2/28/2020

La terraza del café


    Me siento en la terraza de un café a ver pasar la vida. Expresso, bolsa de tabaco para la pipa y un libro de cuentos de Ednodio Quintero, página noventa y tres. Ver desde una mesa de café tiene la ventaja de que enfocas como nunca, pones tu atención a punto, olvidas por un rato las historias de Quintero y ya, de veras ves, miras, hurgas en eso que de otra manera sería imposible contemplar.
    Me siento en la terraza del café y observo. La vendedora de rosas salta de mesa en mesa, el hombre del sombrero toma la mano de esa chica, aquel perro echado da la impresión de escrutar el universo  mientras una nube de mosquitos es desfigurada por la violencia de su cola. Veo desde esta mesa de café y pienso. Escenas de infancia, calles empedradas, tarantines, quioscos, ventas ambulantes a cada lado de la calle. Miro desde el café y sin dejar de ver, ubicado justo en esta mesa con mantel a cuadros, me detengo en lo que no veo. Es decir, veo como cualquiera, en concreto, eso que mis ojos abarcan desde la trinchera en plena calle Foch pero me concentro en mirar lo que no veo nada más que sentado en esta silla. Y ahí aparece un trozo de playa en la costa, ciertos puestos de verduras en un mercado maloliente, una mujer semidesnuda que baila alrededor de un tubo.
    Sentado aquí miro cuanto tengo enfrente y basta con eso. No miro como miras tú, o como yo mismo lo hago fuera de este paréntesis que es sentarme a ver desde el café. Tan pronto miro desde la terraza del café se abre una dimensión distinta y lo que menos importa a simple vista es eso que veo sentado en este sitio. Es mucho más urgente, cobra relevancia incuestionable, necesidad ontológica según diría algún filósofo frustrado, cuanto no veo desde aquí y cuanto no podría mirar si no me hubiese dispuesto a contemplar desde esta terraza de café.
    La verdad es que ver desde la mesa de un café tiene mucho de mirada hacia adentro, dime tú si no. Un adentro que por raro que te suene puedes vislumbrar en el afuera que es este horizonte apostado ahí, al mirar de cierto modo cuando echas un vistazo desde la mesa en la terraza del café. Por eso de vez en cuando vale la pena sentarse a observar no como observan tantos que se sientan y entre cortado y galletitas hurgan y escudriñan hasta que se cansan de atisbar, sino, digo, vale la pena observar justo eso que no ves desde esta posición, desde la geografía de la mesa que eliges y es atalaya, escondrijo, rincón único a la hora de pasar la vista por los recovecos de eso que se expande frente a ti, como un gas, aunque no puedas verlo si ves como ves cuando no estás sentado en la terraza de un café.
    Entonces sigues en lo tuyo, miras a lo lejos, bajas luego la vista para comprobar que todo sigue como lo dejaste: Ednodio Quintero en su libro, un expresso que se enfría, media botella de agua mineral, tu pipa apagada a un lado del cuaderno listo para que apuntes tonterías. Y escuchas el ruido, las voces de muchos que ocupan mesas cercanas, y alguien que sentencia: “aquí hace falta un Hitler”, y otro que suelta: “ese virus es un invento de la CÍA”. Y vuelves de seguidas a mirar, a cubrir el horizonte, a ver lo que jamás verías sin tomarte la molestia de observar desde esta mesa de café.

2/04/2020

La belleza de la melancolía


    Acabo de leer  Vista desde un punto, de Arturo Úslar Pietri, y sentí nostalgia. Hallé ese libro mientras caminaba por el centro gracias al vicio de recalar en lugares donde puedes olfatear estantes, encontrar títulos raros y charlar con el librero, experiencia que procuro repetir los fines de semana.
    En esas estaba cuando el ejemplar de Monte Ávila se me atravesó como si nada. Por setenta centavos -no es broma, setenta centavos-  lo metí en la mochila y me largué al café de costumbre con el ímpetu hedonista a punto: lanzarme en brazos de sus páginas, de un buen cappuccino, del tabaco y del silencio. Y hay que ver cómo esa señora llamada memoria juega a placer con nosotros. Lo digo porque la avalancha de imágenes llegó de golpe, hizo de las suyas, me llevó a otras épocas mientras chapoteaba en la lectura.
    Conocí a Úslar siendo un imberbe de ocho o diez años en aquella Upata ya desdibujada por los años. Narraba, como un Scherezade de estos tiempos, las mil y una historias que ha sido capaz de inventarse el homo sapiens desde el período de las cavernas hasta su viaje a las estrellas. En Valores humanos, programa de televisión emitido por VTV a las once de la noche que acabó por convertirse en ícono de cultura, buen hacer televisivo y buena entraña, el maestro disertaba sobre el Renacimiento, las costumbres medievales, los románticos alemanes o el Holocausto. No sé por qué diablos me gustaba tanto -el poder encantatorio del escritor hacía trizas conmigo- pero la verdad es que mi madre, hosca como gata en celo en cuanto a la hora de irse a la cama, complacía el capricho de estarme despierto un rato más “únicamente por tratarse de un programa como ése”. Ahora, transcurridos cuarenta años, tengo a mi lado el libro de don Úslar y lo miro, toco sus hojas, recuerdo su oficio intelectual y me digo fíjate tú, qué días aquellos, vaya manera de volver con la imaginación a la Venezuela que dejaste hace más de tres años.
    Úslar Pietri fue el primer ensayista que leí en su columna Pizarrón, los domingos en El Nacional. Tendría yo doce, máximo trece años. Kalimán, Memín Pingüín, Águila Solitaria y los artículos del caraqueño eran tesoros que cada siete días esperaba allá en el kiosco de la esquina, a dos cuadras de mi casa. Siempre me he preguntado qué pude ver en los textos de Pizarrón, qué sirenas alucinantes vislumbraba en ellos, y como ocurría con la tv, en el universo de su escritura pienso que terminó por engancharme el talante aventurero, la atmósfera intrigante de tantos enigmas propuestos en la saga -pues sí, leí a Úslar como al autor de El señor de los anillos-, contaminándome hasta lo indecible, de modo que sus entregas para la prensa siempre me dejaron con ganas de leer más, resultaron cortísimas, fugaces, poco espaciosas ante el vasto tamaño de aquel periódico cuyo único interés, para mí, radicaba en un artículo de opinión. Luego me hallé de frente con sus novelas y cuentos y años después, ya en la Mérida de mi época universitaria, gocé como niño con chupete cada vez que el viejo amigo daba una entrevista en ciertos programas de televisión.
    Acabo de leer el libro que hallé en Quito y aquí está, sobre la mesa del café, entre el humo del tabaco y entre Upata, Mérida o Caracas. Muchas veces, en vacaciones, de paso por la capital y antes de continuar al Sur, a casa de mis padres, Caracas supuso uno o dos días de errancias por el centro en  busca de libros usados, de casettes a buenos precios -descubrí a Bill Evans, a Stan Getz, a Poncho Sánchez-, supuso algunas cervezas con paisanos que hacían estudios en la Central, en fin, literatura, música, también cine en el entrañable Ateneo. Ahí, en esa Caracas de los ochenta, abría de par en par el cofre de los deseos, lleno de miel y de sorpresas deslumbrantes: libros encontrados como perlas en las profundidades de algunos tarantines bajo el puente de la avenida Fuerzas Armadas, libros medianamente asequibles en la Librería Lectura, en Chacaíto, libros escondidos en los tenderetes  de algún vendedor furtivo en pleno bulevar de Sabana Grande y Úslar, de pronto Úslar, puntual al saltar como conejo en medio de semejantes búsquedas.
    El otro día, cuando menos lo esperaba, hizo acto de presencia. No tienes idea, ni puta idea de qué manera esa felicidad casi olvidada irrumpió tal como ayer. Y yo cumplí, leyendo, y él cumplió, con el obsequio de delicias hechas páginas. Y la melancolía fue una invitada inesperada. Y fue, claro, una dama más que bienvenida.