Como nos gusta complicar las cosas vivimos
invocando lo que trascienda el aquí y el ahora. Me explico: no nos basta la
realidad monda y lironda, ésa que a diario termina por quebrarnos un plato en
la cabeza. Buscamos más, esperamos más, a no ser que tengamos una piedra por
espíritu o la cabeza llena de aserrín, lo cual tampoco es que sorprenda demasiado.
Desde que tengo uso de razón me ha dado por
indagar en regiones poco transparentes. Uno se pregunta qué se oculta del otro
lado de las cosas, qué significan ciertos hechos, cuáles secretos de este mundo
se revelan sólo si los escrutamos desde ángulos distintos, y entonces nada, hay
que ideárselas para dar con meollos de pelaje variopinto.
Tengo un amigo que de lunes a domingo, pase
lo que pase, a las cinco de la tarde le da por papar moscas donde esté. Papar
moscas, según dice, es el mantra que culmina poniendo boca arriba algunas
cartas, lo cual ha implicado para él nada menos que dar sopotocientas veces en
el clavo. Acertar tiene sus bemoles, verdad que descubrí hace ya una punta de
años, razón por la que puedo entenderlo de pe a pa: ha encontrado su camino,
echó a andar su metodología y sanseacabó, recoge cuantas perlas puede, que ya
es decir bastante.
Tú, sin ir muy lejos, tendrás tus
particulares vericuetos. Enhorabuena. En cuanto a mí, como la razón goza de
mala salud en estos casos es mejor darle unas palmaditas en el hombro y
mandarla a cocinar lagartos, o cuando menos ubicarse de costado, sin exponerse
demasiado, no vaya a ser que acabes embestido y con la femoral troceadita en
dos mitades, qué mierda de suerte la de algunos.
Todo lo anterior para decir que últimamente he
chocado de frente con un enigma de lo más llamativo. De lo más común y
cotidiano pero subestimado la mayoría de las veces por la ingente suma de almas
que pasan por la vida como quien atraviesa un valle de lágrimas o, en el mejor
de los casos, un paisajillo apenas rosadito. Me refiero a las escaleras. Las
mecánicas, para ser exacto.
¿A dónde nos llevan semejantes artefactos?
Pones el ojo, siembras la mirada en el primer peldaño, movedizo como los demás,
y luego alzas la vista con la esperanza de que el procedimiento se repita, se
repita, se repita, y avances y por fin llegues a ese lugarejo, punto de fuga de
tu desplazamiento. Esperas que se haga la luz, claro. Pero qué va, nada de nada,
olvídate. En los centros comerciales, en los aeropuertos, en el metro, cada día
en mayor número y medida como hidras amenazadoras se multiplican tales bichos.
Te subes, pones el pie, pones el otro, esperas mientras te llevan, y la
pregunta cunde como manada de piojos: ¿cuál es el destino? ¿A qué indeterminada
geografía van a parar unas gradas empujándose a sí mismas?
Ayer, mientras fumaba un Partagás con un
macciato en Sweet&Coffe, dediqué buen tiempo a observar a la bestia, a
escudriñar el misterio que me quita el sueño hace semanas. A pocos metros de mi
mesa la criatura que conecta con el primer piso mantenía en silencio su quehacer.
Un hombre con sombrero y traje gris se embarcó en la travesía. Lo vi
encaramarse, lo vi cabalgar risueño sobre el alazán metálico
y al final, ya justo cuando el último eslabón debía arrojarlo al suelo de la
primera planta desapareció como por arte de magia. Entonces el abismo, entonces
otra vez la duda, esa pregunta que me hago sin que lleguen las respuestas: ¿a dónde nos llevan las escaleras mecánicas?