2/24/2007

El derecho y el revés

Llegué temprano, coloqué el reloj encima de la mesa y procedí a desvestirme. Primero me recosté para revisar los documentos del servicio que debía entregar al día siguiente, luego apagué la luz, dejé los zapatos a un lado de la cama y me dispuse a dormir.
Del suelo escapó un destello borroso, una fosforescencia que producía paz. A la derecha unos arbustos, casi invisibles, y lo demás un desierto apenas roto por nuestra presencia. Noté que tenía fiebre; pensé en la vieja, que se había puesto a la orden. No le di importancia pero temblaba; sudando me levanté, envuelto en una sábana me deslicé hasta el armario y al azar, aprovechando la luz que entraba por la ventana, encontré dos cobijas, una encima de la otra.
Ella apareció con su bolso de piel, dentro de ese vestido negro que la hacía lucir mejor. Le pedí perdón, no el perdón de los hombres sino ese que piden los niños, de una vez y para siempre. Me miró con extrañeza, como si fuese la primera vez. Podría jurar que era ella. Cristina, ahora con la boca de rojo, con ese cuerpo de hoja. La recordaba bien desde mis años en la escuela, desde mis once años que no impidieron una declaración de amor, ni un beso imaginario detrás del muro del colegio. En el patio, a esas horas después de clase yo me entregaba a la tarea excitante de observarla, de seguir el paso de sus ojos que a veces se topaban con los míos.
Me cambié de posición, pasé la punta de la sábana por encima de la frente y limpié el sudor. Lo salobre me llegaba hasta los labios; me dolía el cuerpo. Tomé sus manos, sentí sus dedos afianzándose con fuerza como en el intento de que el silencio hiciera lo demás. El sudor era mayor, el silencio absoluto me tragaba por entero.-Siempre he dicho que no existe el absoluto-, pensé.
Volví a secarme, cerré los ojos otra vez y deseé estar con ella, quise morir y regresar a una época de cosas imposibles hoy, porque la edad es el freno de la claridad y la imaginación choca contra un muro demasiado real. Corría hacia la sala de canto, usaba el uniforme violeta con la M.I. de “María Inmaculada” prendida sobre el bolsillo izquierdo de la camisa. La vi entrar por el pasillo de paredes verdes, con el pelo alborotando su imagen de disculpa, de pronta incorporación a la faena. Ahí estaban las canciones que después acabarían en la misa del domingo. Me miró de frente, no hizo más que sonreír.
Grité su nombre en la calle, alteré la tranquilidad de una esquina para llamar su atención en medio de la gente. “Historia de ayer” fue la película del día, a ella le hizo gracia pero a mí me dejó el sabor de un tono empalagoso, de novelas de amor como las que papá grande leía después del noticiero de las cinco.
La sed demasiado brusca, el calor, el corazón perfectamente audible: tactac, tactac, tactac. Me solté una cobija, el gato se callaba por momentos para reaparecer con la fuerza del primer maullido. Decidí ladearme hacia la izquierda y encontré en su rostro un barniz rosado, con el brillo opaco sobre los labios que dejaba traducir la osadía heroica de los quince años. El cuaderno de Latín, la pizarra sucia de polvo blanco que presenció mis sobresaltos, mis nerviosismos disimulados a medias y que ella gozaba hasta decir basta. Le entregué el poema que hablaba de las rosas rojas, de las rosas blancas y de las rosas como ella. Lo escribí en una noche. Como siempre ella rió. Con lentitud pasó la vista por encima del papel y luego lo dobló con suavidad, hasta dejarlo entre las páginas de un libro. Luego supe que dormía con él debajo de la almohada y que lo mostraba a las amigas de la escuela.
Me incorporé sorprendido por las náuseas. Palpé varias veces el cuello para percatarme de la fiebre. Estaba mejor, al menos no había frío. La sed persistía aún pero fui incapaz de levantarme; preferí la seguridad de mi cobija.-La vida es un inmenso helado-, comenté.-De mantecado-, agregó ella.
Estaba en casa, había regresado. Ya en la habitación recordaba esos gestos que volcaban mi atención en todo momento sobre ella. Llegó a decirme, como si de una sagrada confesión se tratase, que la poesía era una vaina extraordinaria. Me dijo que de grande seríamos poetas, eso sí, poetas de pluma, de libros y de vida. Que el mundo de las cosas era la equivocación más grande y que por eso se quedaba con lo otro, con lo que prefería no explicar porque yo a lo mejor no entendería.
Sentí náuseas nuevamente, mucho más fuertes esta vez. Llegó a mi boca ese sabor ácido y amargo de la bilis; lo intenté dos veces y no pude. Saqué los brazos de entre la maraña de trapos: cuatro y cincuenta. El auto se detuvo frente a la casa de mis padres y percibí la lluvia suave, mágica, como una piel por encima de las cosas. Ella cuidaba de la abuela. Sus manos delgadas, muy delicadas, sostenían la taza de café que extendió para ofrecerme. El chico lloraba y dijo que lo llevaría al doctor, que la fiebre lo atacó mientras dormía.
De un salto me deshice de las sábanas. Medio aturdido, busqué en el piso con los pies y encontré las pantuflas debajo de la cama. Había amanecido por completo. Fui al baño, no quise afeitarme porque no me sentía del todo bien, cuestión evidenciable en unas ojeras muy marcadas. Luego abrí el chorro de agua tibia para limpiarme los dientes. Sonó el teléfono y Cristina, mi mujer, llamó desde tan lejos para hablarme de otras cosas.

2/14/2007

Algunas veces el cine

En el intento de arreglar, ordenar, propiciar un sentido, se nos acaba la existencia. Dar con algo, perpetrar un hallazgo, es la meta por excelencia y la razón que mueve al hombre a emprender grandes o pequeños desafíos, cotidianas luchas contra molinos que cada quien enfrenta a su manera.
Mientras esto ocurre descubrimos e inventamos formas para llegar, mecanismos de aproximación. Eso que llaman “la vida”, con su sociedad a cuestas, viene a constituir una "realidad segunda" en la que nos enredamos y en la que cabemos a medias (la "realidad primera" es nada menos que el horizonte vislumbrado desde el presente que nos luce incompleto). Vinculado con lo que representa la conquista de ese horizonte se alza el secreto del largo devenir del hombre, de su tremenda y personal historia: ahí, en el intento únicamente humano de ordenación consciente, se afinca nuestra posibilidad de éxito.
Una de esas búsquedas, de esos ensayos consuetudinarios, se produce en mí ante una escapada al cine. Hacerlo es una forma, entre muchísimas, de hurgar territorios. Lo cierto es que en una película anidan esperanzas y concreciones: grandes las primeras, mínimas y escurridizas las segundas, pero siempre dispuestas en todo caso a ir al saco de las experiencias que nos afirman y nos muestran otros rostros y otras posibilidades.
El mundo del cine se parece bastante al nuestro, al que existe de la pantalla para acá. Pero no es el mismo, desde luego. Su realidad carece de la desorganización propia de la vida misma. Quizá es esta la razón por la que, en mi caso, lo cinematográfico conforme un material de búsqueda excelente (ya sabemos, cada quien tiene las suyas) y en ocasiones propicie además encuentros que marcan para siempre. El cine expresa una realidad en apariencia idéntica a la que nos rodea, a la que nos contiene, pero diferenciada (de ahí su grandeza, su condición de Arte) porque tiene pie y cabeza, porque posee un orden que nos dice algo. En ese mare magnum que es la vida, tal orden es lo que deseamos encontrar, el objeto de nuestra eterna indagación. Una realidad clave en cualquier proyección que se respete es nada menos que la sintaxis bien pensada, bien articulada, la vida estructurada que somos capaces de desentrañar en hora y media o dos.
Toda película es una manera muy particular de acercarse a una realidad determinada, es en sí misma también una búsqueda, pero con el aliciente de que guarda cosas para ser lanzadas a los cuatro vientos o, mejor, a alguien que de veras las pretenda recibir (fueron concebidas y realizadas en función de esta certeza). Al fin y al cabo, parafraseando un poco a Borges, cada película debe tener su espectador, aunque sea uno.
Ir al cine es correr tras la liebre saltarina de nuestras secretas esperanzas. El cine, mágico lugar que, en dos platos, para muchos no es más que una sala de proyección y punto, se erige en verdad como campo de batalla, como escenario donde se realizará una partecita de nuestra guerra personal por darle sentido al sinsentido, orden al desorden, significado a lo insignificante. No en balde la emoción atrapa desde el mismo instante en que decidimos ir, desde que empezamos a vestirnos, desde que compramos el boleto, desde que decimos sí al ritual de las cotufas. Encuentros y descubrimientos, diversión, hallazgos y acaso desencantos. Esa es la promesa que el cine arroja a quemarropa, válida opción, sin duda alguna, para armar posibles realidades, para acercarnos a un punto de llegada.

2/05/2007

Historia particular de una gaveta

En mi mesa de noche el tiempo se detuvo. El día a día, saturado de adrenalina, cargado de vértigo, sobrecalienta los relojes. Pareciera que la modernidad puso a sudar los minuteros, y en esa carrera, que poco tiene de olímpica, las cosas pasan, ocurren o no, siempre en brazos del fórceps que supone un quehacer jadeante, listo para la manzanilla, el valium o el lexotanil.
Pero mi mesa de noche es una realidad aparte, lo cual obliga a mencionar que, palabras más palabras menos, existen espacios desconocidos y extraños, sitios en los que el vacío absoluto cabe por los cuatro costados, sobre todo cuando vacíos de todos los pelajes andan muy de moda: vacío en los políticos, vacío intelectual, vacío social, vacío en las instituciones. Vacío, claro, lleno en mi gaveta de otras cosas.
Un objeto así, casi inefable pero sumamente útil, lo consigue usted en cualquier tienda, en cualquier rincón de esos dispuestos para venderle artículos de hogar, desde grifos o cerraduras hasta lámparas o juegos de cuarto. Semejante pieza cuyo único objetivo, cuya teleológica razón de ser, estoy seguro, implica engullir todo cuanto va engordando, todo cuanto abulta la lista de nuestras pertenencias no deseadas, o cuando menos postergadas, digo, semejante pieza abunda como si nada en la ciudad, en sus terrenales comercios, como abundan aquéllas menos elevadas, menos dadas a planos filosóficos vedados a gente tipo usted o tipo yo. Quién lo iba a decir.
Ayer no más, mientras buscaba un clavo de pared para colgar una litografía, la gaveta inferior de mi mesita fue el lugar exacto para hallarlo. Noté también que estaba una linterna vieja, con las pilas oxidadas, así como fotos donde aparecía muy joven y con más cabellos. Total, que mi gaveta es una caja de Pandora y vaya usted a saber qué encuentra uno en sus entrañas.
En ella entra el mundo por completo. Las pastillas para cualquier mal o el libro que está en cola; diez o quince bolígrafos viejos o un racimo de carnés vencidos desde el ochenta y cuatro. Qué más da, la gaveta de marras se las sabe todas, asunto nada despreciable cuando uno olvidó dónde puso el manual del DVD o las postales que envió el primo Francisco la pasada navidad. Una gaveta es el non plus ultra de los baúles sin fondo, la prueba palpable de una dimensión desconocida en la que hasta lo inimaginable tiene su lugar.
El otro día hojeé en una librería cierto libraco dedicado a lugares extraños, misteriosos, esos que según su autor pueblan la Tierra y en los que, sin esperar mucho, usted se da de bruces con un ovni, un bicho raro tipo yeti o un sencillo zombi. La verdad es que me vino a la memoria la humilde gavetica, desdeñada, tan poco dada a truculencias, a flashes, a aparecer en los diarios, a constantes tintineos de copas. Alérgica a las muchedumbres, encerrada en sí misma y con su enigma a cuestas, mi gaveta bien podría haber ocupado la primera página de aquel libro gordo dedicado a lo raro, a lo que hace fruncir ceños. En fin.
Pero una gaveta es una gaveta, claro está, y una mesa de noche se encuentra casi en cualquier habitación que se respete, diría yo. Tendrá usted sus historias personales, sus experiencias insólitas, no me cabe duda. En cuanto a mí, también encontré en ella un pedazo de melancolía, doblada en dos, y un trozo enorme de amor que alguna vez ya no sentí por un loro verdeazul que me acribilló con el pico. Vi de reojo algo de rabia, verde y maloliente, y hasta una sensación de desconsuelo por un incidente que no vale la pena referir. Mi gaveta es un objeto donde el tiempo se detuvo, sí. Ahora mismo tomo un poco de alegría y la guardo en ella, justo al lado de un almanaque de bolsillo amarillento y encima de unas llaves que de entrada no identifico, pero qué puede importar. Tendrá usted sus historias, desde luego. Seguramente las tendrá. Como ve, yo también tengo las mías.