12/19/2014

La izquierda imbécil

    Por varios artículos que he escrito resulta que para algunos soy una bestia de derechas. Así, tal cual, con todas las letras y la mala leche apuntándome a la sien.
    No voy a contarles de insultos y otras ñoñerías por el estilo. Hay todo un menú que mandé al fogón del basural. Sin dar ni pedir tregua a la hora de los chacales, la verdad es que no sabe uno qué pensar a propósito del lugarejo adonde suelen afincarse ciertas nociones de izquierda o de derecha. Tan jabonosos como éstas  -y relativos y por lo tanto escurridizos-  son señalamientos espaciales tipo arriba, o abajo, o más acá o más allá, y así ad infinitum.  Salvo que el espécimen, fusil en mano, viva en el carbonífero político  -lo cual no es fruslería, por cierto-  mi adhesión a la diestra es tan verídica como su posible pertenencia al Ministerium für Staatssicherheit, es decir Stasi, de la mira tú, democratísima República Democrática Alemana, valgan las redundancias y los concomitantes disparates.
    Porque si revolver el pus o mostrar con el índice el caldo enrarecido del gobierno que aquí hace de las suyas supone un marco semejante, entonces los ángeles de la izquierda redentora deberían practicar ipso facto el arte de mover con mayor celeridad que de costumbre las neuronas, cuando las tengan, en medio del silencio más atronador, es decir, pensar más y callarse la boca de inmediato. Conclusión: ahogar toda emisión de idiotez tras idiotez por cada chasquido de la lengua, y de la pluma. Ahí están los defensores de las dictaduras buenas, las de izquierda claro está, sinvergüenzas donde los hay si es preciso arrastrarse, alcahuetear crímenes, mirar para otro lado cuando se violan a placer Derechos Humanos y demás perlas por el estilo. La ex Unión Soviética en su momento y todavía la pisoteada Cuba están ahí para romperles el espejo en el cogote.
    Para un señor que se siente metido de cabeza en aguas plácidamente izquierdosas, el corifeo particular de Castro, en el que abundan imbéciles a más no poder, debe ser el colmo de la sensatez en estos días. Corrección política latinoamericana hasta los tuétanos. Benedetti, el poeta Cardenal, Eduardo Galeano y otros santurrones de las dictaduras alabadas, a cada uno mordió el juego de caninos típico del iluminado, ése que llegó montado en una nube a resolverte los problemas, reales o imaginarios. Dale un vistazo a Chávez, con el legado calenturiento objeto de reverencia que su religión impone. Léanse, y luego me cuentan, las babosadas vergonzosas de Gustavo Pereira, las bolserías de Luis Alberto Crespo, las ocurrencias hilarantes de Brito García en defensa de esta panda de ineptos y cuanta fantasía encantada arroja para afuera el buche de tanto poeta revolucionario disfrazado de Che.
    Aquí, lo que se dice aquí, ser de derechas o de izquierdas pasa de lejos por el cedazo de la razón. Piensan más los cojones que la materia gris, y me voy quedando corto. Maniqueísmo por donde lo mires, el quehacer político de la Venezuela actual, saturada de fariseos forrados en trajes Brioni, se alimenta de clichés al más puro estilo de la propaganda carburada  como jamás antes en el manicomio perpetrado por los hermanitos Castro. Izquierda o derecha ya no son categorías dinámicas, lógicamente cambiantes, cuyos rostros fueron perfilándose al paso del tiempo y, sobre todo, en función de los años y las experiencias, asunto que es lo que tú quieras menos baladí. Para un señor de la izquierda venezolana un pterodáctilo tiene mucho de paloma mensajera y un triceratops es el vivo retrato del rinoceronte que mastica paja en las llanuras del Congo, vaya animalitos tan chistosos.
    Entre la izquierda pedorra de este país, ajena a pensar por sí misma en su inmensa mayoría, capaz de entregarse muda, acrítica, mansa, a los dicterios de un militar ignorante como una tapia, y las batallas de un Petkoff o de un Pompeyo Márquez, me quedo con los contestatarios, los soñadores, los sensibles, los respondones y los indóciles, o sea estos últimos, y con la idea metida en los huesos  de que al mar de las estupideces, el mismo aquél de la felicidad, le queda  cada día menos tiempo entre los dinosaurios que para desgracia de tantos aún pastan entre nubes  de ventosidades ideológicas.                                    

12/10/2014

Los nuevos tiempos

    
                                                                                                           A Pedro Suárez, el más moderno de mis amigos
    
    Parece que la gente se toma la molestia de ir contigo al cine, o a almorzar, y de antemano debes estar agradecido. Los tiempos cambian, qué se le va a hacer, y semejantes cambios te aplastan de golpe la nariz, te dicen como si nada y a los cuatro vientos: oye tú, cabroncete, mira que te estás poniendo viejo. Como si envejecer fuese algo del otro mundo. Como si el paso de los años por fuerza tendría que suponer alguna maldición divina.
    A lo que voy: los tiempos cambian, pero semejante dinámica te cae de perlas o es un trancazo en la espinilla según el cristal con que lo mires. Salgo a almorzar con Lucía, compañera de liceo a quien no veo desde hace una punta de años. Todo a punto, todo rosadito hasta que suena el celular. Y si no suena, pues será ella quien haga las llamadas. Y si no es charla clásica, vía oralidad telefónica monda y lironda, va a ser conversación escrita, con cigarrillo entre el índice y el medio, por los recovecos del chat. Pasan los minutos, muchos, la sopa se enfría, yo miro al techo, qué puta sensación de desperdicio. Es que envejezco como buena bestia. Como lo que soy.
    Antes, diría mi abuelita, almorzar era almorzar, con hola y qué tal y cuéntame y te cuento y mira a Alejandra lo grande que está. Almorzar era plantarse ante la mesa con la carga de significaciones ya sabidas que el verbo en cuestión lleva soplada hasta las entrañas. Pero resulta que llego con mi amiga al Jardin Des Crepes y ella enfrente y yo aquí, acomodándome la servilleta sobre las piernas, y entonces la señora hace de las suyas, coge el celular o abre el periódico (da lo mismo) y hay que comprender que el mundo es así, que éste es el siglo XXI, el mejor de todos los habidos y por haber, de modo que tranquilo, Rogerín, tranquilo, búscate unas damas chinas o enciende la radio de tu móvil hasta el fin de la jornada y se acabó. Cada quien en lo suyo.
    La madre que la parió. Uno va a ese restaurante dispuesto a sacarle los mocos a los años, es decir, a hablar hasta por los codos de lo humano y lo divino, de los tiempos idos y blablablá, pero fíjate que si la susodicha te cambia por el celular eso es lo más normal del universo. Es preciso paciencia, comprensión. En cambio, cuando la mandas a hurgarle las pelotas a Apolonio eres un vejuco amargadete, un tipo con bastante mala leche, lo que se dice un patán intransigente, premoderno, incapaz de asimilar que el siglo XXI es el siglo XXI y lo demás paja para los equinos. Ahí lo tienes: el glamour de las tecnologías trepándote las piernas, muslos, pecho, cuello.
    Con toda parsimonia me acerqué hasta el plato, alcé la crem-de-fois-a-la-turtié, o como se llame, y le dí media vuelta justo encima de su linda cabellera rubia. Gritó como Naomi Watts en King Kong. Salí a la calle sonriente, vengado, feliz. La ciudad permanecía como si nada.