8/29/2019

El humo de mi pipa


    En la Universidad Católica del Ecuador, donde trabajo, me siento en el café de Filosofía. Disfruto visitarlo porque se puede leer en paz, el mocaccino vale la pena y los jardines alrededor son un placer. Llevo par de libros, entre ellos “Charlas con Troylo”, de Antonio Gala, que abro en la página noventa y seis. Pido un americano y agua mineral. Mientras, pipa encendida y toda la disposición  de echarme en brazos de eso que llaman placer: el de leer, saborear, contemplar.
    Una señora pasa a mi lado y noto que me observa. Apenas levanto la mano, a manera de saludo en plan de respuesta a su curiosidad, y continúo haciendo lo que hago. Antonio Gala se desgaja en un artículo que es delicia pura: “Sexo y figura”, en el que escribe: “aquí los dirigentes, por tradición secular, se reputan, en la obligación de redimir nuestras almas del infierno y nuestras inteligencias del error… ¿Por qué creerá nadie que Dios le ha señalado con su dedo para misiones salvadoras?” Es una pregunta que desde hace mil años ha reverberado también en mis entrañas. ¿Por qué tanto imbécil termina suponiéndose especial y único? ¿A qué se debe tamaña autosuficiencia, antes y después, a propósito de cualquier cosa?
    Su voz interrumpe como martillazo y al alzar la vista puedo verla ahí, de pie frente a mi mesa. Es la mujer que hace dos minutos pasó por aquí y saludé con gesto apenas perceptible. Da los buenos días y dispara a quemarropa: ¿puedo hacerle una fotografía sentado como está, con su pipa y su lectura? Me quedé de piedra. Ni que fuera yo El Puma, Camilo Sesto o Julio Iglesias.
-Buenas, hola. La verdad, de modelo tengo lo que de trapecista -respondo-.
-No importa en lo absoluto -dice ella-.
    Al final accedo, con ganas de que me dejen solo, y por fin el click, el rostro satisfecho, las gracias porque ¿sabe?, guardo imágenes de viejecitos con pipa, con su aura de misterio, pero ninguna, créame, ninguna así como ésta, alguien fumando y leyendo a dos pasos de donde me encuentro, alguien con ella como usted ahora y blablablá.
    Entonces me pongo a pensar y recuerdo que también yo me relaciono con semejante objeto, con el humo, las volutas y el perfume del tabaco rubio, y aunque no persigo imágenes de ancianos en acción llevo conmigo la memoria de mi padre que era un hombre pegado a una pipa y sus aromas. Qué más da, desde aquí puedo comprenderla. Quizás esa mujer cabe también en una historia parecida, de manera que así mantiene vivas sus evocaciones hasta gozar colgando en las paredes escenas que le llegan a lo hondo. Me encojo de hombros, doy una chupada y sigo en mis trece con Gala.
    Somos lo que somos porque regalamos un certero puntapié al olvido. Escribió cierta vez Ortega y Gasset que “el hombre es un animal que lleva dentro historia, que lleva dentro toda la historia … Si alguien mágicamente extirpase de cualquiera de nosotros todo ese pasado humano, resurgiría en él de modo automático el semigorila inicial del que partimos”. Al fin y al cabo construimos una realidad cercana a los fantasmas que nos dulcifican, con el agravante de no tener seguridades sobre el resultado. Buscamos, hurgamos en plazas, bares, parques o cafés, y al anochecer nos vamos a la cama con la convicción de acaso haber encontrado alguna pieza extra, ladrillo adicional de nuestro particular rompecabezas.
    Lo cierto es que somos animales mucho más entregados a la remembranza y la morriña de lo que imaginamos. Tanto es así que hasta el futuro se perfila como esa memoria que seremos. Mientras, continúo en lo mío: leo, sigo aquí sentado, y el humo de mi pipa cuela otra vez la silueta de mi viejo. Magnífico por donde lo mires. Qué maravilla que así sea.   

8/22/2019

Un elefante en la habitación


    Los recovecos de la mente humana son laberintos sorprendentes. Que esto sea así implica una maravilla, pues ahí se fundamenta la inspiración, la creatividad, el fuelle para hacer arte o llegar a las estrellas.
    Y de semejante realidad toma impulso un hecho que también me asombra: gente incapaz de contrastar ciertas ideas con el mundo circundante, con lo que se extiende más allá de su epidermis, uno que de golpe aplasta la nariz  y revienta hígados sin misericordia.
    Tengo amigos, conocidos, créeme, personas refractarias a eso llamado insensatez, que a este kilometraje de sus crímenes defienden todavía a Chávez, a Maduro, a Cabello, a William Saab y al gobierno como un todo en nombre de la ideología que llevan incrustada hasta en la bilis. Ideología, claro, que cobra carnadura en función de un universo fraguado a través de los años: las peroratas de Fidel Castro, el resentimiento de la izquierda carnívora latinoamericana, las cancioncitas de la Trova, las estupideces de los gringos en política exterior durante la Guerra Fría, más algún tardío romanticismo heredado de las gestas libertadoras. Lo anterior genera una premisa: gente como Hugo, como Evo, como Nicolás o como Lula son nada menos que neoindependentistas, los muchachos de la película, los últimos refresquitos del Sahara, mandamases por obra y gracia del ideario revolucionario que sembrará el Paraíso en la Tierra y por ello dignos de culto, de corona y de cetro. Y lo anterior genera además ruda conclusión: como no espabilan los pobres, soberbio coñazo les espera al caer de esas alturas.
    Siempre me he preguntado por qué Neruda cantó loas a Stalin, por qué Heiddegger murió con el carnet de nazi en los bolsillos, por qué Michel Foucault o Walter Benjamin  se inclinaron ante la hoz y el martillo, por qué García Márquez defendió como nadie a los hermanitos Castro, por qué Carl Schmitt, György Lukács y compañía sucumbieron a los cantos del poder despótico, por qué Pablo Milanés y demás compañeritos de viaje ofrendaron su talento arrodillándoseles a un dictador. Hace buen tiempo Mark Lilla escribió un libro (Pensadores temerarios, ed. Debate) cuya fascinante realidad no termina de propiciar las respuestas necesarias, aunque suponga esfuerzo extraordinario. De cualquier modo, la verdad es que los pasadizos de la mente humana -la de los de a pie o la de individuos con demostrada solvencia intelectual- no entrañan necesariamente aciertos, prudencia, cuidados a propósito de sus quehaceres políticos, arrebatos, cegueras y debilidades  frente a los poderosos. En fin, es preferible que el recelo, la duda, el ceño fruncido estén presentes, de manera que el alegre obsequio de cheques en blanco a dictadorzuelos e iluminados tan caro a la feligresía revolucionaria en Latinoamérica, pierda impulso y más temprano que tarde acabe sus días como maña deleznable que mucho daño, a tantos, llegó a generar.
    Tengo amigos que a estas alturas excusan a Maduro, dan otra oportunidad a ese bebé de pecho llamado Diosdado, comprenden el buenismo para nada que surfea en almas como las de El Aissami o Jorge Rodríguez y, en fin, sueñan, como si de Bambi se tratara, que “la era está pariendo un corazón”, según letra del no menos alcahueta Silvio. ¿Por qué? ¿Qué razones profundas se deslizan bajo tales disparates? Me inclino por la evasión de realidades circundantes, esas que están ahí, golpean duro, directo a las machorras bolas, pero de algún extraño modo dejan inexplicable espacio para la esperanza. Mis amigos sienten que el piso se les mueve de los pies, que las certezas les estallan en la cara, que el lindo panorama trocado en rosadito por la ideología fue a hacer puñetas lejos. Y no, eso no puede ser verdad. Eso no puede permitirse.
    Las locuras de un Chávez presidente, los crímenes de Maduro y sus adláteres, los Derechos Humanos como papel mojado, el genocidio a cuentagotas que sufre un país potencialmente riquísimo, el hambre, la escasez y la enfermedad como hechos cotidianos son las consecuencias de un hacer desde el poder devenido en camarilla pútrida, en piltrafa gobernante capaz de lo impensable sólo para resguardarse otro día más en Miraflores. Un elefante deambula por la habitación y algunos miran para otro lado. Dan por sentado que no existe, juran que el mundo, debido al poder de sus anhelos, devendrá en lecho de rosas.

8/15/2019

El otro viaje


    Cerré los ojos, creí, emití un mantra, me concentré como nunca y lo logré. Había llegado al lugar escogido, un tiempo en el que apenas sabía de mí mismo y recordaba confortable, protegido, feliz.
    Dice la psicología que los humanos son bichos raros. Entre otros extraños comportamientos, tendemos a idealizar el pasado y añorarlo como el mejor de los mundos. La perfección, si existe, vive a sus anchas décadas atrás.
    Camino de la mano de mi padre, de vez en cuando  me acaricia los cabellos, se detiene para encender su pipa, entonces continuamos andando mientras de nuevo siento cómo emite las palabras, esas erres guturales que me parecían la cosa más extraña, cómo suelta sus ideas a manera de reclamos o consejos. Charlamos, caminamos y charlamos. ¿De qué hablamos? No lo veo con claridad pero seguramente responde a alguna duda, comenta cierta ocurrencia que le manifiesto: increpa o señala o dice en función de mis ingenuidades. Soy un niño, seis o siete años, y otra vez el humo del tabaco llega puntual, aparece de inmediato, como si los minuteros se hubiesen detenido sin aviso.
    Cambia el escenario y me encuentro con ambos, padre y madre bajo un árbol frondoso, tendidos sobre la lona de un camastro de esos que se usan en los campamentos. Hay brisa y hay sol, que da calor y que enceguece. Mi madre cuenta una historia oscura que recuerdo a medias, habla de un primo lejano, y mi padre sonríe quitándole importancia al asunto para luego verme a la orilla de la playa en Cumaná, recogiendo piedras, hermosas pero sobre todo extrañas  -como talladas a mano- y voy guardándolas en mi mochila con intención de colocarlas, ya en Upata, sobre las tablas de mi biblioteca donde adornarán durante años.
    Mencioné arriba que cerré los ojos, que creí, que emití un mantra y que me concentré hasta lograrlo. Viajé en el tiempo sin máquina, sin física cuántica o como diablos se diga y sin Einstein de por medio. Qué teorías de la relatividad, qué E=mc al cuadrado ni qué ocho cuartos. Había viajado al pasado y apenas escapaba de mi asombro. Y no es para que te rías, para que me mires como a loco de pueblo o eches a un lado con desdén esto que lees. Viajé al pasado en cuerpo y alma y fui el protagonista de un sueño albergado desde siempre.
    Es verdad que somos bichos raros, enigmáticos hasta la médula, impredecibles.  Es verdad que de un manotazo enviamos el hoy a los infiernos e idealizamos las horas que acaban de escurrirse entre los dedos, amenazando reventar ese espejo que tenemos por lo general enfrente. La nostalgia del pasado, así es. Somos hombres nostálgicos más que hombres sapiens, hombres ludens, hombres videns  y demás cantinelas parecidas. Saudades andantes, morriñas de pie a cabeza, qué le vamos a hacer.
    He viajado en el tiempo, créelo de una buena vez, con la buena fortuna de hallar a esta edad cuanto dejé en épocas que ya no vuelven, que busqué a diario y que sólo pude acariciar gracias a ciertos vericuetos de la memoria, señora bien trajeada que puede obsequiarte el streptease con más morbo sobre  la faz de tus anhelos.
    Estuve ahí, regresé a esos días de oro encarnados en quince minutos de gloria. El pasado es incapaz de repetirse, de emerger otra vez porque como la vida misma no se construye en borrador, es decir, vives tu presente, lo engulles y lo  escupes y un instante después vas por otro distinto, hasta el último que llegará acompañado de tu lápida. Y se acabó. El único viaje, el verdadero, es el de aquí y ahora. Logré irme años atrás para corroborarlo. Queda evocar, nada menos que la remembranza, regalo de los dioses para voltear y mirar, para hallarte vivo entre espacios  irrecuperables.

8/08/2019

La solitaria muchedumbre


    Una biblioteca es un lugar de muchedumbres e implica la sociedad secreta menos acompañada de este mundo. Toda biblioteca mantiene para siempre una conexión especial con quien la posee donde los guiños, las miradas cómplices y los encuentros, furtivos o no, están a un palmo de distancia.
    Los personajes de una biblioteca van y vienen, deambulan por ella como les da la gana, y si afinas el oído y abres bien los ojos puedes escuchar y ver el universo que llevan consigo. Allí, en esa biblioteca que vas poco a poco construyendo durante años -durante la vida, para ser exacto- entran de cabeza tus manías, frustraciones, deseos más íntimos o verdades entrañables, es decir, se transforma en el lugar por el que pulula a sus anchas tu alter ego, ese otro yo que cuando menos lo esperas te mira de frente, te increpa, te patea el hígado y termina por dar un portazo y largarse a beber cervezas con los amigotes.
    Tengo un montón de libros en Venezuela, bellamente ordenados y dispuestos -bellamente para mí, claro-  y durante años me llamó la atención cierta pregunta en torno a ellos lanzada a quemarropa por despistados de la peor calaña: y usted, ¿los ha leído todos?
    Es una pregunta con poco fundamento, más allá del impulso que obliga a arrojarla en medio de una tremenda ingenuidad. Cualquier biblioteca está compuesta por ejemplares leídos y por otros dejados a medio leer -aquello de que no todo libraco es para ti nunca fue más oportuno y cierto-, y lo más emocionante, por títulos que esperas engullir con prontitud. De algún extraño modo eres un duende que proyecta el destino de tu biblioteca, sus zonas gordas y áreas flacas, su estatura y fisonomía, de manera que ahí perviven juntos y además revueltos nombres, solapas, autores, aventuras, búsquedas, encuentros o desencuentros, símbolos, cálices que sólo tú degustas, secretos por develar, fantasmas, ensoñaciones, cuyos desenlaces vas de a poco esculpiendo sin saberlo. “¿Los ha leído todos?”, suena a cementerio. Es una alusión simplona que deja entrever paredes forradas de libros cuyo único punto de fuga es leerlos y luego enterrarlos. Nada más triste. Nada más alejado del espíritu de una biblioteca.
    Los hay hermosos, bien editados. Aunque viejos o de segunda mano, te das cuenta del gusto con que fueron creados, amasados, inventados. Los libros son almas pero también cuerpos, no cabe duda. A veces los contemplo a cierta distancia, como quien disfruta de un atardecer, y me doy cuenta de que en mis anaqueles hay también muchos fotocopiados, con plásticos y resortes a modo de lomos. Cuánta fealdad, cuánta pérdida de belleza en función del pragmatismo de un momento -los necesito y no los consigo, desaparecieron de todos los catálogos, brillan por su ausencia hasta en las librerías de viejo-. Sin embargo, tienen su razón de ser y en alarde de grandeza entregan su cuota de existencia con nobleza, gallardía, humildad, en aquel rincón poco vistoso de las tablas. Una biblioteca culmina siendo ese espacio que contemplas, tocas y respiras a partir del yo interior que dice sí o dice no, que yace feliz cuando se sabe instalado en medio de portadas, papeles, humo de tabaco, lápices, polvo, cuadros, música que se cuela entre las páginas en medio de un silencio que resuena por donde asomes las orejas.
    Desde que vivo en la hermosa Quito me he desprendido de mil y un objetos bastante fieles a mi vida antes de llegar aquí. Y no pasa nada: es cosa de vivir y aceptar las reglas de juego. Te desprendes de lo material como te quitas la camisa al final del día y se acabó. Pero los libros, mi biblioteca, es un lugar que a estas alturas va siendo casi imaginario, siempre incrustado en mis nostalgias a pesar de los pesares, en mi necesidad de tenerla al alcance de la mano para  impregnarme de su clima, de su ethos,  de sus resonancias. “Sin la literatura la ciudad, cualquier ciudad”, escribe Abilio Estévez, “no pasa de ser un conjunto de barrios, de calles, de esquinas, de casas, de jardines. Es la literatura, insisto, la que eleva una ciudad de ser una suma de edificios y de personas que viven en ellos, a ser lo que se conoce verdaderamente por una ciudad”. Asimismo es la literatura, con todas sus implicaciones y verdades, aquella que transformas en el sound track de tu existencia, la que da pie y cabeza, razón y sentido a eso que llega a convertirse nada menos que en tu biblioteca. Y cuánta falta me hace.