que opcional hoy en día, pero no lo es todo. Educarse implica formarse, por ejemplo, para ejercer una profesión nacida en el seno de una institución llamada, digamos, universidad, o hacerlo para incrustarnos en la vida social de la que somos parte y consecuencia.
Quizás una de las grandes diferencias entre el ser humano y la condición animal sea aquella relativa al aspecto educativo: somos capaces no sólo de propiciarnos educación sino también de pensarla, de subirla y bajarla y ponerla de lado y mirarla a través de diferentes ángulos, siempre desde ella misma. El ser humano piensa la educación desde la educación, sin la que resultaría imposible llevar a cabo una tarea semejante, y me atrevería a decir, casi, que ni siquiera otra diferente. Ella es el motor de todo cuanto cobija el manto de la civilización, incluyéndola además. Nada menos.
Así como la filosofía es la madre de todas las ciencias, la educación engendra lo que somos. Nos elevamos a la altura de lo humano gracias a que nos educamos para ello, con lo cual podemos afirmar que toda cultura posee un substrato invariablemente educativo; la cultura, cúmulo de haceres realizado por el hombre y que permanece dinámicamente a través de generaciones, ha sido el producto de su acción.
Como gato encima de un tejado, así vislumbro a esa señora llamada educación. Emancipada, individual, también colectiva, humanizadora, no acepta jaulas o cadenas y mucho menos gríngolas para en forma terca, solapada y vil dirigir conciencias en su nombre. Si constituye el elemento indispensable para aproximarnos a la libertad es porque sin duda otorga habilidades para discernir, para hacernos con una elevada capacidad crítica, cuestión que, por cierto, está mucho más cerca de lo cambiante, de la tan mentada “revolución” que un puñado de predestinados masculla de la dentadura para afuera.
Ya lo ha dicho Savater: el poder tiene siempre una tendencia hacia el abuso y no bastan declaraciones de intención, por geniales o buenecitos que pudieran ser los gobernantes, para que prueben a hacer lo que les venga en gana (esto me hace recordar algunos atropellos de este gobierno, amén de un numerito ¿fatídico? y de moda: el decreto 1.011). Es aquí donde se atraviesa una sociedad educada, formada para la tolerancia, para el entendimiento, para el diálogo, para la exigencia y para la defensa de sus perspectivas y esperanzas. Formada, en fin, para la democracia, alimento vital de todo hombre que en sus horizontes dé cabida a la consecución de lo cívico. La educación se erige como la única responsable de que esto suceda. Lo contrario podría arrojar la triste demostración de un gigantesco vacío de ideas, de una falta infinita de ciudadanía, de un inexistente respeto hacia todo aquello que represente lo otro, lo distinto, lo diferente a la tribu. ¿Un ejemplo?, ¡zas!, nos da de lleno en la nariz: basta observar lo que esta semana se desarrollaba como una rutinaria sesión en la Cámara Municipal de la Alcaldía de Piar, allá en Upata. Pues nada, el recinto acabó transformado (golpes, insultos, trifulca de por medio) en lo que en esencia probablemente es: un circo, una vergüenza, espantosa forma de manifestar los altísimos niveles de chabacanería y hazmerreír que ellos, los legisladores, mediocridades de solemnidad, se encargan de cultivar cada día más. Esta es una gran verdad: no puede pedírsele guayabas al mango.
“Mientras arde, la llama debe reanimarse, mantener, contra una materia tosca, el dominio de su luz”, ha escrito Gastón Bachelard en “La llama de una vela”. Somos esa materia tosca, quizás, y sólo quizás, la vela que requiere fuego para arder. Como Prometeos de estos tiempos, nuestro destino ronda el robo, el de la llama (¿educación, cultura?) que consiste más bien en un esfuerzo sostenido y batallador para lograr mediante ellas lo que otros han disfrutado ya (mayor preparación, mejores condiciones de vida, más democracia y desarrollo). Empeño y empeño, dicen que es el infalible método... Amanecerá y veremos.

7/08/2011

Literatura e independencia
















En el marco de la "V Feria del Libro de la Universidad de Guayana". Profs: Carlos Espinoza, Roger Vilain, Sigfrido Lanz, Diego Rojas Ajmad. Foro: "Literatura e independencia".



(Prensa UNEG). Todo está listo para que el próximo miércoles comience la programación. Talleres, foros, presentación de libros y mucho más trae esta quinta edición. ¡Para no dejar de leer!
Del 5 al 8 de julio en la biblioteca de la Universidad Nacional Experimental de Guayana (Uneg), sede Atlántico, se realizará la V Feria del Libro que organiza esta casa de estudios. El profesor Diego Rojas, uno de los involucrados en la organización, indicó que el programa será muy variado. Dio detalles de las actividades académicas:
“El miércoles 5 en la biblioteca de la Uneg, habrá una conferencia con el poetaLuis Alberto Crespo, director de la Casa de la Letras Andrés Bello, sobre Andrés Bello. Esto será a las 9:00 de la mañana. El día jueves, también en la mañana, se realizará el foro "Literatura e independencia" con los ponentes Sigfrido Lanz, Roger Vilain y Diego Rojas. El viernes a las 9:00 am se realizará un cine-foro sobre la vida y obra de Aquiles Nazoa”, informó Rojas.








7/05/2011

Un libro de Ernesto Sábato

Acabo de terminar "Antes del fin", libro en el que Sábato viaja al pasado a través de la memoria. Don Andrés Palazzi, buen lector y mejor amigo, tuvo el gesto amable de llevarlo a casa uno de esos días en que conversar hace las veces de protagonista incuestionable.
Pasarle revista a la existencia tiene mucho de valentía, sobre todo cuando el exorcista es quien escribe. Y escribir, justo en el momento de apuntar hacia la propia vida, es lo que Sábato ha llevado a cabo en estas páginas, entre otras razones por la desnudez, la transparencia y el desgarramiento que línea a línea uno vislumbra a lo largo y ancho de doscientas catorce páginas.
Es un striptease, pero al revés. Antes que quitarse la ropa, Sábato se viste de adolescente, de hombre maduro, de físico que en circunstancias inmejorables para su futuro como científico lo abandona todo y se dedica al arte; se cuelga los ropajes de hijo, de esposo, de padre, de escritor, pero en esencia de humano. Antes del fin es la historia de una vida en el mero centro de la reflexión, lo cual obliga, no faltaba más, a repensar esto que somos. Casi la veo como una excusa para decir esas cosas que, en un plano menos intimista, se esparcen a los cuatro vientos echando mano del ensayo como forma literaria.
Lo cierto es que ante mí se abrió un libro para ser disfrutado. Si en las primeras páginas no me atrapa, por lo general abandono lo que tenga entre las manos. Este me agarró por el pescuezo desde la letra inicial, asunto que se mantuvo incólume aun cuando muchas veces metieran sus narices ideas no compartidas, atmósferas casi insoportables, mundos reñidos con los que uno trata de erigir todos los días a fuerza de sudores, de paciencia, de pura terquedad o qué sé yo.
Hay que decir que Ernesto Sábato es un pesimista, y no es que lo mencione porque yo sea lo contrario. El autor, en su desesperanza, en el descreimiento desgarrado que manifiesta acerca de este mundo automatizado, hipertecnológico y entregado a la más descarnada razón, no ofrece alternativas. En este sentido, claro, por muy bien escrito que esté el fajo de cuartillas, resulta decepcionante: cae exactamente en el mismo cuadrante de los posmodernos quejumbrosos, donde se muestra el pecado pero jamás la posible redención (tal cosa, por supuesto, es lo que los hace posmodernos, lo cual implica casi que permanecer en ese foso para siempre. Es la trampa perfecta, la inmovilidad total).
Lo anterior no es nada nuevo. Ya en la época de una obra extraordinaria como "Sobre héroes y tumbas" se deja colar el cafecillo con su borra: “Felizmente tengo la propensión a imaginar siempre lo peor. Digo 'felizmente' porque de ese modo mis preparativos son más fuertes que los problemas que la realidad luego me depara; y aunque dispuesto para lo peor, esa realidad me resulta menos difícil que lo previsto”. En el plano de las propensiones, Don Ernesto se las trae, sólo que de propensión en propensión podemos dar con la oscuridad sin más, con ninguna luz al final del túnel, asunto nada halagador cuando se deja entrever que "Antes del fin" busca asimismo transformarse en testigo y estímulo para los que vienen atrás, léase los jóvenes.
En lúcido introito a "Dios ha nacido en el exilio", novela del rumano Vintila Horia y que a manera de diario apócrifo da cuenta de los años de exilio sufridos por Ovidio en el siglo primero después de Cristo (luego de que el emperador Augusto lo desterrara a Tomis, en el Ponto Euxino), Daniel Rops se interroga, a propósito de una frase de Nietzsche (“He elegido el exilio para poder decir la verdad”) lo siguiente: “¿No estará predestinado el exilado, el hombre que todo lo ha perdido, a juzgar el mundo de los hombres instalados, a denunciar su hipocresía y su injusticia?”. Una idea como ésta se me ocurre calzando en ese molde que es la huella dejada por Sábato en su libro. Me pregunto, luego de leerlo, si el magnífico escritor argentino no será un exiliado, un paria de la modernidad; no en balde mandó al diablo su quehacer en el mundo de las ciencias, muy instalado como estaba nada menos que en el Instituto Curie.
Antes del fin es un texto que vale la pena leer, máxime si uno se cree fuera del saco de los irremediablemente desencantados, si uno todavía vislumbra hendijas por las que un pedazo de sol puede colarse. Equivale a una muralla labrada por alguien que dice sus verdades aplastándolas en el rostro del lector. La hipocresía, sí, y también la mentira y el consumo y el pito que puede tocar la ciencia o la inteligencia o la razón a estas alturas del siglo XXI, danzan por las páginas hirvientes del texto. La denuncia, sin embargo, no trasciende a mi juicio el dedo índice, los señalamientos de rigor, para abrirse al terreno de las propuestas novedosas, de las posibles vías alternas.
Vale la pena leerlo por una doble causa: para compartir su desazón, que hasta cierto punto ha sucedido en mi caso, o para decepcionarse con el texto, lo que también me ocurrió, y en dosis algo más elevadas.

7/04/2011

La felicidad organizada

Para un político maniqueísta la vida tiene dos caras: una buena, que está de su lado, y otra mala, en la acera de enfrente. Para Chávez, caudillo comunista y militarista, la revolución implica el lado bueno de esta realidad agobiada por la antítesis contrarrevolucionaria llamada neoliberalismo, imperialismo, globalización o cultura occidental.
El deber de toda democracia es producir demócratas, fraguarlos, educar a la gente en el quehacer de esa práctica que es sumamente difícil de alcanzar. La venezolana no ha cumplido a cabalidad con este imperativo, asunto evidenciable con sólo observar la impunidad en los desmanes del gobierno, la forma como se manejan los recursos públicos, el talante fascistoide en sus afanes de control total. Y lo pagaremos caro. Cuando este gobierno se vaya al diablo, recoger los vidrios rotos costará Dios y su ayuda. Si la democracia gozara de buena salud en Venezuela, la acción política como respuesta a los desafueros gubernamentales habría puesto pie en el freno, los contrapesos estarían ahí, pues toda democracia, más que la sumatoria de sus instituciones, supone el ejercicio de esa democracia en tales instituciones. Estamos lejos de semejante referente.
El Gobierno venezolano ve la felicidad alrededor. Su proyecto, que es fiel y subordinado constructor de la dictadura cubana, va a ser la llave para salvarnos. La ideología comunista, en bancarrota desde el ruinoso fin de la era soviética, no legitima ya a nada ni a nadie, pero sí el "socialismo del siglo XXI", especie de mezcolanza entre las ideas de Marx, Lenin, Castro, Lukashenko, Bernal, Cilia Flores, Ramonet y el mismo Hugo, extraño Merlín que hace conjuros, lanza hechizos y juega a su antojo con la pócima. Nadie sabe en realidad qué es el fulano socialismo del chavismo, pero funciona muy bien para meter de cabeza a la felicidad en Venezuela. Si no, que hable el nuevorriquismo de estos lares.
En su mente alucinada, Chávez imagina que está formando un maravilloso frente antiimperialista, estrechando lazos con las dictaduras más tétricas del mundo (Cuba, Irán y Bielorrusia). El enemigo externo, llámese Aznar, llámese imperio o llámese Bush, comodín utilizado por todos los autócratas con constancia que sorprende, juega su papel: no importa gobernar, no importa hacer lo que un gobierno normal debe hacer, no importa el diálogo, el consenso o la búsqueda de soluciones para los verdaderos problemas; lo primordial es el conflicto, la antipolítica. Antipolítica e ideología van de la mano, pues la primera le da la espalda a la realidad, a la falta de agua o a la criminalidad o al costo de la vida, y la segunda actúa cuando el objetivo es controlar esa realidad. La felicidad entonces como imposición, no como un logro. Fracaso por los cuatro costados.
La felicidad de Mercal o Barrio Adentro, la felicidad de las misiones en líneas generales maquilla, y sólo maquilla el rostro de alegría. Nadie en su sano juicio puede estar en contra de más salud para la gente, de más alimento para la gente, de más educación para la gente, de más logros para la gente. Pero cuando este cuadro se ve de cerca, si nos ponemos a escudriñar la anatomía del entramado que se vende como la gran maravilla, saltan a la vista los pies de barro, el embuste y la tragedia: cuando los astronómicos ingresos petroleros mermen, ¿quién sostendrá el gasto?, ¿quién pagará la cuenta del banquete? Muy bonito el sueño. Horroroso el despertar. Ya lo decía Uslar: no sembramos el petróleo. Otro "boom" al desagüe, no terminamos de aprender. Si usted no genera riqueza, no tiene qué distribuir, así de simple, y nosotros distamos mucho de hacerlo, es más, aquí se hace lo que sea por impedirlo. Para recordar y guardando las distancias: Hitler consiguió el mejor sistema de seguridad social europeo. Excelente muchacho.
El espejismo feliz del Gobierno venezolano va a terminar mal, como ha ocurrido con todos y cada uno de los afiebrados relumbrones de euforia presentes en las fantasías de cuanto líder mesiánico ha pasado por estas tierras. De una felicidad planificada, centrada en el gran jefe e irradiada a la feligresía por obra y gracia de populismo y de razones ideológicas puede esperarse cualquier cosa, menos un estado amoroso duradero. La realidad no da para tanto. Siempre he tenido la seguridad de que Chávez va a rendir cuentas ante los tribunales, de eso no me cabe duda. Mientras tanto, la felicidad reina y la danza continúa. La felicidad organizada, que es la peor forma de planificar todo lo contrario.

Cultura Sónica





















Los medios de comunicación, en un mundo cada vez más globalizado, son un poder. Para bien o para mal, el espectro mediático conforma una red de opiniones, de pareceres, que tejen un aquí y un ahora sustentandos en el análisis sesudo, en la ética informativa, o simplemente en el espectáculo vacío de una cultura dada a lo insustancial, lo efímero, lo frívolo, carente del tratamiento intelectual mínimo para erigirse en discurso comunicacional con bases sólidas.

En Guayana el periodismo no es ajeno a lo anterior. Tenemos de todo, y con ello hay que lidiar. La historia de la radio en estas tierras, el desarrollo de la prensa escrita o audiovisual, la significación e importancia de los medios en sociedades del siglo XXI, la globalización informativa y sus facetas en contraste, el periodista y su condición de ciudadano y profesional éticamente formado, constituyen puntos clave a la hora de elaborar interpretaciones a propósito del quehacer mediático informativo en la región que habitamos.

Celebramos, desde el lunes, la semana del periodista, y para hablar de éstos y otros temas nos acompaña esta tarde Diana Gámez, profesora e investigadora de la Universidad de Guayana, intelectual guayanesa que participa activamente en el debate diario acerca de la realidad que estamos construyendo, escritora, columnista de prensa, periodista, pero sobre todo amiga... Bienvenida Diana a "Cultura Sónica", un honor y un placer tenerte siempre con nosotros.