4/29/2010

La tragedia del Facebook

Así, con todas sus letras, soy un dinosaurio a la hora de surfear en el oleaje de la tecnología. Si a ver vamos, apenas con la computadora he logrado cubrir el a, b, c de estos asuntos, más a regañadientes que por cualquier otra razón. Todavía guardo la vieja Olivetti en el fondo del escaparate, con sus teclas oxidadas, y de vez en cuando los ataques de nostalgia casi me hacen rescatarla del desuso y de las telarañas.
En estos días un amigo llegó con sus cuentos. Después de cuatro cervezas nos dio por hablar de tiempos en los que, cuales García Márquez, éramos felices e indocumentados. Recordé a Rafael, a Laura, a María Luisa, aquella flaca de senos como rascacielos y caderas incendiarias. Recordé los días universitarios, esa época abrazada al día a día, al Carpe Diem horaciano, justo cuando el horizonte tiene el tamaño exacto de los diecisiete años. Entonces habló del Facebook. Me invitó al Facebook. El tipo hilvanó bien, lo hizo en el momento preciso y en el lugar adecuado. Uno, que prefiere escuchar radio con el radio, ver televisión con el televisor, y usar como agenda esos cuadernos que venden en las papelerías, razón por la que termina dándole la espalda a cuanto celular ofrece estos servicios todo en uno, digo, yo que soy el estegosaurio rey en plena era digital, acabé rindiéndome ante la memoria, ante el hecho facilón de revivir los lustros idos, y respondí que sí.
A la mañana siguiente gozaba del Face en mi computadora. Aprendí a usarlo emocionado, puse fotos, los primos, los colegas de la universidad, uno que otro tío, todos confirmamos otra vez nuestra amistad gracias al milagro de los chips. Mi esposa no daba crédito a lo que tenía enfrente.
Entonces el color rosado se fue haciendo más opaco. Rafael no apareció, Laura de ninguna manera se atravesó en mis búsquedas. María Luisa, la flaca de antaño, lucía en la pantalla con treinta y dos kilos de más, cuatro hijos y un esposo, y yo a estas alturas naufragaba en el océano de la incertidumbre y la tristeza. Es que todo tiempo pasado fue mejor.
Cierta mañana recibí el saludo de aquel degenerado que me quitó una novia, y de otro que terminó siendo un vulgar estafador. Del Facebook, tan ardorosamente presente en la cotidianidad del hoy por hoy, la verdad es que prefería estar bien lejos, porque un dinosaurio es un dinosaurio, y lo demás es puro cuento. Ha sido una tragedia. Yo que pensaba en tanta gente hermosa, en tantos conocidos cuyos rostros había prácticamente olvidado por obra y gracia de los años y sus recovecos. Yo que con el corazón en la mano esperaba todos los días darme de frente con una atmósfera desaparecida, ida hace décadas, cargada de frescura por los cuatro costados, encontré el horror metido en mi computadora. No faltaba más. Gente que no quería ver ni en pintura, mujeres que me dejaron por otro, condenados que me serrucharon algún puesto, sirenas encantadoras transformadas ahora en todo lo contrario, a cada rato salían como conejos, no sé de dónde diablos, convidándome, llamándome, alegrándose porque después de tanto tiempo, ay, Roger, gracias a esta maravilla vuelvo a dar por fin contigo. Ni que estuviera loco.
Por fortuna soy un dinosaurio, eso está más que comprobado. Me quedo con el radio viejo y con mi celular del año de la pera. Y sin el Facebook. ¡Ah!, y sin el bendito Facebook.


4/22/2010

Rozando la epidermis

Tengo una camisa que se las trae. Las guerras de todos los días terminan por curtirlo a uno, y mi camisa azul soporta inclemencias, soles tropicales, lluvias sin fin aparente, cubriéndome como si nada.
Una camisa puede ser la compañera que envejece mientras tú pateas caminos y enfrentas dragones en las calles. Por eso hay camisas de camisas: indignas y desvergonzadas, o tercamente heroicas, como la mía, como la azul que a estas alturas es una segunda piel, una coraza a prueba de granadas y obuses de todos los pelajes.
La compré en una rebaja de octubre, lejos, y ahí estaba, azul como el Atlántico esperándome en el anaquel de aquella tienda. Fiel, mi camisa vieja hace que voltee al pasado, que me descubra en el presente, me hace recordar que somos hojarasca arrastrada por los vientos, pero también que existe la perseverancia, el empeño, la fragua de lo que se va siendo.
Cualquiera se la pone y ya, sale a la calle, pasea con su chica, la arroja luego al cesto de la ropa sucia, mientras lo que ha llevado encima es una indumentaria. Y a veces se llega a más: esa indumentaria termina por ser la vida cotidiana, que ahoga y deja los pulmones y el alma hechos pedazos. La mayoría opta por meterse en una camisa de fuerza.
Toda camisa que se respete tiene un horizonte definido, ser una camisa de principio a fin y demostrarlo a tu lado codo a codo. La mía, desteñida como está, bañada en mil sudores, me guiña un ojo cada vez que va conmigo y vivo la aventura de liarme a trompadas con las circunstancias. Sabe de luchas, de lanzas, de cómo muerdo el polvo sin contemplaciones muchas más veces de las que desearía. Por eso la decencia la acompaña y sé que al fin, cuando la desabotono porque ya he perdido o he ganado y entonces me voy a las duchas, sólo me mira de reojo y parece decir nada, compañero, menudos cojones los de este día que se acabó.
Ya no se encuentran camisas como ésta. Puedo verlas en la vía, en los cafés y en los pasillos, como en procesión sin gracia de algodones, linos, retazos cubriendo cuerpos que solamente llevan un adorno. Mi camisa, por fortuna, es una diferente: conoce su lugar en esta vida, y es todo menos una prenda bonita, fresca o llamativa. Es todo, cualquier cosa menos eso.

4/21/2010

Antonio y las chicas guapas

Cuando lo conocí y pregunté su nombre, respondió sonriente: Antonio José Rojas, “Anthony Joseph Red”, para servirle. Cuida carros frente al Café Jazz, en Puerto Ordaz, y siempre guarda, según dice, el mejor humor para los amigos. Al verme sentado ante la taza y el libro que suelo hojear mientras miro pasar la vida, Antonio abre un paréntesis en su trabajo y se acerca. Por lo general pide que le invite a tomar algo. Yo lo hago con gusto.
Al cabo de los años se ha hecho mi amigo. No las ha tenido todas de su parte porque la vida, ciertos hijos de puta y él mismo se las arreglaron para hacerle bastante corto el horizonte. Fue casi un alcohólico, entró de cabeza al agujero negro que puede ser la noche en una ciudad que si te descuidas te tritura, y vivió y casi murió en su ley, la del más fuerte, la del sálvese quien pueda, la del que patea huevos antes de que lo aplasten primero.
He conocido a pocos como Antonio, sobre todo cuando se habla de coraje, de entereza, de autenticidad, de capacidad para caerse a trompadas con el mundo, llevar las de perder, terminar entre los últimos, y luego ver la luz, salir a flote, resucitar prácticamente. El otro día le dije, justo al sentarse frente a mí y empezar a hojear el libro que traía, y después de aceptarme el café negro, cargado, lleno de adrenalina y de emociones, digo, el otro día le solté en plena cara que me enorgullecía que alguien como él me considerase amigo.
Antonio José Rojas, es decir, “Anthony Joseph Red, para servirle”, sonrió. Entonces habló de sus memorias, de sus anhelos, de su pueblo que está lejos, de esta ciudad con poca alma donde habitan más miserables por milímetro cuadrado que en ningún otro lugar del mundo. Jovial, alegre, confiesa que en este café y cabalgando en bólidos de todas las raleas, las mujeres más guapas jamás le devuelven el saludo. “Ni la mitad de uno”, asegura con sorna.
Mi buen amigo es uno de los individuos más inteligentes que he llegado a conocer. Mezcla de neuronas y cojones, le ha arrancado a dentelladas buena cantidad de tajos a la vida. “Si digo guapas”, afirma a quemarropa, “digo guapas de verdad”. Las mira, las sigue con la vista, y cuando a veces la belleza abusa porque alguna dama se robó toda la hermosura para sí, deja colar un suspiro, una especie de exhalación entre lamento, nostalgia o deseo.
Me gusta su amistad porque nos une entre otras cosas el afán por construir lo que deseamos con las tripas, con las uñas, aunque él las encontrara siempre mucho más difíciles. Haciendo las sumas y las restas, de entre todas sus broncas el resultado ha sido la victoria. Por eso espera la respuesta, el día, que llegará pronto y de eso jura estar seguro, en que la chica guapa que aguarda desde hace tanto lo mire, se detenga un instante, le devuelva el saludo y le entregue el corazón. “Eso lo celebraremos”, cuenta en voz bajísima, “como de costumbre en esta mesa y con un whisky, amigo mío, esa vez con un buen vaso de whisky”.

4/16/2010

La gramática y el coco

Algunos de mis estudiantes llegan a clases con la idea de que la gramática no sirve para nada. Sienten en lo más profundo de su fuero interno que tratar con ella es tiempo perdido. Además, confiesan que es difícil, aburrida, y que de un plumazo, si tuvieran el poder de hacerlo, sin que les temblara el pulso la desaparecerían de todo régimen de estudios; más aún, la borrarían de la faz de la Tierra. El Coco gramatical anda suelto y haciendo de las suyas. En lo que a mí respecta, suelo echarles el cuento de que si no fuese por su culpa me las vería negras para expresar desde estados de ánimo hasta órdenes, quejas o la más pura y simple frasecilla de amor. Eso de que la gramática carezca de importancia y ande por ahí arreglándoselas para complicarle la existencia a cualquiera, suena cuando menos bastante apresurado. El problema, creo, consiste en que lleva su tiempo vislumbrar conexiones entre ella y la vida misma. Suponer, como la mayoría, que la gramática se divorcia de lo que nos rodea es como aceptar sin ton ni son que las actividades humanas permanecen rígidas, inmóviles, sin interacción alguna, clavadas en compartimentos estancos. No faltaba más. Por mucho que hago el esfuerzo no logro imaginar periódicos, libros, una receta de cocina o un cotorreo en una esquina, sin la presencia vivita y coleando de esa soberana “aridez” que, a falta de mejor nombre, dieron en llamar gramática. ¿Cuál es la herramienta, tipo martillo o serrucho, de la que disponemos para concebir intelectualmente el mundo?, ¿de qué otra cosa podríamos echar mano si no del lenguaje para decir y decirnos?. No en balde Octavio Paz publicó un libro sabiamente titulado: "El mono gramático". O sea, que de primates podemos tener mucho, pero al final nadie nos quita lo bailao, lo cual implica que si de nuestros primos peludos se trata, pues nada, una serie de chasquidos lingüísticos, perfectamente estructurados y únicos, nos mantienen muy a raya. Vea usted por dónde van los tiros. Aclaro: más que vincularse o no con el mundo, la gramática casi es el mundo mismo, asunto menos complicado de aceptar una vez que nos percatamos de que sin ella no somos, de que “sin ella”, como dicen los boleros, no valdríamos más allá de nuestras pobres concreciones, de nuestra humilde condición de trasquilados bípedos. En fin, bien podemos darle con ganas a la lengua, bien podemos sostener, mire pues, una conversa de lo más sabrosa, de lo más humana. Sí, en esto la gramática parece el objeto de un bolero, esas canciones de arrebato que curan o hunden para siempre. Termina por fortuna salvándonos, tiende el puente entre posibles universos, unos oscuros, subterráneos y llenos de telarañas, otros luminosos, apolíneos, redimidos. Las fronteras entre ella y eso que han nombrado “vida real”, insisto, cargan cuando menos bastante neblina a cuestas, un denso claroscuro digno más bien de una pintura del gran Rembrandt. Mientras muchos hacen el intento de desaparecerla, mientras un conglomerado busca esperanzado las maneras de enviarla al infierno si es posible, en lo personal la tengo a buen recaudo. Nada más que por si acaso.

4/13/2010

La chica de Ámsterdam

Cuando bajé del avión me pareció que el tiempo se había detenido. Casi no sentí las horas transcurridas entre Caracas y Ámsterdam, lo cual supuso una alegría adicional: aparte del hecho simple y llano que implicaba estar ya en mi destino, mis energías sobrepasaban las expectativas. Mientras descendía por las escalerillas comencé a imaginar, o mejor dicho, empecé a maquinar mi plan perfecto, la razón fundamental que me había llevado hasta la tierra de los tulipanes.
El clima era el mejor, con ese toque frío que toda la vida he añorado desde estos calorones, típico de tardes primaverales. Seguí con la chaqueta que unos días antes había comprado en una tienda de Upata, y añadí una bufanda con motivos del oso Yogui que el primo Raúl me obsequió cuando supo de mi viaje. Tomé un taxi. Como pude me hice entender: quería ir a la casa de Erick, el amigo ucraniano que no veía desde los días universitarios, quien vivía en este país gracias a una beca de estudios doctorales y, luego, a cierta osadía académica que lo llevó a optar por una cátedra en la universidad y que le arrojó dividendos muy interesantes: alojarse para siempre en el país de sus sueños.
Después de instalarme, darme una ducha y comer como Dios manda, tomé otro taxi. El Barrio Rojo, pequeño espacio que desde hacía mucho había llamado mi atención, estaba ahora al alcance de la mano. El chofer me dejó en pleno corazón de ese lugar hecho a la medida de un golpe de adrenalina. Aquel barrio significaba nada menos que la posibilidad de oír, ver, respirar y sentir el erotismo en plena calle, a la luz del día, martes, viernes o domingo; la transacción de feromonas, el entramado de fluidos que el sexo expone en el vaivén de cuerpos, miembros y lujuria. Pagué, me bajé, para luego pensar que había llegado a mi isla de la felicidad. Estaba en territorio prohibido. Me daba de bruces con mi sueño dorado.
En situaciones como ésta, vagar es una delicia. El placer de no hacer nada, de sólo contemplar, equivale a tenerlo todo. Entré a un bar que llamó mi atención por su fachada claroscura en la que una inmensa mujer de espaldas, con las piernas abiertas, hacía las veces de puerta principal. Pedí whisky y observé. A mi alrededor pululaban parejas de amantes, maricones a granel, putas elegantes, chicas a medio vestir.
Continué el paseo. Una mujer de pelo largo, sobretodo beige y mirada lasciva casi me embrujó. Era una reina en plena calle, una especie de diosa encarnada en alguien común y corriente. A través de su ropaje grueso se perfilaban los senos, se delineaba la cintura, te asaltaban sus caderas. Se fue, pasó de largo, pero había dejado una huella, sentí su presencia como un coñazo en la nariz. “Esas son las mujeres que valen la pena”, mascullé. Y continué mi camino al azar.
Entre abastos de productos afrodisíacos, sexshops de todos los pelajes y bares nudistas para ambos sexos me atrajeron las vitrinas decoradas con chicas ofreciendo sus encantos. Mujeres que, posando como Dios las trajo al mundo, escribían el precio en un cartón rosado. Nada de artificios, nada de trampas, nada de engaños viles: aquí estoy yo, allá estás tú, y en el medio la cifra del acercamiento, el orgasmo prometido.
Una morena brillaba con luz propia. Me acerqué, hablamos, era de Barquisimeto. Le di la vuelta al mundo para comprobar lo que siempre se ha dicho, que las de aquí no tienen competencia, que en cuanto a feminidad y otros encantos como las de aquí no existen otras. Lo comprobé a diez mil kilómetros de estos parajes. María Alejandra Zambrano, que así se llamaba aquella chica, era la ecuación perfecta.

4/06/2010

Amar en París

Existen lugares que te atrapan, ámbitos prefigurados para el encuentro. De entre los muchos cafés que esta ciudad ofrece, hubo uno que valió como mesa familiar, como espacio de contemplación, geografía perfecta a la hora de leerse un periódico en medio de otras gentes y destinos, buena o fatalmente entrecruzados.
Apenas a tres cuadras de la rue Legendre, adonde estuve en una habitación alquilada por dos meses, “Terrase 17” cumplió su parte del ritual: terminó siendo punto de fuga al que iba a parar después de la jornada.
Entonces el café, o la cerveza, el libro entre las manos, el tabaco que no falta nunca. Y en la otra mesa un joven alto, ni de treinta años. Llega el otro, algo mayor, un abrazo, un afecto compartido. Pienso en Venezuela. Uno se la pasa con el país entre las vísceras y como especie de Zavalita en estos días, se pregunta en qué momento se jodió la patria.
Apuro un sorbo y aquellos dos se toman de las manos, resplandece la sinceridad, son transparentes en ese milímetro cuadrado que es un café parisino a las once de la noche. La emoción les explota en pleno rostro, en el cuerpo a cuerpo cuya primera fase transcurre ante tus ojos. Se miran, sonríen, comparten una copa como quien se bebe en ella todos los pedazos del mundo. Estos tipos confiesan a todos que amar es un verbo y se acabó.
Uno de los dos, el más pícaro seguramente, expresa en el brillo de los ojos una alegría como pocas veces puede verse cuando sales a la calle. Más allá del dedo índice y por encima del imbécil que los escruta con sorna, sus miradas se contienen entre sí, una dentro de la otra, como peces juguetones o como batracios que se sacan las lenguas y no se cansan de jugar. Hablan sin palabras, se comunican en su particular idioma a punta de adrenalina y códigos secretos.
Paso la vista al libro de Manuel Vincent que me acompaña en esas horas, disfruto la prosa como avalancha desprendida de un reloj de arena, llevo el tabaco a la boca y doy algunas bocanadas, alzo otra vez los ojos: dos seres humanos permanecen ahí, se dicen amar con París al fondo y a sus pies. En un café la vida pasa, pero no termina. Aquí el lunes es jueves y el jueves es domingo, y asimismo cada quien lleva el fardo del tiempo que puso unos instantes sobre la silla de al lado, para otra vez echárselo a la espalda y atravesar la rue de Batignoles.
Termina la copa. Terminan la botella. Las miradas continúan mirándose, en silencio, casi en agonía, mientras quizás un juez, un transeúnte de lo más normal, siente ganas de partirles la cara, o el culo, y ordenar la calle y el planeta, que miren lo estropeado que anda.
Entonces cojo mi abrigo y pago. Me doy cuenta de que hay gente auténtica, de que estos dos se las traen, de que todavía es posible hallar cojones. Sigo mi camino atado a mi tabaco.